viernes, 27 de junio de 2014

ENTRE LOS ESCOMBROS-La cosecha


Una mano asoma entre los escombros. Los dedos sienten el aire fresco, se estiran, se agitan, y tantean alrededor hasta detenerse en el hocico de un perro. La mano retrocede asustada. Se escucha un silbato poderoso. Luego, voces urgentes que corren en esa dirección.
            El equipo de rescate rodea a la mano. Un bombero le habla como si fuera una oreja sorda y le pregunta a gritos por el estado del cuerpo. La mano se cierra en un puño rabioso y golpea el suelo. Alguien pregunta: podemos hacer algo, qué podemos hacer. La mano se abre, con resignación, y pide un bolígrafo. Un policía le entrega un rotulador, y pone debajo un cuaderno de notas.
            La mano escribe una serie de números, separados por espacios en blanco, con varias letras intercaladas. A continuación, una flecha y otra serie de números. El grupo, cada vez más numeroso, duda de la cordura de la mano y hace un silencio incómodo. Entonces el guía del perro comenta que se trata de cuentas bancarias. Que la última voluntad del moribundo es una transferencia. Todos miran al policía.
            El policía toma las riendas de la situación. Le pide a la mano su nombre y su número de identidad, y la mano los escribe. Luego ordena a los presentes que no se muevan de allí, en calidad de testigos, y deja la escena en suspenso. Camina ligero hasta su coche, habla por la radio, informa, espera, y más tarde escucha con atención las recomendaciones del abogado de su comisaría: saca de la guantera una carpeta, escoge un impreso con el borde negro, y un tampón de tinta, también negra. De regreso, pide a los testigos que firmen de su puño y letra haber presenciado cómo aquella mano, cuyas huellas dactilares procede a tomar ahora, ha manifestado su deseo de hacer aquella transferencia bancaria. Enseña a los presentes, uno a uno, el papel con  los números de cuenta escritos por la mano, y todos asienten con la cabeza. Aunque sólo se necesitan dos testigos, se forma una cola de veinte personas.
Es difícil presenciar esta escena sin echarse a llorar. Casi todos lo hacen, unos  mientras esperan, otros al estampar su firma, o al marcharse cabizbajos de la zona. Yo me contengo por oficio, para seguir escribiendo, y me digo que la muerte forma parte de la vida, vana paradoja que no consuela a nadie.
Cuando firma el último testigo, hay en este lugar demasiada muerte y huele a soledad. El perro de salvamento está nervioso, tira con fuerza en otra dirección. El guía lleva un rato sujetándolo, para no faltar al respeto. Se ponen en marcha. El equipo de rescate se aleja veloz, sin dar voces.
El policía se queda hablando con la mano, que una vez cumplido su deber comienza a rendirse. Le gustaría tocarla, estrecharla, pero no se atreve; en cambio le dice que tenga valor, que tenga coraje, que tenga fe, templanza hasta el final, amigo mío.
El policía y la mano pasan juntos minutos dolorosos. Las palabras son apenas un sonido que acompaña. Voz humana.
Con gran esfuerzo, la mano pide de nuevo el cuaderno. Escribe el nombre de su mujer y, a continuación, letra a letra, temblando, el de sus cinco hijos, pero no llega a completar el último, tal vez Cristina, que se queda en Crist, como una invocación, una plegaria.
            La mano ya no tiene fuerzas para sostener el rotulador y lo deja caer al suelo.
El policía lo recoge. Luego masculla un lamento, y estrecha con firmeza la mano.
Se despiden con un apretón.
El policía se aleja unos pasos y guarda silencio.
Un instante después, la mano tiembla, cae de lado, y queda abierta hacia el cielo, como un cuenco pidiendo lluvia.
 

 

martes, 24 de junio de 2014

PRESAGIOS


            Notaba el paso de los años por la obediencia de sus gestos. Los días habían pulido  sus aristas hasta domesticarlo y acoplarlo a la realidad. Cada movimiento cuadraba consigo mismo como el fondo y la forma en un poema perfecto. Se rascaba una ceja, se ajustaba el cinturón, se peinaba los rizos del pelo con los dedos, se sentaba en el sillón y estiraba las piernas, y todo parecía exacto a como debía ser. ¿Puedo rascarme mejor una ceja? ¿Existe un modo más correcto de ajustarse el cinturón? ¿Hay algún peine que supere a los dedos para el pelo rizado? ¿Quién sería capaz de sentarse en mi sillón y estirar mis piernas  como lo hago yo? Estaba orgulloso de sí mismo. Convencido de que cualquier otro en su lugar lo hubiera hecho muchísimo peor.

            No era una persona fácil, lo había tenido muy duro. De niño había sufrido acoso de los adultos por negarse a evolucionar. No veía ventaja alguna en abandonar la infancia alucinante, las explicaciones mágicas, las aventuras oceánicas en la bañera, la intimidad con tus juguetes, la certeza de que si saltas al vacío te crecen alas… Y, sobre todas las cosas, su enfrentamiento surgía de una pregunta constante y atenazadora: ¿por qué tengo que ser yo mismo? Su madre se desesperaba cuando le veía cambiarse la cuchara de mano aun sabiendo que con la otra derramaría la sopa, sólo porque odiaba las repeticiones, los afianzamientos. Si tenía que escoger entre moras silvestres negras, rojas o verdes, pocas veces escogía las negras, por evidentes, o las verdes, por insuficientes, siempre eran las rojas, dada su indeterminación, su estar a medio camino pero siempre en un punto diferente y sorpresivo. Po eso no abandonó la infancia hasta que lo hizo su cuerpo, hasta que creció lo suficiente para que el suelo quedara allá abajo, demasiado lejos para dejarse caer en él, y sin posibilidades de goma que te permitan rebotar. Un acatamiento por supervivencia física. Pero su pensamiento permaneció a resguardo, agazapado, sin renunciar en absoluto a todo lo que había descubierto por no rendirse voluntariamente. Le ganaron porque eran más y más grandes, no porque tuvieran la razón. Como todo niño que se precie, juró que jamás se convertiría en un adulto. Fuera lo que fuera, no quería Llegar a Ser.

            Pero el destino ineludible de ser él mismo, no se eludía eludiéndolo sin más; aunque la pubertad y la juventud son el gerundio por excelencia, el reino de Hacer. No le quedó otra alternativa biológica que ponerse en movimiento. Fueron los años de la iniciación al sexo, el alcohol, las drogas, los coches, los accidentes, las resacas, los arrepentimientos, y la certeza de estar echando su vida a perder. Exceso de sensaciones. Desbordamiento. En esa edad piensas tanto que no piensas nada, sólo gastas ropa y procuras darle a la selección natural una oportunidad para aniquilarte. Si sobrevives, no has ganado tú, dejas a tu espalda tu cadáver. En teoría, es el Paraíso para alguien que no quiere ser él mismo. Para él, fue una oportunidad de no definirse. Y lo hizo a conciencia. Podemos localizar el fin de su juventud una tarde de agosto, en la penumbra, desnudo ante el espejo, con un rayo de sol escaneando su cuerpo: los brazos extendidos, las manos abiertas, los hombros encogidos,  preguntando: ¿Y tú quién eres?

            Fue algo parecido a la Felicidad. Logró entrar en la adultez desconociéndose por completo a sí mismo. Algo elevado, trascendente. Tan joven y ya había llegado a la meta. Por desgracia, la realidad está aquí para jodernos la vida, y un día fue a renovar el carnet de conducir, se sacó las fotos de rigor y no se parecía a sí mismo. El fotógrafo tardó una eternidad en encontrar su retrato, y lo hizo por pura eliminación, descartando el cincuenta por cien de mujeres, luego los rubios, los de nariz prominente, orejas de soplillo o labios abultados. Él era normal, corriente, anodino, sin nada que lo diferenciara del común denominador de rasgos físicos de la zona. Aceptaron que era él por la ropa, ni un primo lejano se le parecería menos. Repitieron las fotos, con idéntico resultado. Al llegar a casa, extendió sobre la cama todos sus documentos y, siendo suyos, parecían falsificados. Como la colección de carnets de un espía tonto que no cambia de nombre. Entonces comenzó el drama. Los presagios. El miedo cerval a la disolución. A la inexistencia. La enajenación.

            De ese modo, al borde de la pérdida, asumió que tenía que ser él mismo. Comenzar a definirse, a identificarse. Y a repetir y a repetir cada gesto reconocido como propio hasta conseguir un individuo sólido. Bien pensado, la vida es más cómoda replicando lo que sabes que funciona, aunque falte el riesgo, y el doble beneficio que con frecuencia emana de un error, pero eso son cosas de críos, se decía… Hablaba solo, con frecuencia, desde que había madurado. Ya se estaba haciendo viejo. Su mirada era opaca. Uno de sus ojos estaba triste, como aburrido; el otro desdeñoso. Porque hay en el equilibrio, como en la sabiduría, algo de muerte y rendición.
                                                                          publicado en Revista Cantárida