miércoles, 29 de mayo de 2013

PAÑUELO DE CUERNOS


           Juan es grande y bastante bruto, tira de pico mucho más que yo y por eso se considera mi superior. Cuando estoy sacando con la pala material de la zanja me machaca la cabeza  y si quiero que se calle tengo que darme prisa o de lo contrario me lanza el pico, me llama vago, y ahora te toca picar a ti. Entonces descansa y tengo que aguantarle su cháchara otro cuarto de hora más. Es incansable. Todo lo dice, todo lo comenta, como una radio con piernas. Una vez se entrevistó a sí mismo durante toda la mañana, a dos voces, daba miedo oírle. Estábamos metidos en una zanja imposible, llena de cantos rodados sujetos por una tierra dura como el hormigón, una condena, al golpear saltaban tantas chispas que parecíamos soldadores: ¿Y dígame, Juan, qué opinión le merece su jefe? Verá usted, yo creo que mi jefe es un auténtico hijoputa, con denominación de origen. ¿Y su mujer? Una hija de puta, ésa entra en un burdel y la echan por golfa. ¿Y el padre de ella, el antiguo jefe? El mayor hijo de puta que ha parido madre. ¿Y el gobierno? No tenemos gobierno, sólo son una cuadrilla de mentirosos hijos de puta. Durante horas, Juan llamó hijos de puta a todos los seres del universo desde el principio de la creación hasta el final de los tiempos. Parecía un reloj que en vez de tic-tac hace hijoputa-hijoputa. La verdad es que aquellos guijarros estaban acabando con nosotros, era difícil tomárselo bien. Cuando nos fuimos a comer, a Juan le hervía la sangre. Recuerdo que repitió patatas con costilla y luego montó un cristo porque el filete era pequeño: No tenéis vergüenza, esto no se le sirve a un hombre, ¡que yo no trabajo en una oficina, coño! No quiso ni café ni copa, por no hacerles gasto, y regresamos al trabajo mucho antes de la hora. A eso de las cuatro de la tarde, encontramos enterrada una superficie granate, casi negra. Juan la golpeó y la piedra le devolvió un trallazo que subió por el mango del pico y le obligó a soltarlo. Un sonido casi metálico. La tapa del infierno, dijo. Una mala señal porque si hay que llamar al jefe la excavadora se come nuestro sueldo. Pensé que entonces perdería definitivamente los nervios, pero ocurrió lo contrario. Al mencionar la excavadora Juan se apaciguó, como si la dificultad extrema lo suavizara, lo templara, lo volviera más inteligente. Incluso empleaba otro vocabulario, con palabras robadas de la boca del jefe y pronunciadas con sarcasmo: Esto que tenemos aquí es un serio contratiempo, Juan, hay que ser expeditivo y acabar con ella a la voz de ya, somos profesionales altamente cualificados. Juan estaba cabreado, pero manso. Se escupió en las manos, bajó a la zanja con la barra de hierro larga, golpeó la piedra, tanteando, y luego le habló. Le dijo bonita, guapa, qué haces ahí que no sales a tomar el sol; ven, cariño, ven, que nos vamos a casar y tendremos hijos pedruscos. Yo me reía desde fuera de la zanja, no me dejaba entrar para ayudarle, y si no se lo montó con la piedra fue porque yo estaba delante. Tardó más de una hora en desenterrarla. Luego tuvimos que bailar la piedra entre los dos, meter tierra en la zanja y hacer una rampa. Nos llevó un rato largo sacarla de allí con la ayuda de unas tablas y una soga. Antes de marcharnos, Juan grabó en la piedra, con una docena de golpes de cincel, el nombre de Marta. Fue la primera vez que se lo vi hacer. Luego le he visto poner Rosa, Laura, Juana, y a una gigantesca le puso Margarita. Pero yo creo que la que importa de verdad se llamaba Marta. O se llama, no lo sé, a mí no me gusta preguntar, no sea que me pregunten, he tenido trabajos peores que éste.
                                                                          publicado en Revista Cantárida
 
 

sábado, 25 de mayo de 2013

DERECHOS ADQUIRIDOS


            Cuando hacía sol, mi abuela sacaba su silla de mimbre y se sentaba a calcetar fuera de casa, en la esquina, justo donde empezaba la curva de la carretera. Los vecinos la saludaban al pasar, los extraños, sin embargo, pitaban, maldecían, frenaban, y si iban demasiado rápido tenían que derrapar para no atropellarla.
            Junto a la silla de mimbre mi abuela puso una banqueta para la cesta de calcetar. Luego un tiesto. Se jugó de esta forma la vida durante años. Entonces llegó el topógrafo que diseñaba la carretera local y alejó la curva cinco metros de nuestra casa. Ahora mismo, mis hijos juegan al balón en ese terreno.
 
                                                                     publicado en Revista Cantárida
 

jueves, 16 de mayo de 2013

IMAGEN CARNAL


      
     Me levanté de la cama con un vacío en el estómago, fui al cuarto de baño, me miré en el espejo y al otro lado había un mexicano. Le pregunté qué hacía allí y me explicó con gran amabilidad que a mi imagen ya no le salía rentable estar a mi disposición y le había contratado a él para ocupar su lugar. Aunque el mexicano era más bajito que yo y llevaba bigote, no daba muestras de avergonzarse por tener que copiar mis gestos, mi forma de peinarme, de mirarme los dientes; en cierto modo su imitación me dignificaba. Le di la bienvenida a mi casa. A fin de cuentas, pensé, todos nos parecemos demasiado.
 
                                                                            publicado en Revista Cantárida

lunes, 13 de mayo de 2013

EL DISEÑADOR DE CASUALIDADES

 
            A media tarde me llamó por teléfono el Jefe de Protocolo. Quedamos en el Estambul, una cafetería muy discreta que todavía conserva aquellos reservados de antaño y, por la longitud de su infrecuente sonrisa y la ansiedad con que observaba al camarero mientras le servía un armañac, comprendí que se encontraba en un grave apuro. Me confesó, después de un trago de media copa, que estaba desesperado. El retiro prematuro de dos de sus colaboradores más estrechos y la incorporación a su equipo de una nueva remesa de jóvenes incomprensibles, acelerados, vituperantes, le costaba adjetivar, había mermado considerablemente su control sobre el departamento, lo cual auguraba un desastre durante la visita del recién nombrado Ministro de Cultura austriaco. El Señor Peter Handke no era un papanatas que iba a confundir en público a Ligeti con un liguero, como su antecesor, había que ser exquisito, estar a la altura de un gran escritor. Además, vendría acompañado por los pesos pesados de la industria editorial de su país, que traían contratos y alianzas necesarias en estos momentos de precaria precariedad, según dijo. Luego se puso muy zalamero y me soltó eso de: Necesito tu magia, pero se le borró la sonrisa cuando le recordé mis honorarios. Aceptó, mientras pedía otro armañac que, por supuesto, me dejaba pagar, y añadirlo a mis gastos.
            Una vez en mi estudio, puse en marcha a mis colaboradores y les impuse un ritmo acelerado. Tenían que actualizar el perfil de Peter Handke,  localizar a su traductor, a su biógrafo y, de paso, traerme en moto inmediatamente su última novela, en la que me perdí sin temor antes de llegar a la página diez. Saqué en claro, como tantas otras veces, el carácter bergsoniano de Handke y la tremenda desolación que hay en sus libros. Comencé a trazar un plan basado en el instante, en su poder de percepción de lo inmediatamente real, en su innegable habilidad para trasformar una simple brizna de hierba en motivo de trágica interioridad. Le pedí al Jefe de Protocolo un plano detallado de los movimientos previstos para el Ministro, y me envió a uno de sus subalternos, que me lo explicó todo inclinado sobre un plano pero sin hacer marca alguna. Tuve que memorizarlo, previa firma del  acta de secretos oficiales.
            En una semana el plan estaba listo. Organizamos una serie de actos culturales que prácticamente acordonaban a Peter Handke y restringían sus movimientos a la zona de vigilancia policial, lo cual fue del agrado del Jefe de Protocolo. En un kilómetro cuadrado habría, entre otros, tres exposiciones de pintores tremendistas, una conferencia de su mejor traductor, dos obras de café-teatro tan minimalistas que no admitían espectadores, y una hermosa y sugerente performance con un hombre descomunal y desnudo pastando en un jardín de camelias. Escogiera lo que escogiera Handke en sus escasos ratos libres, encontraría satisfactorias todas las propuestas. El Jefe de Protocolo quiso conocer entonces el plan B, motivo real de mi contrato, y de nuevo no le gustó el presupuesto.
            Hubo una ronda de conversaciones con todos los implicados. Yo mismo hablé con el escritor Javier Marías y le puse sobre la mesa el diagrama estratégico. El futuro premio Nobel, que conoce a Handke,  se prestó a la comedia muerto de risa y aceptó siempre que se le permitiera contárselo después al Ministro. Le encantó que pensáramos en esas cosas, dijo, y saber que yo diseñaba casualidades le resultó encomiable y civilizado. No fue tan fácil convencer a la directiva de un equipo de futbol regional, ni al representante de Iker Casillas, que afirmó que no entendía el cometido. No entiendo el cometido, insistía, como asustado cuando le acercaban un libro de Handke. Pero el guardameta supo estar a la altura y se apuntó porque había leído El miedo del portero al penalti.
            Yo creo que la prensa se excedió en sus calificativos al Jefe de Protocolo, pero lo cierto es que las fotos recorrieron el planeta y dieron una imagen impecable de nuestro país. Hay que ver a Javier Marías, Iker Casillas y Peter Handke sentados en la grada, hablando de futbol como chavales de colegio y haciendo risas deportivas. Y la cara de sorpresa del escritor austríaco cuando Javier Marías le entregó el plan donde se detallaba cómo se le había inducido a huir de la zona de seguridad policial en un taxi y acabar en las afueras, en aquel campo de futbol iluminado donde, casualidad, le esperaban un amigo escritor y el mejor portero del mundo.  Handke se emocionó por el homenaje. Tengo en mi despacho una gigantesca foto suya, en concreto de su ojo izquierdo, con una lágrima congelada justo en el borde del párpado, casi a punto de caer.
                                                                                       publicado en Espacio Luke


jueves, 9 de mayo de 2013

LA SECUENCIA


    
    -Mi marido pensó que era una broma, un disparate. Que ese tipo de cosas sólo las hacen las mujeres trastornadas por la menopausia. El muy imbécil estaba a punto de llevarse la sorpresa de su vida y todavía me miraba con esa estúpida arrogancia suya parecida a un escupitajo. Cuánto desprecio, cuánta soberbia, y qué torpeza la suya al no sospechar lo que se le venía encima. Incluso me ofreció el cuello: Adelante, acaba conmigo; porque eso es lo que quieres, ¿no?, acabar conmigo. Qué payaso, y qué pobre hombre. Sin darse cuenta estaba repitiendo la secuencia, y no sabía que para mí lo único importante era que él repitiese la secuencia. Le oía hablar sin prestarle atención porque lo de menos eran los detalles, que escogiera decir una frase o la contraria, que dijera dos o cuatro burradas seguida, lo normal, ruido de fondo, la clave estaba en que después de una casilla pasara a la siguiente, y luego a la siguiente, que no se saliera de su modo habitual de ser y entonces todo encajaría a la perfección.
            `Te aseguro que hay algo atroz en el hecho de ser capaz de prever con tanta exactitud  lo que hará una persona con la que vives desde hace cuarenta años y utilizarlo en su contra. Pero supongo que tú lo comprendes, eres mujer, eres mi abogado, has decidido estar de mi parte. Por eso no te miento si te digo que en el último instante mi marido me dio lástima, me sentí responsable por no haberle ayudado a mejorar, por no haberle ofrecido otra alternativa que esos amigotes suyos tan simples. Qué hatajo de estúpidos… Recuerdo que estábamos un domingo, poco después de navidades, tomando el aperitivo con ellos y con sus mujeres, y uno que tiene una barriga enorme dijo que según su médico aquello no era grasa, era semen a borbotones, y todos nos reímos a carcajadas. ¿No ves la secuencia? Ellos en la barra y nosotras sentadas en una mesa a su lado, como gallinas cluecas, riendo la poca gracia de aquellos barrigudos. Yo no protesté, pero fue horrible lo que hizo mi cabeza con esa escena cuando estuve a solas. La volvió contra mí. El asco que me daban ellos, me lo di yo, porque yo formaba parte de ellos. Y toda la porquería que estaba escondida y podrida salió de repente convertida en odio. Me vomité toda por dentro.
            `A mediados de enero pillé la primera depresión, y el resto del mes aguanté a base de medicamentos. En febrero estaba peor, y me dije que tenía que hacer algo, algo definitivo. Es curioso, la maldad es sencilla de comprender pero muy difícil de ejecutar si no tienes costumbre. Tuve que prepararme para ello, tuve que ejercitarme, pensar como una mala persona. ¿Te dije que leí unos cuantos libros sobre la guerra? Impresiona lo meticulosa que es la gente cuando se trata de hacer daño a los demás. Allí se dice que lo primero es crear un enemigo y lo último destruirlo de modo que jamás levante la cabeza. Y eso es lo que yo decidí hacer con mi marido. Estudiarlo en detalle para luego atacarlo y demolerlo. Fui como una espía infiltrada en mi propia vida. Observaba a Miguel y anotaba los pasos de la secuencia. Me observaba a mí misma, disimulando, haciendo de mí misma para que él no notara la diferencia, y también anotaba la secuencia. Ponía la tele, escogía los programas conflictivos, buscaba pelea para sacarle de quicio, y lo más ruin y malsano de sus reacciones quedaba registrado, así como las claves que disparaban la secuencia. Me obsesioné con las pautas. Sabía que no podía ganar, que todo sería perder, que después sería otra... pero de eso se trataba, ¿no?
            `Y por fin llegó el momento, en Semana Santa. Miguel estaba relajado, llevaba quince días de vacaciones tocándose las pelotas sin hacer otra cosa que beber los vermús que yo le servía. Ese día salió muy caluroso y tuve mucho cuidado en salar bien la comida para que se pusiera ciego a beber. A las nueve de la noche, su discurso era ya de lo más elocuente: Las mujeres sois la hostia, la extrema derecha natural, unas putas reaccionarias que domestican a los hombres, unas conejas que llenáis el mundo de muertos de hambre, y tú eres la peor. Después de ‘tú eres la peor’,  a mí me correspondía decir: Miguel, por favor, no bebas más. En vez de eso dije: No me faltes al respeto, y dejé una pausa, y añadí: Ten cuidado.  Al oír la amenaza se puso como cualquier hombre con dos copas y una única neurona. Como un diccionario de insultos. Fue entonces cuando me ofreció el cuello y, en vez de quedarme cortada, le dije que iba a la cocina a buscar hielo para el bourbon. Me puse el delantal, caminé por el pasillo de puntillas, me agaché detrás del sillón, y cuando Miguel se dio cuenta de mi presencia lo que vio fue una mujer vibrando descontrolada, con un manojo de puerros en una mano y un cuchillo cebollero en la otra. Y una cara de loca de mucho preocupar. Di un paso hacia él y entonces echó a correr. Llamó a la policía desde la casa de los vecinos y, cuando llegaron, yo parecía la virgen santísima haciendo purrusalda para cenar. La amante esposa preocupada por su marido borracho que no controla nada: gracias agentes por traérmelo a casa, son ustedes muy amables, ¿quieren una tapita? Así figura en el informe. Nadie me oyó amenazarlo, está pillado. Lo único que ahora queda por hacer, y para eso necesito tu ayuda, es pedirle al juez mucho más de lo razonable para mí. Las dos casas, los coches, todo, y luego ir renunciando a ello según avance el juicio, de modo que al final yo tenga lo mío y a la vez él se sienta satisfecho. Miguel es muy primario, debe creer que ha ganado y que hará un buen negocio librándose de una loca peligrosa como yo. De ese modo no le volveré a ver,  y después de lo que he hecho necesito esa garantía.  
 
                                                                         publicado en Revista Cantárida
 

martes, 7 de mayo de 2013

LOS PASOS INCIERTOS-Reseña

 

            Todos salimos del mar con la chorra corta. Un modo flagrante de comenzar una reseña sobre Los pasos inciertos de Kepa Murua. Pero un modo inevitable, pedido a gritos por el propio libro. ¿Un libro de memorias? Nuestra vida, si la narramos, siempre será una falsa novela. Y, si seguimos un diario, una mala novela. Si además nos desnudamos en ella, podemos pasar de nudista boludo haciendo exhibiciones a emprender, a la fuerza, el camino de la sabiduría. Lo increíble de Los pasos inciertos es que no haya censura. Que alguien tenga a estas alturas de la película el impudor de mostrarse a sí mismo. En pelota picada. Porque éstas son las memorias de un hombre, en un mundo de hombres, todos pagados de sí mismos, y muchos al borde de la dipsomanía o la simple tontería. Desde luego, si un autor novato lee este libro quema sus manuscritos y se va a ver los 4 Fantásticos al cine del barrio. El panorama editorial que aquí se refleja es desalentador. Pero, ¿y si no fuera nada de esto? Kepa Murua es cualquier cosa menos un bruto. De eso hay pruebas: una bibliografía intensa cargada de poesía. Kepa Murua sabe que Kepa Murua es un personaje. Lo ha creado él. No sabíamos con exactitud cómo lo había hecho y ahora nos ofrece una pista. Laberíntica, porque los hombres claros aman los laberintos. En doscientas y pico páginas asistimos a la demolición de un mito ancestral, el héroe, aquí llamado el Poeta metido a Editor, una paradoja que da lugar a la acción. ¿Por qué un poeta se mete a editor? Para suicidarse, qué duda cabe. Para enfangar su pureza en esa zona del retrete donde se arremolina el dinero. Money, Money. Y querer vivir de la literatura es para nuestro héroe como el Santo Grial: lo encuentre o no, le llevará toda la vida. En estas memorias, el personaje es como un insecto que ha caído en una trampa de arena. Se resiste a ser engullido, pero sólo por resistirse, hay muchas tentaciones, el aire huele a dinero, a pasta, mafiosa, y a cloro de piscina. Es sabido que todo escritor merece una piscina donde ahogarse. Duele, eso sí, saber que debajo hay una vida verdadera. Un ser de carne y hueso que sufrió mucho más de lo que sus palabras delatan. Que calla. No por los otros. Por prudencia hacia sí mismo. El héroe, a fin de cuentas, debe sobrevivir a sus circunstancias, y más cuando se nos han prometido otras cuatro entregas de esta saga de vampiros. Lo peor de todo es que habla de aquellos a quienes consideramos los Elegidos. De editores parecidos a proxenetas, de autores megalómanos y de vendedores que no saben ni lo que venden. Un desastre que pide ángeles con espadas flamígeras churruscando nuestras conciencias. Hay en el libro, sin embargo, algunas alegrías, como ese secundario impagable, el asesor del banco, que informa puntualmente, cual mensajero del  Olimpo, de lo cerca que está el héroe del abismo en todo momento. La ruina económica, la bancarrota, es un trasunto del Infierno. Libro interesante, pues, de un vasco, pues, en la corte de la vaga intelectualidad hispana. Un miembro de la inteligentzia, máximo escalafón, que sale como el Buda a conocer el mundo de la carne mortal. En la próxima entrega, el lector tiene derecho a especular cuando se trata de una saga, el Poeta metido a Editor demolerá su entorno por completo hasta alcanzar esa soledad mística que antecede a la gloria. O a la fama, depende de él. En cualquier caso, lo vertiginoso de la caída promete montaña rusa para rato. Valiente Kepa. Noble Kepa. Esclarecedor. “Pero no creo que los lectores lo comprendan”, como diría, montado  en su caballo de razón, el personaje central.
 
                                                                                      publicado en Espacio Luke
 
 

 

domingo, 5 de mayo de 2013

PÁGINAS DEL LIBRO DE LA MELANCOLÍA-Reseña


Páginas del libro de la melancolía de Fidel de Mier, por Francisco Taboada


Texto leído en la presentación de CASYC Santander 12 de abril 2013

 

            Vivimos tiempos muy duros que afectan al Todo y que se ensañan en especial con la cultura. Tiempos baratos para gente de rebajas. Individuos que, como dice el filósofo Giorgio Agamben, somos tratados igual que ganado, en una vida alimenticia, donde nos sirven plástico para comer. No es extraño que cuando hablamos parezcamos escasos, perdidos, desorientados. Hemos cometido el error de dejarnos rodear por palabras cargadas de desafecto, empobrecidas, estandarizadas, sin posibilidad de desarrollar su verdadera naturaleza. Y no hablo de las palabras olvidadas, muertas y abandonadas por falta de uso, sino de las palabras normales, nuestras palabras naturales, despojadas ahora casi por completo de significado. Palabras que de pronto se ha vuelto imperiosas, que solo conservan su utilidad más mezquina, el filo cortante, su carácter expeditivo. Palabras como pedradas. Por eso es bueno pedir Tiempo Muerto. Detenerse. Pararlo todo. Que se escuche hasta el crujido de la máquina.

             La poesía de Fidel de Mier tiene esa facultad. La de suspenderlo todo para reorganizar lo que de verdad importa. La de devolver a las palabras sus posibilidades, hacerlas libres e infinitas: que no suenen igual en diferentes cabezas. Su último libro, Palabras del libro de la melancolía, consigue ese propósito, desde el título, que en mi cabeza suena así: Paginas-Hojas, del Libro-Árbol, de la Melancolía-Tristeza. Páginas que buenamente han podido caer del árbol y se juntan en este libro siguiendo el desorden de la melancolía. Páginas que son una parte de un libro demasiado enorme, de proporciones imposibles, porque la melancolía es la poesía toda. La melancolía es el territorio natural del poeta. La melancolía es una fuente de sabiduría que procede de la anticipación del vacío de la muerte. La melancolía es la antorcha oscura que ilumina nuestro pensamiento común. Nuestra humanidad compartida. Lo dice Fidel de Mier en el primer poema, titulado Pórtico, un modo de comenzar el libro muy del gusto modernista, un saludo al lector antes de entrar en materia:

                                   Hicieron un gesto que sería llamado escritura.

 

                                   Como sobre el olvido,

                                   dejaron su huella sobre la nada.

 

                                   Poblaron de nombres las soledades del mundo.

            Con este poema nos invita a entrar en el recinto más ancestral. El poeta confiesa que viene de una casta que viene de lejos, anterior al recuerdo, y cuya aspiración era, y es, tan humilde y elevada como dejar huella sobre la nada. Pero a este recinto se entra en soledad. Y también nos pide, porque el tiempo estará detenido durante la lectura del libro, que seamos lectores maduros. Lectores despiertos, capaces de desprendernos de las cadenas de lo concreto y dispuestos a caminar sin otra compañía ni otro horizonte que las palabras. Pocas. Justas. Exactas. Una menos y no llega, una más y se pasa. Como un balizador del desierto que debe orientarnos con apenas un fogonazo de luz, pero sin malgastar el valor de cada una de las balizas. Dice Fidel:

                                   Breves son –como sueño- las palabras

                                   que escribo.

                                   Bastantes para el silencio.

            Hay sin duda una vocación de recogimiento. Una delimitación del recinto de la melancolía. Y, dentro del recinto, el patio interior que ya comenzamos a visitar. Van llegando las primeras palabras significativas. Es Otoño. Cae la Tarde. Se proclama la Tristeza. Las Manos se levantan para recoger los últimos frutos de la luz. Entonces pensamos en la Tarde. La tarde es la primera melancolía, la primigenia, la que originó la duda eterna de si volverá a amanecer mañana. Esa es la primera muerte –el primer reloj- que conoce el humano desde el día mismo de su nacimiento. Por tanto: Otoño, Hoja, Árbol, Muerte, Tiempo, son aquí nuestras palabras naturales, pero también van más allá del significado inmediato. Hay que recordar que en este recinto las palabras son más libres que en nuestra boca, no basta con decirlas para comprender su dimensión. Hay que sentir cada palabra no como un simple elemento, algo gramático, sintáctico, sino como una puerta que, dependiendo de quién la abra, conduce a un paisaje diferente. Porque si algo tienen aquí las palabras es capacidad de esclarecimiento. Y la luz que han escogido estas palabras para expresarse, la luz escogida por Fidel, es la luz del crepúsculo. Y al crepúsculo, se llega por la tristeza. La tristeza fértil del pensamiento al ocaso. La tristeza esencial:

                                   Alcé la mano

                                   a los frutos del árbol de la tristeza.

                                   Del árbol único.

            Nos encontramos por tanto con una poesía que buscando el despojamiento, llena todo el espacio. Podemos coger el poema como a un pájaro en la mano, y late. Esa vibración, ese latido, hace que uno sienta una sensación próxima a lo místico. No olvidemos, como decía Novalis,  que la poesía es la religión originaria de la humanidad. Es normal que sintamos respeto por lo ascético, lo elevado. Y se nota en este libro una tensión de fondo para no alejarse de esa elevación. En Páginas del libro de la melancolía apenas hay gente, como diría Dersu Usala, el Hombre Natural de Akira Kurosawa. Aquí apenas hay un pájaro, apenas un ciervo que pasa. Todos son símbolos, resonancias poéticas heredadas para adentrarse en la espesura, como dice en el Cantico Espiritual San Juan de la Cruz. Para llegar más hondo. Más lejos. Los místicos tenían el aspecto negativo de la renuncia, el desapego de todo lo humano para fundirse en la luz, pero también tenían el aspecto positivo, la mística clara, que nos habla del amor y de la necesidad de la presencia del objeto amado. El objeto amado es la vida. Amor a la vida del que pide vida real, porque la vida no es nada sin la vida. Hay que elevarse, pero no tanto como Ícaro. Ha de ser una elevación humana, con vocación de ser trasmitida. De este modo, mientras el tiempo exterior se interrumpe, el tiempo del poema se pone en marcha. Este es un regalo que nos hace Fidel para facilitarnos el camino:

                                   Húndete en el tiempo,

                                   como hace la luna,

                                   sin tocarlo.

            Este poema es de una nobleza digna de mención. Todo lo abre y todo lo cierra. Es como una ostra Gritando a Gritos que tiene una perla dentro. Después de leerlo hay que cerrar el libro, reflexionar, ir a tomar un poco el aire y continuar al día siguiente. O mejor, la noche siguiente.

            Este es un libro duro, y hermoso. Contiene muchos atardeceres, muchos otoños, y capas y capas de hojas acumuladas por los años. Sorprende comprobar cómo el poeta no se despista en ningún momento, incluso cuando se pone prosaico no se desvía del camino. El contraste de algunos poemas largos, con formato de prosa, sirve para acentuar aún más la claridad del propósito. Fidel es generoso, aquí lo da todo, hay una permanente sensación de acabamiento. Como si dijera: después de estos poemas ya no me queda nada más que decir. Se acabó. Todo está dicho. Si un libro de poemas no te deja esa sensación es que está incompleto, o el poeta se reserva, algo que destroza el tono cuando hablamos de melancolía.  Y digo el tono por no decir el alma. Porque la poesía es un estado. No es algo que haces sino un lugar al que llegas. Un lugar emocional, un sentir desbordante que se manifiesta en palabras, palabras imperfectas y limitadas como sus creadores, nosotros, los humanos. Un poeta vive la experiencia de las palabras, mete las manos en ellas, hace un cuenco de versos y nos da de beber. Lo humano es el objeto del amor del poeta. Aquí lo vemos, purificado al límite:

                                   Sé tú mi tiempo,

                                   mientras seas.

                                   Amor.

                                   Cuando no seas,

                                   sé tú mi nada.

            El amor lo contiene todo. El amor es sinónimo de vida. Y es el amor el que traza los círculos de nuestra existencia. Y en Páginas del libro de la melancolía, Fidel de Mier demuestra, si se puede utilizar en poesía este verbo, que no es necesario el amor de tempestades, que el amor se siente debajo de todo, sin necesidad de hacerle tantos aspavientos. Por eso en este libro Fidel de Mier no elude las palabras. No las tergiversa, ni las retuerce, ni hace exhibiciones. No se detiene en retóricas vanas, y logra la resonancia justa para crear múltiples significados. La polisemia dorada. Ya dijo Paul Klee que “lo visible es sólo un ejemplo de lo real”.

            En este libro un poeta confronta su vacío con nuestro vacío. Elabora verso a verso otra realidad, y de este modo  le añade a nuestra realidad una mejora. Eso es lo que tenemos que agradecerle. Si en su poemario titulado VERSO, Fidel de Mier, por medio de anáforas, repeticiones con vocación de canto, nos mostraba su voz personal, lanzada al viento, en Páginas del libro de la melancolía nos ofrece su interior que, al ser tan humano, pensamos con razón que nos pertenece. Esta poesía ya es nuestra. Y aquí está la firma de su autor:

                                   Pájaro

                                   en el árbol ya casi desnudo del otoño.

                                   Pronuncio

                                   una hoja que cae.

No se puede decir más. Gracias Fidel por este gran libro.
 
                                                                              publicado en la Revista Cantárida
 
 

 

jueves, 2 de mayo de 2013

PELIGRO: ZONA NATURAL



En estos momentos el sol toca con su esfera naranja la línea del horizonte y comienza a teñirse de rojo. La calina del día abrasador asciende empujada por un viento invisible, se deshilacha y gira enloquecida hasta formar una ilusión que recuerda al planeta Júpiter. Es tan imponente que resulta estremecedor. Un peligro natural.
            Hace un atardecer demasiado hermoso, de grado nueve en la escala de Stendhal. Tenemos doscientos chicos extendidos por la playa. Los cuidadores tocamos nuestros silbatos y se ponen los cascos protectores. Les pedimos que sigan escrupulosamente la plantilla de pensamiento. La mirada no debe arrastrar a la mente, es preferible grabar la realidad para su visionado posterior. Pero el nivel de obediencia del grupo es muy bajo y podemos tener problemas. Los cuidadores nos subimos a las rocas para extremar la vigilancia. Hay arena lijadora en el aire.
            Desde que son unos niños, los adiestramos para que confíen en los instrumentos. Sus juegos, sus estudios, la programación televisiva está saturada de ejemplos dramáticos que inclinan la balanza a favor de nuestros medidores artificiales y en contra de los limitados sentidos humanos. La vista engaña, el gusto depende en exceso del olfato, tan mermado por la contaminación; el tacto no sirve con guantes y el oído va casi siempre con cascos. No nos cansamos de repetirles que los instrumentos son más fiables que la realidad, pero siempre hay chicos torpes, desconfiados, que quieren ver las cosas por sí mismos. Se conforman con la capa superficial, con el instante. Renuncian a controlar el tiempo. Lo que no graben con el casco no podrán volver a verlo, ni analizarlo, ni profundizar en ello… Son chicos anacrónicos con mentes antiguas.  
            El sol está a punto de ocultarse. El viento invisible aumenta su intensidad, silba con fuerza, agita la arena lijadora y se producen algunas interferencias. Un grupo numeroso de chicos abandona el cordón de seguridad y se encamina  hacia la niebla. Como están cerca de mi sector, bajo corriendo desde las rocas y, de camino, se me unen otros dos cuidadores. Casi todos los chicos descarriados presienten el peligro y golpean con los puños sus cascos y se detienen. Sólo uno sigue adelante. Acelera el paso mientras forcejea con su casco hasta quitárselo. La arena lijadora lo ciega, crea una franja a su alrededor y el viento invisible la hace girar. Los cuidadores nos detenemos a unos metros de distancia, obligados por la Normativa. Nada se puede hacer ya. Hay que dejarlo solo.
            De regreso a las rocas, el tiempo empeora y los demás cuidadores se ponen el casco. Yo me demoro en hacerlo para observar la escena. El chico se ha quitado la ropa, pasea desnudo emitiendo débiles gemidos. La niebla se ha espesado y la arena lijadora es cada vez más compacta. El tiempo acelera su curso y puedo ver ante mis propios ojos cómo, en cuestión de minutos, el chico es borrado sin contemplaciones. No queda de él ni el silencio. Un pitido del casco me indica la conveniencia de ponérmelo para protegerme emocionalmente. Obedezco. Quizá debería sentir algo.
 
                                                                                          publicado en Espacio Luke