viernes, 31 de octubre de 2014

EN PALABRAS SENCILLAS-La cosecha


             Todos mis pensamientos convergen en ti, y, mientras tanto, en el mundo feroz, el autobús de la residencia se detiene junto a la entrada del centro comercial y de su lóbrego interior desciende una anciana menuda, nerviosa y de gesto amargo. Lleva prisa.

            La anciana recorre el pasillo central con paso decidido, sin mirar a los lados, tiene la vista puesta en unos cabellos fluorescentes de colores que ondean a la altura del supermercado.

            En la puerta de la peluquería habla con una chica de uniforme verde y pelo butano, que no se parece en nada a ti y en cuya ficha no pone tu nombre. La chica sonríe, escucha con atención, teclea en el ordenador y ofrece pocas esperanzas. Tras consultar el reloj, la anciana responde con una negativa.

            Visita otras dos peluquerías y en la última la atienden de inmediato. Le hacen un cardado sencillo, sin tintes. La ira de su rostro queda mitigada por una luminosidad falsa.

            La anciana regresa a la entrada por un pasillo lateral. Su caminar tiene ahora un aire taciturno. Bajo los labios apretados, va masticando palabras, y cada pocos pasos se detiene para asentir o negar, indistintamente. A medio camino, se enfrenta con su propia imagen en la luna de un escaparate. Discuten. Ella consigue ganar y zanja la discusión con un golpe de bolso en el cristal. Acelera el paso.

            En el hall principal, entra en la primera cabina de Internet que no le huele a nada en particular, sólo ambientador neutro. Corre la cortina, se acomoda en el asiento y pone la mano sobre una placa luminosa que tiene el dibujo de una mano.

            Sin responder al saludo de protocolo, solicita la ayuda de un abogado.

            La anciana habla con el Servicio Jurídico Gratuito hasta consumir su tiempo. Sabe engarzar las palabras en un discurso en espiral cuyo eje es la desesperanza. Le conceden dos prorrogas de larga duración, y también las agota. Sólo se detiene cuando aparece en la pantalla la tarifa oficial del colegio de abogados. Guarda silencio y se aferra a su bolso. Le piden que espere unos minutos la elaboración de la respuesta.

            Antes de ofrecerle consejo profesional le ofrecen varias opciones de comunicación. La anciana escoge todas las casillas de la derecha. Ni adornos, ni tecnicismos, ni acuerdos: las cosas claras, en palabras sencillas y hasta las últimas consecuencias. Como tú y yo, pase lo que pase.

            El ordenador recibe la respuesta, busca en el archivo de abogados y escoge uno de voz sosegada, familiar, dentro del parámetro: Disgustos a la Tercera Edad. El seleccionado es un joven guapo, un poco despeinado, tierno, el imán irresistible de los besos de una abuela.

            Ante el saludo efusivo del abogado, la anciana quiere sonreír, pero no le sale. Se envara en la silla y dice:

            —Preparada.

            —Mire usted, Amelia, el consejo que yo le doy es que no presente la denuncia. Mi experiencia me dice que perdería el caso y los pocos ahorros que le quedan. No quiero decir con esto que usted no tenga la razón, pero creo que la justicia se inclinaría hacia el otro lado. Legalmente, la persona a la que usted quiere demandar, actuó bien.

            —No es verdad.

            —Lo es. Y es más, de no haber hecho lo que hizo, entonces sí que hubiera tenido que responder ante la ley. Yo comprendo que es triste, desconsolador, que toda una comunidad de vecinos le pague la universidad al chico del cuarto derecha, que, como usted misma ha dicho, es un muchacho inteligente y honesto, para que evite que les derriben el edificio, y que, precisamente, nada más obtener el título lo primero que hace es presentarse con una orden y demoler sus viviendas. Es terrible.

            —Y una falta de respeto, somos sus mayores...

            —Lo sé. Y estoy seguro de que para él no tuvo que ser una decisión fácil de tomar. Hágase cargo de que lo hizo por su propia seguridad. Según consta en el informe del colegio de arquitectos, no había posibilidad alguna de reparar los cimientos...

            —¿Quién habla de cimientos?

            —Corrían peligro, les salvó la vida.

            —Sólo el pellejo, creo que no me entiendes.

            —Ustedes cometieron un error. Actuaron de buena voluntad dándole esa beca, pero no tuvieron en cuenta que los estudios cambiarían al muchacho, se convirtió en un adulto, un buen profesional que supo cumplir con su obligación y ustedes...

            —Escucha, Internet, que por más que te lo explico parece que no te enteras. Nosotros, toda la comunidad, sabíamos que el edificio no tenía remedio. El edificio no, pero nosotros sí. Y por eso le pagamos los estudios al chico, para que nos mintiera y de paso también para que mintiera por nosotros. Con autoridad y un título por delante. Él no quiso mentir, simple y llanamente, porque es malo. ¿Qué le costaba inventarse un buen papeleo, le hemos dado estudios, no? Hubiéramos muerto felices viendo cómo intentaba salvar la casa, y en vez de eso nos estamos muriendo de asco en residencias separadas. Hace un mes enterramos a Vicente, el último hombre. Ya solo quedamos viudas. Es una vergüenza. Un trato es un trato...

             La cara del abogado de la red se congela un instante y el ordenador altera sus facciones para que parezca consternado. Por debajo se oye su respiración, que por contagio ha perdido el sosiego.

            La anciana llora, se desahoga y luego se quita los mocos con un pañuelo de tela bordada. Cuando vuelve a mirar a la pantalla, su rabia sigue intacta.

          —Voy a perder el autobús y estamos peor que antes...

          —Dígame usted lo que desea y encontraré una solución.

         —Qué solución.

         —La mejor que encuentre, Amelia, qué quiere que le diga...

            La anciana respira y luego habla entre dientes, triturando cada palabra:

            —Que se sepa. Al menos quiero que se sepa. Que la gente se entere de lo que nos hizo. Esto es Internet, aquí está todo el mundo, ¿no?

            —Así es, Amelia. El problema reside en que no podemos divulgar un caso que no ha llegado, ni probablemente llegaría, a los tribunales.

            —Tu eres listo, Internet, dame algo.

             ...

             —De acuerdo, espere un momento...

             —Cuánto momento...

            —Tres minutos, como mucho cinco, se lo prometo.

            —Venga, espero.

            En la pantalla aparece un cronometro que al avanzar deja una estela de flores, flores sobre tu lecho. La esfera cumple una vuelta por cada minuto prometido, hasta cinco, y luego regresa el nieto perfecto.

            —Bien, Amelia, usted misma nos ha dado la solución.

            —A ver.

            —Si le parece bien, entregaremos la grabación de esta charla, y los vídeos de seguridad del centro comercial donde usted aparece, a un escritor aficionado. Él será el encargado de contar su historia, añadiendo algunos toques personales, licencias poéticas, de manera que parezca una ficción, un cuento. Es para evitar una demanda. De esta forma su caso será conocido. No le voy a engañar, la difusión no es grande, sólo el circuito marginal de la literatura...

            —Algo es algo. Me parece bien.

            —¿Acepta entonces la propuesta?

            —Qué remedio.

            —Si nos deja su dirección le enviaremos una copia en papel del relato.

            —No hace falta. Pero dígale a ese escritor que ponga el nombre del canalla bien grande, y bien claro.

            —Lo haré, descuide. Ha sido un placer, Amelia.

            —Igualmente, Internet. Eres un chico muy majo. Que la Fuerza, o esa cosa, te acompañe.

            La pantalla parpadea y queda en luz de espera. El barullo del centro comercial entra por debajo de la cortina. Muy cerca, un niño chilla y exige que se lo regalen todo. Yo tiemblo, descompuesto, pensando en esos tus labios, querida Marina, cuando Amelia, la anciana que tiene motivos más que suficientes para odiar a FÉLIX QUIÑONES, abandona la cabina de internet.
 
                                                      de La cosecha, pag. 107
 

martes, 21 de octubre de 2014

UN EXCESO DE CASUALIDAD


            El cartel de la entrada anunciaba: Concurso Regional de Air Guitar. Debajo, surgiendo de una explosión de luces y flases, la imagen de un adulto entrado en carnes, con unos pantalones ajustados tipo leopardo, puesto de rodillas, tocando un punteo con una guitarra inexistente en las manos. El evento se celebraba allí mismo, en el salón central, esa misma tarde a las siete. Gregorio miró a su maleta, era una buena maleta; luego echó una ojeada que pretendía ser indiferente hacia el hall del hotel y tiró de ella con energía, como obligándola a seguirle.

            Mientras se dirigía a recepción, Gregorio se sintió aliviado al encontrarse con un cartel como el anterior, pero ahora cruzado con una banda naranja que decía: Aplazado. Había otro cartel, al fondo, también Aplazado, delante de una doble puerta entreabierta que permitía adivinar un salón lleno de gente. Como no había nadie en recepción, se dirigió hacia allí. A medio camino, pudo oír el sonido atronador de la tele y una voz de mujer, demasiado enfática, que hablaba de crisis, fraude y prevaricación. Al llegar a la entrada escuchó la sintonía que daba paso al bloque de noticias locales. En el interior, una voz de hombre pidió silencio. Gregorio entró en el salón cuando todas las cabezas se giraban hacia el televisor. Hubo un revuelo de mantas grises. La tele mencionó la expresión incendio pavoroso, y la voz que antes pedía silencio lo pidió de nuevo, esta vez por favor. Gregorio miró hacia la pantalla y vio un bloque de pisos muy viejos echando humo bajo el agua de las mangueras. Se escucharon varios gemidos en el salón. Alguien pidió que subieran el volumen. El televisor era enorme, panorámico, con ruedas, y lo habían colocado encima de la tarima, en medio de los altavoces destinados al concurso de guitarristas sin guitarra. Las víctimas del incendio y sus familiares se agruparon frente a él. Gregorio hizo rodar la maleta hacia un lateral y caminó pegado a la pared, procurando no hacer ruido.

            En la tele, la imagen de la casa consumida por el fuego desapareció y en su lugar apareció la misma casa dos horas antes, cuando sólo estaba parcialmente cubierta por las llamas. La voz en off especulaba. Una anciana de las primeras filas dio gracias a dios por seguir viva y algunas personas que la rodeaban comenzaron a murmurar. Se armó una pequeña trifulca entre los familiares y quedó en el aire un: Ha sido Amelia. Gregorio se situó en el fondo del salón, dejó la maleta contra la pared, sacó las gafas del bolsillo interior de la chaqueta y se las puso. La aparente desidia de su mirada dejó paso a una mirada inquisitiva, profesional. Buscó entre las cabezas la de la anciana presuntamente culpable. En la tele, apareció de nuevo la casa consumida, los escombros, la ambulancia con el fallecido… y de nuevo los lamentos en el salón. Una reportera envuelta en humo señaló  con la palma de la mano las ruinas y comenzó a decir cosas: espectáculo dantesco, recuerdos calcinados, desgracias personales, y lo remató diciendo que sin duda el ayuntamiento, la compañía del gas, la eléctrica, todos los implicados deberían demostrar que hicieron las revisiones oportunas y ofrecer al público una explicación tranquilizadora ante semejante exceso de casualidad. El salón se quedó cortado. Gregorio tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír.

            El telediario pasó a otra noticia. Algunas personas sentadas se pusieron en pie y de inmediato se formaron corros que hablaban una jerga mezcla de indignación y perplejidad. No hay derecho. El pasante de Gregorio salió de entre la gente buscándole con la mirada. Los ojos de ambos se cruzaron. Gregorio se encaminó hacia la salida y su ayudante le siguió. No se dirigieron la palabra hasta tomar asiento en un reservado de sillones, frente a recepción.

            —Entonces, ¿piensan denunciar a la vieja?

            —Fijo, casi todos. Pero no tienen nada que hacer, ni los del muerto. Parece que la tal Amelia lo esperaba, ganará ella. De todas formas, habrá otras demandas, muchas, por eso te llamé.

            El pasante le entregó un bloc de notas. Gregorio lo revisó, asintiendo, luego miró el reloj y le envió al despacho de abogados a consultar unos datos. Quedaron en llamarse por teléfono a lo largo de la noche. Como el recepcionista estaba ya en su puesto, se dirigió con la maleta hacia él. Mientras rellenaba la ficha, no perdió de vista el salón. La gente salía en grupos, discutiendo; continuaban los nervios y los enfrentamientos. Observó que las víctimas conservaban aún sus mantas grises. El miedo no les dejaría dormir, la noche sería larga, había que hablar de dinero. Gregorio firmó en la ficha y se la entregó a recepcionista, que comenzó a teclear en el ordenador. Luego cogió de una bandeja un cuadernillo publicitario. En la cubierta, sobre un fondo amarillo chillón, el reclamo en negro decía: La perspectiva no es una ciencia, es una esperanza. No quiso saber qué vendían, no quiso ni abrirlo, y lo dejó en su lugar.

                                                   de La cosecha, pag. 119

miércoles, 15 de octubre de 2014

PUERTAS Y ARMARIOS-La cosecha


  Después de ella sólo le quedaba su puerta. Nada más. Día tras día estaba plantado delante de su puerta y nadie respondía al timbre. Como si ella no estuviera. O estuviera quieta, en silencio, haciéndose la ausente. Seguro que no se movería hasta que el timbre dejara de sonar y él se hubiera marchado. Aunque tal vez ya no le importaban ni él ni sus llamadas. El caso es que ella ya no estaba.

            Hacía mil años él había sido parte de ella, y ella de él. Eran sólo uno, uno sólo, dos, ambos, uno y otro... Cambiando muy rápido, siempre intercambiando, siempre en movimiento. Vivos. Tanto como era capaz de soportar la máquina. Pero tenían un secreto. Todo comenzó cuando él se fue. Y al regresar todo terminó porque ella hizo que se fuera. A partir de ese momento, cada vez que él volvía tenía que conformarse con estar ante su puerta. Sin ser, sólo estando. Y allí cada hora eran demasiados minutos.

            Hasta que pasaron las semanas y ella permaneció el tiempo suficiente sin ser vista como para convertirse en una imagen neblinosa que circulaba por el cerebro de él. Esa imagen no era ella, la verdadera, la actual, sólo era el recuerdo de ella en la mente de él. Sin embargo, la que todavía seguía allí, inmutable, era la puerta. Eso al menos era real. Y cuando él comprendió que lo último que recordaría de ella sería su puerta, con sus formas, sus adornos, las marcas características y los defectos a los que había lanzado lágrimas en silencio, consideró que había llegado la hora de marchar. Con la puerta como único recuerdo, salió en busca de un agujero al que poder llamar casa. Desde ese preciso instante, decidió, de decidir, que ella ya no era. Al menos, para él, había sido.

            Pero él no era bueno tomando decisiones, y para olvidarse de ella se dedicó a fabricar armarios en la nueva casa.  Primero vació todas las habitaciones y tapió las ventanas. Sólo dejó lo esencial: cielo raso con una bombilla pelada en el centro, cuatro paredes  y un suelo entarimado que hablaba a cada paso y le hacía compañía. Lo ineludible. Después llenó las habitaciones de piezas de madera y herramientas. Apenas comía, apenas dormía, siempre estaba trabajando en los armarios. Sus movimientos estaban dotados de una precisión absoluta que al requerir la máxima concentración impedían la fuga mental. Se convirtió en una prolongación de sus herramientas. El único objetivo era la construcción de armarios. Armarios totalmente rodeados de puertas. Por los cuatro costados, también arriba y abajo. La puerta de arriba servía para cambiar de perspectiva, para asomarse; la de abajo golpeaba contra la tarima, quedaba entreabierta a la posibilidad de atisbar un vacío sin fondo. Y todas esas puertas eran idénticas a la puerta de ella. En realidad todos esos armarios eran su puerta. Y cada vez que estaba ante cualquier puerta de uno de sus armarios era como estar ante la puerta de ella. Esperando. De nuevo. Solo. Hasta que llenó la casa de armarios y ya no le quedó suelo que pisar. Entonces el tiempo se detuvo. Pudo oírlo. Fue como si la nada crujiera entre sus manos. Manos de dolor encallecidas.

            Ya no existe ni pasado ni futuro. Ni recuerdo ni esperanza. Sólo importa lo inmediato. Su mente desvaría entre los escombros de lo que fue. Juega a crear pesadillas que no se diferencian en nada de la realidad. Vive encima de los armarios, sentado, vigilando. Sabe que esa puerta, que ya no se abre para él, pronto se abrirá para otros. Para cualquiera de esas sombras que se aproximan lentamente en una fila interminable que se pierde en el horizonte. Y quiere ser otro, disimularse entre las sombras, si es necesario renunciara a su identidad para que se le abra esa puerta una vez más. Pero eso es imposible porque no está ante la puerta de ella, sino sentado encima. En otro plano. Con el cuerpo en horizontal, fuera de la gravedad. Si sus deseos se cumplen y ella abre la puerta, él caerá sobre la pared del recibidor o tal vez sobre su cuerpo. Y en efecto ella le abre. Y él cae. Pero no puede abrazarla, la confluencia de planos sólo permite una línea de contacto y apenas si puede asirse en perpendicular a los pechos de ella. Ella se libra de sus manos, con asco, y él queda aferrado al borde del alero de su cintura. A punto ya de caer, todo se disuelve entre sus dedos. Sus manos agrietadas. Necesita una salida. Y la salida se encuentra, una vez más, en el interior del armario, donde duerme agazapado. Es un animal enfermo. Suplica una tregua. Por puro agotamiento, deja de buscarla en su mente. A fin de cuentas, ella siempre va en la otra dirección. Sólo le queda el consuelo de su aroma en las encrucijadas.

            Vuelven los días amables. Regresa el optimismo. Él se pasa las horas entrando y saliendo de los armarios, como el que va de paso, o paseando. A cada puerta que abre formula un deseo, una súplica. La herida sigue abierta y por más que desvíe la mirada no dejará de sangrar. Tiene que ir a verla. Verla de ver, ver de tocar, tocar de sentir, y así resucitar.

            Cuando va a verla, ya ha pasado todo el tiempo, y mucho más. Por infinito que sea el tiempo. Pero ella le recibe con los brazos abiertos. Aunque no es ella, claro. Ni tan siquiera se parece a ella. Es otra persona. El tiempo no compartido la ha desligado de la imagen que él poseía y no puede reconocerla. No recuerda ningún secreto compartido. Hablan, rememoran su pasado común, sin prisa y sin pasión. Él se siente como si fuera otro hablando de terceras personas.

            —Yo también te encuentro a ti diferente —le dice ella.

Y él también se siente diferente a sí mismo. Ahora vive en un presente exhaustivo. Sólo cuando se despiden, y ella cierra la puerta, al verse delante de esa puerta, siente un vació. Un vacío que su intemporalidad le impide definir.
 
                                       de La cosecha, pag. 131
 

martes, 7 de octubre de 2014

OTROS ÁMBITOS-La cosecha

 
            En un control de carretera, al salir de la autovía, me pidieron la documentación y por instinto saqué el carnet de la biblioteca. El policía lo observó con incredulidad, apretó los labios y, para abreviar, me dijo: el Otro. Durante unos segundos me quedé perplejo, con cara de inmigrante, preguntándome si no le parecía suficiente con mi nacionalidad y tenía que añadirle otra... El policía golpeó el borde de la puerta con el carnet de la biblioteca, de modo que me puse tieso, abrí de nuevo la cartera y le entregué mi DNI. Lo miró sin demasiado interés, lo puso debajo del otro y, al entregármelos, me dijo:

            —Procura no distraerte en la carretera, recuerda que estás conduciendo.

Entonces le miré a los ojos y le reconocí: era un vecino de Cifuentes. Iba a decirle algo agradable, pero él tensó los músculos de la cara y me devolvió una mirada que decía: Tú, a Mí, no me conoces de nada.

Un par de kilómetros más adelante la escena empezó a cocerse en mi cabeza. El policía no me había regañado, ni me había tratado como a un idiota, sólo me había pedido el  Otro carnet con una cierta complicidad. Era mi vecino pero también era cierto que no nos conocíamos. No recordaba haber coincidido con él en ninguna parte, no frecuentábamos los mismos bares y, como mucho, nos habíamos visto de lejos el suficiente número de veces como para reconocernos de cerca. Del mismo pueblo, pero no de la misma gente. Y el pueblo es pequeño, y la gente es poca. Y, como estaba muy ocupado intentando recordar las caras de los vecinos y asociar alguna con la del policía, no sé, una mujer, unos hijos, un amigo alto, uno muy bajito y feo, tomé la desviación equivocada y cuando me di cuenta estaba dando vueltas como un gilipollas en un barrio nuevo en el que todas las calles eran iguales. Total, que llegué tarde a la biblioteca y me quedé pasmado frente a la puerta cerrada mirando en el cristal esta cara de tonto que tengo. Lo mío no se arregla ni con pastillas.

De nuevo en casa, le comenté emocionado a mi perro que iba a buscar al policía. Ese domingo crucé casualmente por delante de los que salían de la misa mayor, aparqué el coche al otro lado de la feria de ganado para verme obligado a atravesarla, y recorrí el rastrillo media docena de veces haciendo como que había quedado con alguien. Al final, encontré al policía. Estaba con el alcalde y un par de concejales saludando a los paisanos que estrenaban la nueva pasarela del Tejo, así lo decía el cartel: Nueva Pasarela del Tejo, y todos ellos se pavoneaban con los cuellos muy tiesos y las miradas displicentes. No había quedado mal, pero tampoco era para estrenar corbata. Eso sí, la pasarela tiene una barandilla acristalada que permite ver cómo pasa el río, y eso es un puntazo.

Poco después, el alcalde y la comitiva cruzaron la pasarela en dirección a la feria de ganado, y a medio camino el policía se despidió de ellos. No parecían muy amigos, puede que su presencia allí fuera obligada, aunque yo no entendía muy bien la situación. Decidí seguir al policía y, después de verlo entrar en la panadería y salir con una bolsa de plástico de la que asomaba una chapata, nos alejamos de la parte vieja del pueblo hacia un bloque de pisos aislado.

Mientras le seguía, pensé que el policía era nuevo en el pueblo, nuevo como yo, que por desesperación vivía ahora en Cifuentes pero en el fondo no era de allí. Pensé que no era bueno que dos personas que pueden relacionarse dejen de hacerlo. Pensé en acercarme y saludarlo con afecto. Sentía la necesidad de escuchar su voz, de contarle cosas, de comentarle que me había gustado lo último de Julian Barnes... y hablarle de mi casa y de mis libros y de la inteligencia, soledad en llamas. Pensé también en su negativa a conocerme. Debía respetar sus deseos, y me quedé lejos. A una distancia prudente. Con la vista en los zapatos. Sin atreverme a mirar cómo entraba en el portal y desaparecía.
 

                                                 de La cosecha, pag. 57 
 

lunes, 6 de octubre de 2014

UN DÍA DE ESTOS PERDERÉ


 
UN DÍA de estos perderé
la esperanza
y dejaré de escribir.
¿Qué será entonces de mis palabras,
mis acepciones, mis afectos?
Todo se pudrirá
en la torpeza de lo dicho:
lo sólo pronunciado,
jamás registrado
y puesto en duda.
 
 
de Palabras dactilares, pag. 93

viernes, 3 de octubre de 2014

UNA BARCA PARA BENI-La cosecha


       La espuma de la cerveza negra dejó al fin de burbujear y adquirió un aspecto de poliuretano seco. Marina la tocó con el dedo. La huella permaneció un instante y comenzó a ser tragada por la crema. Beni alargó las dos manos y cogió la pinta con ansiedad. Metió sus labios en el líquido, sorbió más que beber, y sus ojos de gacela asustada otearon por encima del borde del vaso. Marina vigilaba la entrada del pub, yo controlaba al camarero. Cuando Beni llegó a la mitad del vaso, lo dejó frente a mí y bebió de su refresco de naranja para quitarse de los labios el bigote de espuma. Me relajé un poco. Miré hacia la ventana. La barca ya estaba saliendo del Puerto Nuevo y se dirigía hacia nosotros. Pensé en el fracaso. No en ése, en Todo el fracaso.

            Esperamos los tres en el embarcadero, alejados de la gente, como siempre. A Beni le había pegado la cerveza y le temblaba una pierna. Miraba el agua tranquila con la intensidad de quien busca algo. A nuestros pies, los mubles relucientes comían plástico entre las rocas del fondo. La llegada de la barca agitó la ensenada, Beni enseñó los dientes. Marina negó con la cabeza y se cruzó de brazos, enfadada. Una vez más nos quedaríamos allí, estáticos, viendo cómo bajaban y luego subían uno a uno los pasajeros, cómo llegaba algún rezagado y saltaba a la proa mientras soltaban amarras, cómo se alejaba la barca hacia la desembocadura del Tejo, cómo se agitaba al entrar en la corriente que se dirigía a la bahía  y cómo, inevitablemente, al tocar la bocina, Beni levantaría una mano y la agitaría con pena diciendo Adiós.  Entonces Marina lo abrazaría, yo apretaría los dientes y los puños, y regresaríamos a casa silenciosos por el camino más corto posible. Beni tenía susto por culpa de la soledad. A los catorce años, la vida ya lo tenía acorralado. Para que no se volviera un vegetal frente al ordenador, teníamos que arrastrarlo a la calle y mamarlo a cerveza negra. Su medicina, su Valor, como decía él, cuando decía algo.

            —¡Venga, vamos! –gritó Beni de pronto, y se puso en pie. Marina y yo nos miramos sorprendidos, ¡por fin!, y cuando echó a correr le seguimos a trompicones.

Bajamos corriendo a la rampa de embarque. La cola de pasajeros estaba llegando al final. Saltamos a la barca los tres. Beni sonreía. Nosotros nos metimos dentro, en la cabina acristalada,  y Beni se sentó en el banco de proa, cerca de un grupo de chicos y chicas de su edad, y algunos un poco mayores. Marina y yo nos cogimos de la mano, estábamos muy nerviosos, ilusionados.

Aquellos chicos tenían una pinta delictiva. En una bolsa profunda y trasparente llevaban cervezas, vino y una botella de sirope rojo. No disimulaban muy bien sus maniobras alcohólicas: miraban a los lados, miraban al suelo… Las chicas vestían desastroso, como embutidas en dos tallas menos, con medio culo al aire y ademanes de futuras prostitutas. Ellos, deslenguados, todo taco y ninguna sintaxis, tenían ademanes de aspirantes a camellos, se golpeaban pecho contra pecho y se desafiaban lanzándose miradas sicópatas. Eran tan tiernos como un cuchillo recién afilado. Beni se acercó a ellos, tambaleando, Cago en la hostia, dijo, se agarró los huevos como Michael Jackson y provocó una carcajada. Luego cogió de la bolsa una cerveza, la abrió y se la bebió de un trago vikingo, desbordando por la boca y manchándose la camiseta. El grupo lo celebró con un rugido. La gente de la cabina miró hacia ellos. Marina y yo sonreíamos encantados. Una mujer hizo un comentario, juventud, vergüenza, degeneración, y nos miró a nosotros. Soltamos una carcajada a dúo, y ella se cambió de asiento.

            Tal y como habíamos acordado, Marina y yo nos bajamos en el Puerto Nuevo. Beni se quedó con sus amigos y apenas se despidió de nosotros con una mirada desdeñosa. Reconozco que tuve un momento de debilidad, cuando pasé junto a él para desembarcar y casi le meto en el bolsillo tra-sero del pantalón un billete de cincuenta euros. Marina me sujetó la mano y tiró de mí. No le iba a destrozar a su hijo la ceremonia de madurez.  Dentro de media hora la barca atracaría en la ciudad y comenzaba su iniciación. El cerebro de Beni tenía que encontrar recursos, espabilar, manipular, hacerse con el control de las personas hasta lograr sus objetivos. No llevaba móvil, ni dinero, sólo elocuencia. Debería apañárselas como fuera para regresar a casa. Demostrar independencia. Entonces podría negociar con nosotros su futuro. Dar sentido a la inversión.
                                                        
                                                                     de La cosecha, pag. 95

miércoles, 1 de octubre de 2014

TÚ SERÁS MI ENEMIGO


 

            ¡Tenía tanta necesidad de un enemigo!

            Venía a mi puerta con la soberbia estropeándole la sonrisa. Con los ojos inyectados de conflicto. Las manos tanteando golpes. Los músculos del pensamiento listos para el salto y la garra.

            No recibirlo hubiera sido el primer motivo de pelea. No abrirle la puerta, una afrenta. Te obligaba a estar en su presencia, a escuchar todo su odio desplegado como el tenderete de un vendedor de hachas. Cada palabra lista para cortar.

            Sus ojos rasgaban el aire. Quería hacer sangrar al viento. Las gotas de sudor que resbalaban por su cara, siempre congestionada, pudrían la hierba con solo tocarla. ¡Un enemigo, dadme un enemigo! Era trágico verlo así. Saber que era así. Que su esencia dependía de hacer daño. Del daño que quería hacer con sus propias manos. No herir a alguien constantemente le resultaba impensable. Contrario a la vida, que daba asco.

            Nunca se planteó que la vida era asquerosa gracias a las personas de su especie. De humano tenía poco más que la ropa. Era como un trozo de carne que los gusanos se disputan estando aún vivo. No entendía el equilibrio de fuerzas, sólo la ley del más fuerte. Corriendo desnudo por el campo apenas sería un animal exótico que escapó de la clasificación definitiva. Una curiosidad antropológica, o zoológica.

            Olía su propio miedo y te decía que estabas asustado. Y asustaba.     

            Como odiaba tanto, le regalaron una bandera. Otros más listos que él le señalaron al enemigo. Le dijeron que la muerte era una causa, que matara para ellos y sería bendecido para siempre, y el muy bendito lo creyó. Retorcieron la gramática como una cuerda alrededor de su ignorancia. Lo encadenaron a la casa, pusieron un cartel: Cuidado con el perro.

            Le gusta que le llamen perro. Perro fiero.

            Tiene a su alrededor perrillos ladradores que también defienden la casa. Juntos hacen un buen equipo. No necesitan responder jamás a pregunta alguna. Llevan todas las respuestas troqueladas en su collar. Algún día se darán cuenta de que el enemigo habita en la casa que defienden.

            Pero en la casa, no hay nadie.

            No puede haberlo.

            Sólo hay un espejo. Con el azogue eterno de las horas.

            Y un arroyo cristalino colgado de un clavo.

            El arroyo primordial que miró el primer humano antes de serlo. El test de inteligencia que no superó al crear en su mente el primer instante de tiempo. Pudo, como cualquier animal, reconocerse, y luego evolucionar desde el desconcierto. Pero aspiraba a ser el peor de los animales, el más imperfecto, el virus suicida que se mira a los ojos.

            En realidad todo comenzó cuando el primer ser humano vio su propia cara reflejada en el río y dijo: Tú serás mi enemigo.

            Por eso, como yo soy humano, no le permito a este hombre, que odia tanto, que se adentre en mi casa. No quiero que me contamine. Que me contagie la rabia.

            ¿Me estás llamando perro?, pregunta.

            No le digo nada. Al enemigo ni agua.
 

                                                           publicado en Espacio Luke