martes, 30 de diciembre de 2014

REGRESO DE LA MEMORIA


 
           Es lamentable que nosotros, campesinos amantes de la tierra, forzados por las adversas circunstancias, hayamos terminado esperando con ilusión la llegada de la sequía. Aunque nuestras cosechas, lo poco que podemos sacar de los exiguos terrenos donados por el gobierno, se marchiten bajo el sol ardiente, esperando una lluvia que no llega, no podemos evitar alegrarnos. Y cuanto más pertinaz es la sequía más aumenta nuestro gozo. Si no llueve  no hay arroyos, los ríos bajan lamiendo las piedras y dejándose la sustancia en el camino, la humedad desaparece del ambiente y, entonces, el pantano comienza a retroceder. Cuando esto sucede, nos trasladamos a la orilla y allí ponemos nuestras tiendas de campaña, preparamos la fiesta y nos sentamos a esperar.

            El pantano suele retroceder muy deprisa. La alarma provocada por la sequía hace que la gente, allá lejos, en la ciudad donde viven nuestros hijos, sienta un apetito voraz de agua y los efectos en el pantano se dejan sentir de inmediato. Una mañana, de pronto, alguien avista la punta del pararrayos surgiendo de entre las aguas y ésa es la señal para el inicio del festejo. Se sirven bebidas, se prepara comida y la gente va sacando de los baúles sus mejores galas. Todavía pasarán varios días hasta que logremos ver el campanario de nuestra iglesia, tal vez dos o tres semanas hasta que podamos caminar de nuevo por nuestro pueblo, pero tenemos paciencia porque es una oportunidad que quizá no se repita en una década. Somos viejos y para muchos puede ser la última vez.

            Merece la pena esperar porque al bajar las aguas la vida vuelve a tener sentido. Los caminos absurdos que ahora terminan ahogados en el pantano recuperan de repente su utilidad, nos conducen en direcciones posibles, vivas, y recobran sus nombres propios sin que los preceda el título "antiguo camino de..." Muchos preferirían que se arrancaran de cuajo las piedras y el asfalto, que el pueblo se demoliera para ayudar al olvido, y así no pasarían tanta vergüenza. Pero todo vuelve a resurgir, aunque lleno de barro, recordándonos que ese cieno sepulta  nuestro miedo, el valor que no tuvimos para enfrentarnos al gobierno, y también funciona como una metáfora de la podredumbre que generan las decisiones de los gobernantes sobre sus débiles súbditos, que no tiene otro remedio que acatar sus órdenes. Y cuando el cieno se seca, viene el polvo, y el polvo siempre te arrastra hacia el pasado.

            Si la sequía es determinante, al fin podemos caminar en dirección al pueblo y solazarnos en la memoria. La iglesia, las casas, las cercas de piedra, algunos aperos de labranza, todo está allí como lo dejamos. Sin embargo el agua no es como el viento, que borra las cosas ráfaga a ráfaga y atrapa en sus remolinos las voces y puede convertir un pueblo deshabitado en un pueblo de fantasmas. El agua el lenta y silenciosa, sepulta los objetos en tu ausencia, no eres un pez para presenciarlo, y cuando te vuelves a encontrar con tu pueblo te niegas a reconocerlo. Si evoca recuerdos es porque los llevas encima, porque su poder de evocación es casi nulo. No quiero decir que la presencia física del pueblo no suscite la aparición de pasajes de la memoria que no recuperaríamos si el pueblo hubiera desaparecido, no, no es eso, ocurre que todo está teñido del color del lodo y hay que arañar ese lodo para llegar a la substancia de cada lugar. Eso requiere bastante esfuerzo, no físico, ya que no limpiamos el pueblo, sino esfuerzo mental. Tan duro como desenterrar personas. Por eso cada vez que el pueblo emerge de las aguas es mayor la sensación de estar presenciando un pasado amortajado e inasequible. Una batalla perdida. Somos de aire, el agua nos echó de nuestras tierras.

            Supongo que hubiéramos preferido un pueblo en ruinas y que el tiempo y las lagartijas lo borraran ante nuestros propios ojos. Pero nuestro pueblo se mantiene en conserva, como dormido, y es insólito que pueda sobrevivir a nuestra memoria. Se puede cimentar una leyenda en base a un pueblo desaparecido, porque son necesarias las contradicciones y los diferentes puntos de vista de los que forjan ese mito, pero no se puede hacer nada cuando la leyenda sale de las aguas para llamarte mentiroso. No puedes ni desvirtuar los recuerdos a tu antojo, así nadie se atreve a contar nada, espera a que sus oyentes puedan verlo con sus propios ojos, y de esta forma todo se olvida y el pueblo se muere mucho más rápido que si se lo hubiera tragado la tierra. De ahí nuestro rencor y nuestra furia.

            Los pantanos son falsos y dañan el alma. A nosotros éste nos arruinó la vida. Nos robó nuestras casas, nuestros campos, nuestra iglesia, el paisaje de la infancia, los árboles de los enamorados, las tumbas de nuestros muertos… Por eso, el último día de la fiesta, cuando vuelve la lluvia y las aguas comienzan a subir de nuevo, sacamos los palos. Nos reunimos todos en la plaza y, después de la bendición del cura, nos liamos a garrotazos los unos con los otros. Sin ley y con saña, como merecemos, hasta que ninguno queda en pie.  Hay mucha sangre, huesos rotos, y algún herido grave que morirá en el invierno. Uno menos, decimos. Cuanto antes acabemos, mejor.

 
publicado en Revista Cantárida
 

miércoles, 17 de diciembre de 2014

FRISONAS EN EL JARDÍN-La cosecha

 

Mientras echaba la siesta en el jardín, un petirrojo vino a beber al cenicero y murió nicotinizado. Estaba tieso junto al paquete de tabaco, tenía una pata levantada, como si estuviera pidiendo un último cigarrillo. Fui a enterrarlo en la jardinera grande, la que tengo junto al muro, pero me dio mucho asco porque estaba llena de babosas todavía vivas que se retorcían entre los granos azules del veneno de los caracoles. Entonces vi una topera reciente, ensanché la boca con la mano, enterré al petirrojo, y de paso le cambié la pila gastada al ahuyentador ultrasónico de topos. En lo alto de la loma se escuchó un cencerro ancestral: tolón. Luego otros tres tolones, perfectamente sincronizados. Eran las cuatro de la tarde.

A eso de las seis, cuando estaba fumigando el jardín con veneno selectivo de hoja ancha, llegaron a la puerta de mi casa las frisonas. Aparcaron a lo largo de la cerca, en doble fila. Esperé los cinco minutos acordados, para ver si se estaban quietas, y luego les abrí la cancela. Entraron primero las de una fila y detrás las de la otra, con medio metro exacto de separación entre ellas. Recorrieron juntas el perímetro del jardín y luego se quedaron dos vacas en cada punto cardinal. Estuvieron de perfil un rato, marcando postura, y a continuación se pusieron todas a la vez mirando hacia la casa. Quedaban perfectas: una rosa de los vientos al estilo rural. Como aquello sólo era un ensayo, transcurridos un par de minutos levanté el brazo y lo hice girar en el aire. Claudio me estaba vigilando desde la loma con los prismáticos, recibió la señal, emitió la orden con el aparato y las vacas se reagruparon al instante. Luego abandonaron la propiedad, ordenadamente. Llegaron al borde de la carretera, esperaron delante del paso de cebra y, cuando los coches dejaron un hueco, cruzaron con rapidez, empujándose unas a otras como colegialas. Sonreí. Me parecieron graciosas, hermosas… ¡el futuro!

  Estoy encantado, ya se lo he dicho a Claudio. La boda de mi hija Rosa merece lo mejor, y de todo lo contratado por un dineral que no puedo ni declarar lo suyo con las frisonas es lo que voy a pagar más a gusto. Va a ser la sensación de la fiesta: vacas radio controladas. Y de paso le daré en los morros a Agustín por llamarme palurdo caótico. Todavía va diciendo por ahí que mi hija pescó a su hijo, y fastidiando con eso de que su almacén de construcción le da cien mil vueltas a mi granja. Es un chulo miserable, en plena crisis no vende un saco de cemento pero no falta al vermut de los domingos. Quiero que vea, que compruebe de cerca, lo que es la tecnología aplicada a la vaca. ¡Aplicada, albañil! Ese tipo se piensa que todavía vamos por ahí interrumpiendo el tráfico con nuestro ganado. Él tiene cuatro ordenadores en la oficina de su almacenucho y cree que nosotros no hemos modernizado a nuestros animales. Tenemos las vacas monitorizadas, las manejamos a distancia. Hacen lo que queremos, como queremos, cuando queremos, todo inalámbrico, onda corta, GPS. Pero si ahora están cambiando las campanas de la iglesia y mientras duran los arreglos hasta el cura le ha confiado la señal horaria a Claudio. Tres meses ya y ni un solo fallo. Un reloj con toques de cencerro. En fin.

Cuando pienso que mi Rosa se va a casar con el hijo de ese depredador... Yo soy Peatón Costas, el alcalde, yo he cambiado Cifuentes y tengo ganadería puntera, y él no es más que vendedor de arena y cemento. Por culpa de la avaricia de tipos como ése, esta región está sembrada de chalés. Casitas de juguete que quieren imitar lo tradicional pero en realidad nos insultan a todos. Sobra hormigón y faltan frisonas. El futuro está en la vaca. Para vivir en esta tierra hay que tener estiércol en el alma. Dios, se me enciende la sangre: voy a perder a mi Rosa... Debo pensar en otra cosa. Debo centrarme.

Hay halcones en el aire, y también he visto un gavilán y un aguilucho, creo que son demasiados pajarracos encima de la boda. La niña quiere decir el Sí y que lancemos a su espalda brazadas de palomas. Un capricho que dice mucho de su clase. Yo hubiera lanzado gallinas albinas, de las que cría Fulgencio, pero la que se casa es ella. Si quiere palomas blancas las tendrá, y podrán volar sin ser molestadas. Menos mal que ayer compré munición para la escopeta. Hay que limpiar el cielo.


 
en La cosecha, pag. 69
 

jueves, 11 de diciembre de 2014

MODUS OPERANDI en Espacio Luke


 
            Mi ensalada lleva rúcula, espárragos y pasas de Corinto. No es nada excepcional, pero utilizo como aliño una porción de queso de cabra diluido en vinagre de Módena y así el plato adquiere una potencia sorpresa. Será difícil ganar el concurso, he visto a mi vecino manejar aguacates como un malabarista, aunque espero llamar la atención y que se hable de mi plato. Hablar es lo único que importa, pasar las estrechas vacaciones comunicándose con personas sensibles e inteligentes que saben sacarle el jugo a la vida. Los que sabemos, por ejemplo, que este domingo las fiestas patronales atraerán demasiada gente a la isla y conviene buscarse una actividad privada lejos del bullicio. Un grupo de apartamentos como éste, con aire acondicionado que funciona y piscina de dos cuerpos, es el lugar ideal para disfrutar de esos placeres sencillos, siempre que no venga un imbécil a fastidiarlo.  

            Es la una y cuarto, quince familias llevamos media mañana preparando nuestras ensaladas de exhibición y el energúmeno del apartamento Siete sigue tirado en su tumbona roncando a pierna suelta. Lo de este tipo es increíble, llegó casi al amanecer, cantando como un coyote, tuvo un bronca con su mujer, que estaba en la cama, lo echó a la calle, y ahí se tiró a dormir la mona. Ella se marchó a primera hora y no se molestó ni en mirarle. No es que se avergüence, es de su misma catadura, pero al menos no le enseñó el dedo medio y le dijo palabra por palabra, vocalizando, Que te den mucho por el culo, como lleva diciendo desde hace ya nueve días. Son gente ordinaria, insufrible. Hay muchas quejas. El responsable de la agencias de viajes tendrá que dar algunas explicaciones.

            Desde que llegaron ya se veía que iban a causar problemas. Estaban demasiado gordos, vestían demasiado hortera, hablaban demasiado alto, hacían demasiados gestos, decían demasiados tacos,  y todo el rato se estaban atacando, como dos incultos que se han creído lo de la lucha de sexos.  En un solo día ya tenían cosas suyas tiradas por todas partes. Se hicieron los dueños de la piscina a base de mala educación. Ella se lanzaba siempre a lo bomba, se le salían las tetas del paracaídas que lleva como sujetador,  y se las guardaba diciendo Que no mire nadie. Él nadaba a lo tarzán, antes de que Tarzán aprendiera a nadar, desalojando agua de la piscina, con un braceo enérgico y un pataleo desesperado totalmente ineficaces ya que no avanzaba nada. Viéndolos, daba lástima de las focas en cautividad. Al día siguiente a su llegada, la mayoría nos fuimos a leer a la playa. Y al siguiente, a primera hora, se presentaron las primeras quejas en recepción. La respuesta llegó a las diez de la mañana, cuando el Director les llamó al orden en su apartamento, del que salió una voz: Mis cojones y otra: Que les den por culo a esos estirados de mierda. A continuación, él salió y comenzó a caminar con energía alrededor de la piscina. Llevaba una mirada feroz, asesina, que recorría terrazas y balcones como buscando alguna actitud crítica que le permitiera desplegar y justificar cualquier tipo de acto violento. Con los puños cerrados. Los dientes apretados. Como nadie se atrevió a salir, regresó a su apartamento, abrió todas las ventanas que daban a la piscina y puso la música a tope. Era una música digna de Guantánamo, tan estridente y brutal, tan a mala idea, y tan descoordinada en su selección, que los oídos eran sometidos a un continuo sobresalto sonoro que dañaba hasta la conciencia. A mediodía, ella apagó la música y él se fue. Volvió a las dos, con dos pollos asados, y se comió uno sentado junto a la piscina, con las manos, directamente de la bandeja y tirándole los huesos a ella, que se zampaba en la cocina el otro pollo y le lanzaba por la ventana los huesos a él, como trogloditas enamorados.

            El caso es que sus ronquidos nos están fastidiando el concurso de ensaladas, y su mujer no regresa, y tal vez no lo haga, cerca de la playa hay hamburgueserías cada veinte metros y puede quedar varada en la arena hasta el atardecer. Hace un sol de venganza, nuestras creaciones culinarias descansan ahora en las neveras y algunos hacemos un conclave para decidir sobre el gordo de la tumbona. Apenas nos reunimos y el tipo deja de roncar. Comienza un cabeceo al principio acelerado pero poco a poco más lento, como si luchara por despertarse y al final desistiera. Tiene un color rojo intenso, como el paquete de tabaco arrugado que yace a sus pies. A la hora del almuerzo, reina una calma paradisíaca y se escuchan de nuevo en los apartamentos risas de niños, risitas de enamorados y comedidas carcajadas de amigotes. De vez en cuando, uno que otro todos miramos hacia la tumbona y con gestos nos vamos indicando el grado de cangreja que está pillando el animal dormido. Y sucede, sí señor.

            A las tres en punto soy proclamado ganador del concurso de ensaladas. No hay duda de que el sabor se ha impuesto a la presentación. Nos sacamos una foto de grupo, sonrientes, rodeados de nuestros platos artísticos y deliciosos. Alguien observa que el gordo ha pasado de rojo paquete de tabaco a rojo cereza madura. A las cuatro ya está un poco morado. A las cinco cruza por allí el recepcionista, lo zarandea, y corre a llamar a una ambulancia. Hay unos minutos de desconcierto, y tal, pero yo no puedo permitir que un gordo a la plancha se lleve el protagonismo e informo al personal de que tengo enfriando dos botellas de champán para celebrar mi éxito. Es curioso, todos tienen dos botellas a enfriar. Somos unos optimistas.

 
                                                            publicado en Espacio Luke

viernes, 5 de diciembre de 2014

EL LADRILLAZO-La cosecha


             Benito caminaba por la alameda con las manos embutidas en las mangas de la camisa. Su paso era resuelto, vivaz, y la expresión de su cara hablaba de una ilusión, una esperanza, tal vez una cita. De pronto, se escuchó un siseo que se convirtió en ladrillo y le acertó de lleno en la cabeza.

            Benito cayó al suelo, se llevó las manos a la cabeza y entre los dedos comenzó a salir la sangre a borbotones. Varias personas corrieron hacia él, pero se detuvieron a su lado sin decidirse a actuar. Se cruzaron algunos comentarios y exclamaciones de horror. Una mujer palideció y estuvo a punto de desmayarse. La sangre comenzó a formar un charco de considerables dimensiones. Ahora, todas las miradas se dirigieron hacia el ladrillo.

             ¿Quién ha sido?, pregunté yo, que iba impecablemente vestido, con una bolsa de deporte que no encajaba para nada con mi estilo.

             ¿Quién ha sido?, repetí, y la pregunta corrió de boca en boca y docenas de ojos otearon la alameda infructuosamente. No había nadie a la vista que demostrara con su actitud ser el culpable. Era evidente que el responsable había abandonado la escena. Sin embargo, toda la gente de la alameda estaba ahora rodeando a Benito, inmóvil en el suelo, y los murmullos dijeron que no se había visto a nadie alejándose de la zona, ni corriendo... Además, un simple vistazo al ladrillo dejaba claro que no pertenecía a los elementos constitutivos de la alameda. Tampoco había obras o reparaciones a la vista, luego el agresor lo había traído de otro lugar y, probablemente, con la intención de convertirlo en arma arrojadiza. Hubo un entornamiento general en las miradas, recelo, escrutinio avieso, y cada cual intentó imprimir en su cara los signos de la inocencia mientras buscaba en los de los demás los de la culpabilidad.

            ¿Quién ha sido?, volví a preguntar, y en esta ocasión mis palabras iban dirigidas a los presentes. Todos comprendieron que el culpable era uno de ellos. Nadie se atrevía a moverse, no fuera que los demás interpretaran sus movimientos como el inicio de una huida. Se hizo un silencio apropiado y, durante unos instantes, por el mero hecho de ser sospechosos todos parecieron compartir la culpa.

            ¿Qué pasa, mamá?, preguntó una niña tirándole de la falda a una mujer obesa que no apartaba la mirada del creciente charco de sangre y olisqueaba el aire como si intentara acordarse de algo.

            ¿Habrá que llamar a una ambulancia, no?, dijo un joven. Y a la policía, añadió una mujer.

            Yo me agaché, separé la mano ensangrentada de la cabeza de Benito, le tomé el pulso y solté inmediatamente la mano, que golpeó contra el suelo y dejó caer un medallón con una C pequeña encerrada en un círculo.

             Está muerto, dije.

            Como si acabara de mencionar el sida, la gente se dispersó en todas direcciones sin preocuparse de volver la vista atrás. En menos de dos minutos la escena quedó desierta.

             Sólo yo permanecí junto al cadáver, como si meditara petrificado. Luego, me sacudí un polvo invisible de encima de los hombros, dejé la bolsa de deporte en el suelo, la abrí y saqué una toalla blanca. Giré la cabeza en todas direcciones y, cuando me aseguré de que nadie observaba mis actos, golpeé suavemente el cuerpo de Benito con el dorso del zapato y le tiré la toalla encima.

            —¿Cuántas veces más tendremos que repetirlo para que lo comprendas, hijo?

            Benito me miró con ojos apagados. Pero no dijo nada. Sollozaba su última rabieta abrazado al ladrillo de cartón.

 
                                               de La cosecha, pag. 149

viernes, 28 de noviembre de 2014

CEBO DE ANTOJO en Photowriting de Paula Arbide


    Estaba harto de oír la misma historia. Sus padres eran unos románticos empalagosos y a la menor oportunidad le daban alas al amor contando con detalle los preámbulos de su nacimiento.  En su primera cita habían ido a ver “En el estanque dorado” porque a Ella le gustaba Henry Fonda, y a la salida del cine, para impresionarla, Él le dijo que pescaba, que luego soltaba a los peces y que conocía uno tan viejo como la mítica trucha Walter que aparecía en la película. No es verdad, le dijo ella, picando el anzuelo, y al día siguiente estaban los dos apretados en una barca en mitad del pantano. Cebaron el agua con pan untado en mantequilla y Él lanzó el sedal sólo con la cucharilla reluciente. Minutos después apareció un lucio de medio metro que con su boca de pato se merendó el pan y luego jugó con la cucharilla como si supiera que no corría peligro. Y entonces se acercó hasta la barca, le contaba su madre, y pudimos tocar su lomo y ver la marca que tenía en la cabeza, y después naciste tú y, como tenías en la pierna un antojo igualito, te pusimos de nombre Lucio. A él esta historia le parecía un cuento, y el amor una horterada.

     Lucio cumplió diecinueve años hace dos meses. Hace uno se enamoró como un tonto de un compañero de su clase, que le corresponde como un bobo, y se cogen de la mano y se besan como idiotas, hasta marearse. No se lo creen ni ellos, y quieren comprometerse. Por eso han ido este hermoso atardecer al pantano, Lucio ha lanzado el sedal sólo con la cucharilla y se ha remangado el pantalón corto para utilizar como cebo su antojo. Y espera que acuda el pez a certificar su amor. Y su novio, sentado en la orilla, está mirando en internet y dice que un lucio puede medir hasta un metro ochenta y vivir más de treinta años. Luego es posible.

 

martes, 25 de noviembre de 2014

EL BUSCADOR DE ESPEJOS-La cosecha


Empiezo a estar viejo y tengo vértigo. Mis socios lo saben y cuando cambiamos de obra procuran allanarme el camino, alejan de mí los obstáculos para protegerme y de paso no dar mala imagen ante los clientes. Nadie quiere encima de su tejado un instalador de paneles solares que mira a un vacio de diez metros como si estuviera en lo alto del Himalaya, y menos si ha olvidado sacar el permiso en el ayuntamiento. Tengo vértigo, pero lo extraño es que no me dan miedo las alturas. Dice Quelo, el fontanero del equipo, que quizá no tengo miedo a caer sino ganas de saltar. Espero que no esté en lo cierto, por si acaso me encargo de la parte superior de los paneles, lejos del canalón, como decimos nosotros.

Todo esto comenzó por tener ojos, hará cosa de un año, durante una temporada muy estresante en la que dormía fatal. Demasiados clientes pero mal pagadores, había que estar todo el día detrás de ellos, y encima aguantando sus impertinencias y malas caras, como si la deuda fuera nuestra. Yo tengo mucha labia, sé calar a los listos, casi siempre me tocaba a mí dar la cara ante los morosos. Sólo mido un metro sesenta y soy flaquito, de modo que no les podía cobrar por la fuerza y prácticamente los hipnotizaba. Miraba con intensidad a los ojos de la gente, entraba a través de ellos en su economía y acertaba su saldo mejor que un cajero automático. Me gustaban sobre todo las conversaciones tensas, crudas, en las que flotaba la amenaza de denuncia, pero empleando siempre palabras de seda hasta minarles la moral y lograr que al menos me fueran pagando a plazos. Sin embargo, perdía demasiado tiempo charlando, se me iba lo comido por lo servido, no soy un ejecutivo, y exponerme a la mezquindad de algunos morosos forrados de pasta terminó desequilibrando mi mirada.

Un día cometí el error de analizar a un cliente desde lo alto de un tejado. Nos miraba desde abajo con ojos inquietos y me daba mala espina. No nos va a pagar, le había dicho a Esteban antes de desembalar los paneles y bajarlos de la furgoneta, pero esa misma semana nos llegaba una letra de la lonja nueva y tampoco teníamos otra opción. Así que subimos los tres al tejado y, según estábamos poniendo los anclajes, volví a mirar al tipo aquél. Sus ojos reflejaron un momento el sol y, a pesar de la distancia, pude verme a mí mismo perfilado en el fondo de sus pupilas. Moví una mano en el aire para ver si era yo y el reflejo me lo confirmó. Me asusté. Por vez primera en mi vida eché mano del cinturón de seguridad y me sujeté a la cumbre. Quelo se rió porque pensaba que era una broma, para tomar el pelo al cliente y que se quitará de debajo. Pero yo estaba temblando, había dejado de ver el volumen de las cosas y cuanto más miraba aquellos ojos como espejos más me aferraba a las tejas. Comencé a marearme y tuve que bajar. Una vez en el suelo, todas las miradas, incluso las de mis socios, me hacían daño. No veía sus ojos, sólo mi reflejo en ellos. Y no lo podía soportar.

Hay que asumirlo con entereza, en tiempos de crisis los hombres con defectos somos los primeros en caer. Ahora que me dan vértigo las alturas, y más aún la mirada de la gente, no le sirvo de nada a la empresa. Esteban y Quelo deben buscar un nuevo socio para sustituirme. No soy rentable, doy demasiados problemas, así se lo he dicho esta mañana, sentado bien firme sobre la cumbre de un chalet. Tenía un frío espantoso, podía ver las capas de aire barriendo mi cara.   Deberías saltar, Fernando, no tengas miedo me ha dicho Quelo. Esteban ha protestado con un joder, pero Quelo ha seguido: No me refiero al tejado,  sino a la vida. Con lo que saques de esta empresa, cómprate una barca. La barca de la que tanto hablas. Tú naciste cerca del puerto, ¿no? En el Puerto Nuevo todavía hay trabajo. Y peces. No tendrás que mirar a los ojos de la gente, el mar es un espejo,  luego ha hecho un silencio y ha repetido: el mar es un espejo. Esteban y yo hemos asentido con la cabeza, sin dudarlo. Luego hemos sonreído los tres, levemente. Quelo ya sabe hablar y convencer, me sustituye con los clientes desde que sufrí el primer vértigo, tiene un estilo diferente al mío, los asusta con sus vaguedades mentales pero es eficaz. El tema de la venta lo dejo en vuestras manos, les he dicho, agarrándome al aire, y me han ayudado a bajar del tejado. En un instante he recuperado el color, la sangre ha vuelto a circular. Ahora te toca cambiar de vida, ha dicho Quelo, seguir adelante y desembocar en el mar.
 
                                      de La cosecha, pag. 141
 

jueves, 20 de noviembre de 2014

LOS MECANISMOS DEL ODIO-La cosecha


Ya son las cuatro de la tarde. Tengo que tomar una decisión. Dentro de unos instantes María Soto aparecerá por el fondo del atajo, se colará en mi casa y me desgraciará la vida. Seré el amante ocasional de una de las mujeres más guapas que he conocido. Hará conmigo lo que quiera hasta que todo termine, como terminan siempre estas cosas, en desastre. O muerto o en la cárcel. Y no quiero. Me niego. Me queda media hora escasa para llamar a la Guardia Civil, o a la Policía, no lo sé muy bien, debe ser cuestión de competencias, porque la asesina y su víctima viven en este pueblo pero el muerto está en el depósito de cadáveres de la ciudad. Y no es una coña metafísica. Si no llamo ahora mismo para comunicarlo, me convertiré en cómplice y víctima. Han pasado varias horas desde el asesinato, no debí regresar a casa. Estos momentos de peligrosa indecisión le pertenecen a esa mujer enferma.

Cuando mi abuela Amelia me dejó como herencia en vida esta finca, y una renta modesta, ya me advirtió que tuviera cuidado con el tiempo libre. No hacer nada te ablanda, y si careces de aficiones absorbentes acabas considerando la vida como un juguete muy caro cuya única finalidad es mitigar el aburrimiento. De no haber pasado las horas muertas mirando por el ventanal, no hubiera visto a María Soto en el atajo que cruza esta propiedad, un camino curioso que los vecinos tomaron por la fuerza hace cien años, para no perder el tren, y que ahora es privado de uso público. Desde mi traslado no había visto a nadie por allí, hoy en día todo el mundo tiene coche, y por eso me llamó la atención que ella comenzara a utilizarlo a diario.  Yo la conocía, cómo evitarlo, es una mujer de bandera, llama la atención en todo Cifuentes. Durante un par de semanas, la vi pasar a la misma hora, casi corriendo. Cogía el tren  siempre en el último momento, como si evitara encontrarse con alguien. Decidí seguirla, por pura desidia, no tenía nada mejor que hacer. Separarme de Marina, tener a mis hijos lejos y una larga temporada en el paro, me habían dejado débil, como sin carácter.

Una mañana cogí el mismo tren que María Soto, pero cuidando de ir en diferente vagón. Nos bajamos en la ciudad junto a los demás viajeros. María caminó sin detenerse desde la estación hasta la plaza del Ayuntamiento, se sentó en un banco y permaneció allí dos horas. Yo la vigilaba desde una cafetería cercana. Ella buscaba personas, en concreto hombres, con ansia en la mirada, y después regresaba al pueblo. Repetimos esa operación durante más de una semana, siempre con idéntico resultado, hasta que un día ella siguió a un hombre fuerte y desgarbado, con rasgos campesinos pero sin serlo. Le seguimos a una distancia prudencial durante horas. Al final el hombre regresó a la plaza, entró en un parking, y ella apuntó la matrícula de su coche. María trabaja en una gestoría del pueblo, supongo que hizo sus averiguaciones, y a partir de entonces cambiamos los horarios. En días sucesivos, coincidimos con el hombre en un bar cercano a su trabajo, en la plaza que había junto al portal de su casa, en su tienda habitual, y en poco tiempo nos movíamos por los lugares que él solía frecuentar. A esas alturas, María ya debía saber que yo la vigilaba, vigilar a otro te vuelve vigilante, y pensé que sólo quería un testigo. Por morbo.

 Esa misma semana coincidí con su marido en un acto social en el pueblo. Ya lo conocía pero no había reparado en él, y ahora me llamó la atención su enorme parecido con el hombre al que seguíamos. Al verlo más tarde junto a María, era evidente que al matrimonio le iba fatal, habían llegado al odio sin disimulos. Él le hablaba con desprecio, y ella tenía un mecanismo automático de afirmación: le decía que sí a todo, y si era que no, de entrada también asentía. Me disgustó aquel hombre, lo confieso, y las dos semanas siguientes participé calladamente con María en aquella sutil venganza, en el establecimiento de las rutinas de aquel extraño de la ciudad.

Juro por lo más sagrado que pensé que como mucho se liaría con él. Que engañaría a su marido con otro, idéntico, pero otro. No niego que pensé beneficiarme de ello, pero juro que no lo sabía. No sabía, hasta hace tan solo dos horas, cuando por fin María iba a tomar contacto con aquel hombre, convencido de que en la pesada bolsa llevaba preparada alguna disculpa para facilitar el acercamiento, que ella sacaría una piedra enorme, le hundiría la cabeza y seguiría caminando tan tranquila. Me sentí tan… sorprendido, tan aterrorizado, que no supe hacer otra cosa que seguirla. Cuando pasé junto al cuerpo ensangrentado todavía se movía, pude ayudarle pero no lo hice, yo sólo quería preguntarle a María porqué, y cuando arrojó la piedra a la ría porqué, por qué me había implicado en semejante barbaridad. Yo sólo estaba mirando, era simple curiosidad. Sin embargo, regresé a este maldito pueblo en el mismo tren que ella. El uno sentado al lado del otro. En silencio, muy cerca. Y aquí estoy, encerrado en mi casa, esperando lo que sea. Debería marcharme de Cifuentes y no regresar jamás. Pero estoy excitado, encoñado, estoy perdido. Y María ya sabe que no tengo fuerza de voluntad.
 
                                                   de La cosecha, pag. 125

domingo, 16 de noviembre de 2014

UN CHICO SUBIDO A UNA PIEDRA-La cosecha


Siempre pensé que eras tonto, pero no imaginaba que lo fueras tanto.

Esta frase ocurrente y lapidaria se la dijo el profesor de matemáticas a Fermín en tercero de la ESO. Delante de toda la clase, entregándole con desprecio un examen que los demás habían superado con sobresaliente mientras que él no llegaba ni al cero. De hecho había batido un récord, tenía nueve puntos negativos. Al día siguiente, Fermín abandonó el instituto y se subió a una piedra.

La piedra de Fermín no era muy grande, apenas levantaba cuatro dedos del suelo. Tenía forma  rectangular y en ella sólo cabían los dos pies, si estaban juntos. Mantener el equilibrio sobre ella no parecía fácil. Fermín se la presentó a la cuadrilla como quien trae a la novia y le dieron su aprobación. También la enhorabuena porque librarse así de volver al instituto demostraba que era más inteligente de lo que ninguno de ellos había sospechado, y menos los profesores. A esa edad, volverse majareta no es lo peor que te puede suceder.

Quizá Fermín estuviera prematuramente acabado, pero era valiente, y aunque se encerró en su casa y dejaron de verlo por un tiempo, cuando regresó tenía un manejo sucinto del tema piedra. Sabía patinar con ella, subir escaleras con ella, saltar bien alto con ella sujeta entre los dos pies, también desplazarse echando chispas con el borde y, sobre todo, permanecer sobre ella en un centenar de posturas extravagantes que en él resultaban naturales. O sea, dominio y carácter. Lo suyo más que una locura era una condición. Algo que te distingue. Como dice Marina, al salir del instituto Fermín ya tenía un pedestal.

Marina y él fueron novios, antes de que Fermín se subiera a la piedra. Después de casarnos, le considerábamos un miembro de la familia. Terminó viviendo con nosotros al morir sus padres.  No recuerdo que trabajara nunca en nada, ni que mostrara intención alguna de hacerlo. Lo suyo era observar. Tener presencia sobre la piedra. Dar testimonio de que se puede ser, ser sin pretender. Vivir sin molestar. Un juguete entrañable para mis hijos, una ayuda para Beni, y un símbolo para los demás. Nunca me molestó que en el pueblo dejaran de llamarnos por nuestro apellido y nos dijeran Los de Fermín. Un día tuvo un problema ridículo con un vecino y lo adoptamos legalmente, para protegerlo. Tenía entonces treinta años. Sin embargo, la tensión de vivir subido a una piedra lo hacía parecer mucho mayor. Y cansado. Debería decir en su honor aquello de La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo, pero sería cínico por mi parte.

La culpa de todo fue mía. No debí pedirle a Fermín que hiciera Algo cuando sabía por experiencia que no se le podía pedir Nada. No debí presumir de amigo especial en las fiestas de la Ría, sólo por entretener a mis colegas, aburridos por culpa de una orquesta mediocre. No debí, para ser sincero, chantajearlo y en cierto modo reclamarle un sustento que no me había pedido y la devolución de los primeros besos que le dio Marina.

Camina sobre las aguas, le ordené, pensando que no me haría caso, nunca lo hacía, pero entonces obedeció.

Fermín conocía las piedras de la ribera como nadie. Lo había hecho otras veces, para la familia, como un regalo, pero nunca en público. Era medianoche. La orquesta hacía un descanso. Alguien pidió silencio por el micrófono y la gente guardó silencio. El sonido del agua indicaba una tregua entre las mareas, el Tejo bajaba manso. Vimos llegar a Fermín patinando suavemente con su piedra sobre los guijarros brillantes, con estilo; luego hizo varias figuras, cogió velocidad y después de un salto muy gracioso encendió en el aire una linterna y cayó sobre una roca siempre verde que se llama la Marmita. Desde allí nos saludó y le aplaudimos. Después comenzó a deslizarse con su piedra sobre las piedras apenas sumergidas, esquivando las que se veían, de modo que parecía un duende saltarín y juguetón que en efecto caminaba sobre las aguas. La gente no se lo podía creer, callaban hasta los niños. Y así estuvimos con la boca abierta durante los diez minutos fabulosos y memorables que duró la exhibición. Al apagarse la linterna, pensamos que era voluntario, y nos entretuvimos demasiado celebrando el privilegio de haber visto aquella proeza. Catorce horas más tarde la Guardia Civil certificó su desaparición.

Yo no digo nada. Bastante tengo con lo mío. Con el papel miserable que me corresponde en esta historia. Pero es lo que hay, cosas de la vida. Sólo han pasado tres meses y Marina ya no me quiere, me lo ha dicho. Lo nuestro se ha ido a la mierda. Ésta ha sido la gota que ha terminado con nuestro matrimonio. A veces, al atardecer, me subo a una piedra de la ribera y mirando el horizonte solitario que me espera me consuelo pensando que le hice un favor a Fermín, que lo empujé al escenario para que no se marchitara y tuviera una despedida gloriosa. Se lo merecía. A fin de cuentas, ser adulto es claudicar.

 
                                                       de La cosecha, pag. 101
 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

EL KILO DE AZÚCAR-La cosecha

 
        Fuimos nosotros.

      El Comando Quijote. Nuestro nombre en clave era Zulú-Garrote-Zulú.

            El jefe militar era Carlos, el del Cerro, que siempre hablaba de matar a todo el mundo porque su padre era un borracho y le golpeaba con sus aspas igual que los molinos. Por eso le dimos el cargo, y también porque sabía decir con propiedad  la palabra logística, a pesar de tener tan sólo once años. Por supuesto, podía sacar de su casa una escopeta, pero no queríamos, aunque aceptamos dos cartuchos de posta, lo que era para nosotros todo un arsenal. El jefe de visión nocturna era en realidad jefa de visión nocturna, o sea Marina, que podía conseguir el visor de cazar de su tío, pero dijo bien clarito que si no le llamábamos Jefa no lo traía. Como ya tenía doce años, y un poco de tetas, nos pareció bien. Manolo, el de la ferretería, se encargaba de los impermeables desechables, Jefe de la intemperie, insistió, y como era el más pequeño le dejamos. Y un servidor, veraneante de ciudad, que hasta la fecha había escrito once poemas y leído seis libros, jefe mayor de inteligencia. Tenía trece años, unas tenazas de cortar hierro y un plan: los bárbaros de la meseta querían llenar el pueblo de molinos y nosotros les llenaríamos de azúcar los depósitos de sus excavadoras.

Aquella noche de octubre, era luna nueva, nos encontramos los cuatro en la trasera de la ferretería de Manolo a la hora señalada. En completo silencio nos pusimos los impermeables desechables, para poder arrastrarnos por el suelo sin manchar la ropa. Marina tomó la delantera, siguiendo el plano que había preparado Carlos después de recorrer el camino varias veces el día anterior. Aunque era nuestro pueblo, no queríamos sorpresas ni alambradas imprevistas. Caminamos deprisa, sin hablar, más juntos que separados, siguiendo el pilotillo rojo del visor nocturno de Marina. Cruzamos el Tejo eludiendo el paseo, sólo eran las ocho de la tarde, había turistas, y al llegar a la carretera general tuvimos que esperar casi cinco minutos hasta que no pasó ningún coche. Luego, bajamos patinando por la barranca del Loro, con unas planchas de cartón duro que había dejado Carlos escondidas en un zarzal, y por fin alcanzamos la lengua de tierra removida donde comenzaba la pista gigantesca que usarían para meternos los molinos en el pueblo. Todo iba como la seda.

Sin embargo, cuando subimos a la pista donde debían estar las excavadoras la encontramos completamente vacía. Caminamos por allí, desconcertados, con Marina cambiándonos de nombre y llamándonos Comando Gilipollas, hasta que encontramos detrás de un pedrusco enorme una única excavadora. Era muy pequeña, y con la pala hundida en el suelo parecía todavía menor. Un juguete. Carlos nos juró que esa mañana había allí todo tipo de máquinas y dos buldócer del tamaño de un dinosaurio. Le miramos con rabia, desalentados. Pero de todas formas decidimos seguir adelante. Preparé la cizalla  para cortar el candado del depósito y Marina se adelantó hasta la máquina. Regresó poco después. No estaba muy segura, pero creía que la excavadora era la de Jacinto, el de las Casas Nuevas. Manolo fue a ver, y confirmó que lo era. A nosotros el tal Jacinto nos parecía un cabrón, pero le debía mucho dinero al padre de Marina y también debía bastante en la ferretería de Manolo. Si le fastidiábamos la herramienta de trabajo, tardaría más en pagar. No era lo mismo una excavadora de una empresa, que no pertenecía a nadie, que una de las “nuestras”. Había un vínculo.

Pasó un cuarto de hora y seguíamos allí, indecisos. Pasó otro rato. Estábamos cogiendo frío. Como yo era el jefe de inteligencia, tuve que abortar la misión. Eso sí, decidimos que había que dejar huella, y Manolo colocó junto al tapón del depósito el kilo de azúcar que había traído de su casa. Antes de marcharnos, Carlos quiso celebrar la gesta y explotó un cartucho entre dos piedras. El sonido fue tremendo, hizo un gran eco, tuvimos que echar a correr en desorden y, cuando cruzábamos de nuevo la carretera general, ya llegaban coches del pueblo en dirección a la obra. Al día siguiente, en su primera edición, el Diario calificó el suceso como un “extraño y amenazante boicot”, un mal precedente, y la empresa concesionaria dijo que reforzaría las medidas de seguridad.

 Ya sé que todo el pueblo pensó que habían sido Julio y los Independientes, porque tenían un grupo de rock duro y un concejal en el ayuntamiento, y como eran de izquierdas se les echaba la culpa hasta del mal tiempo. Tampoco ayudó que no se molestaran en desmentirlo y que hicieran una canción titulada: El kilo de azúcar, convirtiendo nuestro fracaso en algo simbólico. Afortunadamente, los aerogeneradores no invadieron nuestro pueblo. Han pasado ya treinta años, y por eso lo he contado. Entonces no lo hice porque era una misión secreta.

           
                                                            de La cosecha, pag. 31
 

sábado, 8 de noviembre de 2014

MP3-La cosecha


       Para rematar la semana, le regalo a Yolanda un transistor y cuando Marina llega del trabajo lo tira a la basura.

       —Eres un hijo de puta, la niña te pide un MP3 y tú le traes una radio...

       —También le he dado dinero para que se compre el MP3 que más le guste. El transistor es un regalo simbólico.

       — ¿Simbólico de qué? ¿De lo perturbado que está su padre?

       —Cuando ella nació los escaparates estaban llenos de este modelo. No ha sido fácil encontrarlo. Sólo quiero que sepa que vive en un tiempo y que hay objetos que le permiten retroceder hasta el momento de su origen...

       —¿Y para qué necesita ella todo eso? Ya hemos hablado de este asunto mil veces. Te lo he advertido, quiero que Yolanda camine por la vida en línea recta, que viva el presente y recuerde sólo lo necesario... No le estropees la cabeza con tus majaderías.

       —Pero tú y yo conseguimos detener el tiempo… abrimos la puerta… cruzamos el umbral...

       —¿Y nos ha ido bien? Dime, ¿nos ha ido bien? Ahora tenemos  hijos, debemos olvidar lo sucedido, tenemos que ser responsables. Bastante tenemos con lo de Beni.

       — La verdad, a mí todo esto no me parece vida.

       — Entonces suicídate y déjanos en paz.

       — Lo he intentado, pero no me llego.

       —¡Payaso!
 
                                                   de La cosecha, pag.99


 

martes, 4 de noviembre de 2014

EL BRASILEÑO-La cosecha


             Llegó en un avión especial, directo desde Río de Janeiro. Nos lo entregaron encadenado. Tenía seis años, era uno de tantos niños abandonados que viven en las alcantarillas de Río, aspiran el humo del tubo de escape de los coches y beben una mezcla de gasolina con alcohol de farmacia. Su captura había resultado laboriosa. Como representante de los primeros mutantes urbanos, su caso iba a ser analizado por la curiosidad médica local. Parecía enfermo, pero la combinación de gases tóxicos que se respiraba aquel día en nuestra ciudad le hizo sonreír y no opuso resistencia a entrar en la ambulancia.
            Yo era el conductor suplente, gracias a un contacto de Marina, y conmigo venía un pediatra empeñado en llegar a un entendimiento con el Brasileño. Como respuesta a sus agobiantes preguntas, el chaval se golpeó repetidas veces el pecho y afirmó llamarse Porche Turbo. No hablaba ninguna lengua concreta, era casi mudo, pero desde que arrancamos seguía el cambio de marchas de la ambulancia con sonidos guturales. Disfrutó del viaje, mirando con ojos de asombro la capa de contaminación que cubría la ciudad. Cuando dejamos la autopista y frené en el semáforo de entrada al recinto hospitalario, comenzaron los problemas. El Brasileño sacó la cabeza la ventanilla y le rugió al coche que estaba detenido junto a nosotros. El conductor se asustó, perdió el control del vehículo y chocó con el de delante. El Brasileño se rió a carcajadas. Luego, como si le fallara algo en la cabeza, o necesitara un trago de gasolina, perdió el control. Le sacamos en Urgencias y para que se calmara el pediatra le recitó una lista de marcas de coches, piezas de motor y accesorios de automóvil. Estuvo inspirado, funcionó. Le quitamos las cadenas y quedó a cargo del organizador del congreso médico.
            Unas horas después nos devolvieron al Brasileño para exhibirle en la Universidad de la Loma. No traía buena cara, estaba a la defensiva, enseñaba los dientes a la menor pregunta del pediatra. Llegamos a la universidad y olisqueaba el aire, estaba inquieto. Todo se complicó al cruzarnos con un grupo de estudiantes de medicina, que iban tirándose una oreja humana a modo de pelota. Tanto aterrorizaron al Brasileño que se quedó clavado, vibrando intensamente, como si quisiera echar a correr olvidando quitar el freno de mano. Pataleaba de forma alarmante y no pudimos sacarlo de la ambulancia. El pediatra sugirió marcharnos de allí y pasearlo por la zona industrial para darle un respiro.
            Somazo nos recibió con el bufido de sus chimeneas. La carretera se llenó de humo. Abrimos las ventanillas, pero el Brasileño no se calmaba. Para que no se hiciera daño, el pediatra le aligeró las cadenas, pero se le escurrió como una anguila y salto por la ventanilla a la calle. No pudimos salir de la ambulancia porque estábamos encajonados entre coches, algo que él sabía pero nosotros no. Allí mismo se detuvo a olisquear el tubo de escape de un camión, le dio una lengüetada larga al tapón de la gasolina y desapareció entre las calles. Recuperado el control de la ambulancia salimos en su persecución.
            Somazo es grande y laberíntico. Un par de veces vimos salir al Brasileño a la carretera general, respirar de un tubo de escape cualquiera y esconderse de nuevo. Por fin se metió en un callejón sin salida.  Estábamos a menos de veinte metros de darle alcance cuando sobre el muro que cerraba el callejón aparecieron dos críos de una edad parecida a la suya. Llevaban a la espalda mangueras de goma con los extremos unidos por una cuerda, como arcos, y en la cadera bolsas de plástico duro mediadas de gasolina. Brrr, les gruñó el Brasileño. Burrum, burrum, respondieron ellos. Le alargaron sus gomas, se sujetó y le subieron al muro. El pediatra se indignó: Aquí no tenemos niños así, y salimos corriendo tras ellos. En cuestión de segundos ya estaban lejos, metiendo la tercera y luego la cuarta. Por un momento pensamos que les podíamos alcanzar, pero Porche Turbo metió la quinta y los perdimos de vista. Y con ellos, nuestros empleos.
 
de La cosecha, pag. 137.
 
 

viernes, 31 de octubre de 2014

EN PALABRAS SENCILLAS-La cosecha


             Todos mis pensamientos convergen en ti, y, mientras tanto, en el mundo feroz, el autobús de la residencia se detiene junto a la entrada del centro comercial y de su lóbrego interior desciende una anciana menuda, nerviosa y de gesto amargo. Lleva prisa.

            La anciana recorre el pasillo central con paso decidido, sin mirar a los lados, tiene la vista puesta en unos cabellos fluorescentes de colores que ondean a la altura del supermercado.

            En la puerta de la peluquería habla con una chica de uniforme verde y pelo butano, que no se parece en nada a ti y en cuya ficha no pone tu nombre. La chica sonríe, escucha con atención, teclea en el ordenador y ofrece pocas esperanzas. Tras consultar el reloj, la anciana responde con una negativa.

            Visita otras dos peluquerías y en la última la atienden de inmediato. Le hacen un cardado sencillo, sin tintes. La ira de su rostro queda mitigada por una luminosidad falsa.

            La anciana regresa a la entrada por un pasillo lateral. Su caminar tiene ahora un aire taciturno. Bajo los labios apretados, va masticando palabras, y cada pocos pasos se detiene para asentir o negar, indistintamente. A medio camino, se enfrenta con su propia imagen en la luna de un escaparate. Discuten. Ella consigue ganar y zanja la discusión con un golpe de bolso en el cristal. Acelera el paso.

            En el hall principal, entra en la primera cabina de Internet que no le huele a nada en particular, sólo ambientador neutro. Corre la cortina, se acomoda en el asiento y pone la mano sobre una placa luminosa que tiene el dibujo de una mano.

            Sin responder al saludo de protocolo, solicita la ayuda de un abogado.

            La anciana habla con el Servicio Jurídico Gratuito hasta consumir su tiempo. Sabe engarzar las palabras en un discurso en espiral cuyo eje es la desesperanza. Le conceden dos prorrogas de larga duración, y también las agota. Sólo se detiene cuando aparece en la pantalla la tarifa oficial del colegio de abogados. Guarda silencio y se aferra a su bolso. Le piden que espere unos minutos la elaboración de la respuesta.

            Antes de ofrecerle consejo profesional le ofrecen varias opciones de comunicación. La anciana escoge todas las casillas de la derecha. Ni adornos, ni tecnicismos, ni acuerdos: las cosas claras, en palabras sencillas y hasta las últimas consecuencias. Como tú y yo, pase lo que pase.

            El ordenador recibe la respuesta, busca en el archivo de abogados y escoge uno de voz sosegada, familiar, dentro del parámetro: Disgustos a la Tercera Edad. El seleccionado es un joven guapo, un poco despeinado, tierno, el imán irresistible de los besos de una abuela.

            Ante el saludo efusivo del abogado, la anciana quiere sonreír, pero no le sale. Se envara en la silla y dice:

            —Preparada.

            —Mire usted, Amelia, el consejo que yo le doy es que no presente la denuncia. Mi experiencia me dice que perdería el caso y los pocos ahorros que le quedan. No quiero decir con esto que usted no tenga la razón, pero creo que la justicia se inclinaría hacia el otro lado. Legalmente, la persona a la que usted quiere demandar, actuó bien.

            —No es verdad.

            —Lo es. Y es más, de no haber hecho lo que hizo, entonces sí que hubiera tenido que responder ante la ley. Yo comprendo que es triste, desconsolador, que toda una comunidad de vecinos le pague la universidad al chico del cuarto derecha, que, como usted misma ha dicho, es un muchacho inteligente y honesto, para que evite que les derriben el edificio, y que, precisamente, nada más obtener el título lo primero que hace es presentarse con una orden y demoler sus viviendas. Es terrible.

            —Y una falta de respeto, somos sus mayores...

            —Lo sé. Y estoy seguro de que para él no tuvo que ser una decisión fácil de tomar. Hágase cargo de que lo hizo por su propia seguridad. Según consta en el informe del colegio de arquitectos, no había posibilidad alguna de reparar los cimientos...

            —¿Quién habla de cimientos?

            —Corrían peligro, les salvó la vida.

            —Sólo el pellejo, creo que no me entiendes.

            —Ustedes cometieron un error. Actuaron de buena voluntad dándole esa beca, pero no tuvieron en cuenta que los estudios cambiarían al muchacho, se convirtió en un adulto, un buen profesional que supo cumplir con su obligación y ustedes...

            —Escucha, Internet, que por más que te lo explico parece que no te enteras. Nosotros, toda la comunidad, sabíamos que el edificio no tenía remedio. El edificio no, pero nosotros sí. Y por eso le pagamos los estudios al chico, para que nos mintiera y de paso también para que mintiera por nosotros. Con autoridad y un título por delante. Él no quiso mentir, simple y llanamente, porque es malo. ¿Qué le costaba inventarse un buen papeleo, le hemos dado estudios, no? Hubiéramos muerto felices viendo cómo intentaba salvar la casa, y en vez de eso nos estamos muriendo de asco en residencias separadas. Hace un mes enterramos a Vicente, el último hombre. Ya solo quedamos viudas. Es una vergüenza. Un trato es un trato...

             La cara del abogado de la red se congela un instante y el ordenador altera sus facciones para que parezca consternado. Por debajo se oye su respiración, que por contagio ha perdido el sosiego.

            La anciana llora, se desahoga y luego se quita los mocos con un pañuelo de tela bordada. Cuando vuelve a mirar a la pantalla, su rabia sigue intacta.

          —Voy a perder el autobús y estamos peor que antes...

          —Dígame usted lo que desea y encontraré una solución.

         —Qué solución.

         —La mejor que encuentre, Amelia, qué quiere que le diga...

            La anciana respira y luego habla entre dientes, triturando cada palabra:

            —Que se sepa. Al menos quiero que se sepa. Que la gente se entere de lo que nos hizo. Esto es Internet, aquí está todo el mundo, ¿no?

            —Así es, Amelia. El problema reside en que no podemos divulgar un caso que no ha llegado, ni probablemente llegaría, a los tribunales.

            —Tu eres listo, Internet, dame algo.

             ...

             —De acuerdo, espere un momento...

             —Cuánto momento...

            —Tres minutos, como mucho cinco, se lo prometo.

            —Venga, espero.

            En la pantalla aparece un cronometro que al avanzar deja una estela de flores, flores sobre tu lecho. La esfera cumple una vuelta por cada minuto prometido, hasta cinco, y luego regresa el nieto perfecto.

            —Bien, Amelia, usted misma nos ha dado la solución.

            —A ver.

            —Si le parece bien, entregaremos la grabación de esta charla, y los vídeos de seguridad del centro comercial donde usted aparece, a un escritor aficionado. Él será el encargado de contar su historia, añadiendo algunos toques personales, licencias poéticas, de manera que parezca una ficción, un cuento. Es para evitar una demanda. De esta forma su caso será conocido. No le voy a engañar, la difusión no es grande, sólo el circuito marginal de la literatura...

            —Algo es algo. Me parece bien.

            —¿Acepta entonces la propuesta?

            —Qué remedio.

            —Si nos deja su dirección le enviaremos una copia en papel del relato.

            —No hace falta. Pero dígale a ese escritor que ponga el nombre del canalla bien grande, y bien claro.

            —Lo haré, descuide. Ha sido un placer, Amelia.

            —Igualmente, Internet. Eres un chico muy majo. Que la Fuerza, o esa cosa, te acompañe.

            La pantalla parpadea y queda en luz de espera. El barullo del centro comercial entra por debajo de la cortina. Muy cerca, un niño chilla y exige que se lo regalen todo. Yo tiemblo, descompuesto, pensando en esos tus labios, querida Marina, cuando Amelia, la anciana que tiene motivos más que suficientes para odiar a FÉLIX QUIÑONES, abandona la cabina de internet.
 
                                                      de La cosecha, pag. 107