viernes, 28 de noviembre de 2014

CEBO DE ANTOJO en Photowriting de Paula Arbide


    Estaba harto de oír la misma historia. Sus padres eran unos románticos empalagosos y a la menor oportunidad le daban alas al amor contando con detalle los preámbulos de su nacimiento.  En su primera cita habían ido a ver “En el estanque dorado” porque a Ella le gustaba Henry Fonda, y a la salida del cine, para impresionarla, Él le dijo que pescaba, que luego soltaba a los peces y que conocía uno tan viejo como la mítica trucha Walter que aparecía en la película. No es verdad, le dijo ella, picando el anzuelo, y al día siguiente estaban los dos apretados en una barca en mitad del pantano. Cebaron el agua con pan untado en mantequilla y Él lanzó el sedal sólo con la cucharilla reluciente. Minutos después apareció un lucio de medio metro que con su boca de pato se merendó el pan y luego jugó con la cucharilla como si supiera que no corría peligro. Y entonces se acercó hasta la barca, le contaba su madre, y pudimos tocar su lomo y ver la marca que tenía en la cabeza, y después naciste tú y, como tenías en la pierna un antojo igualito, te pusimos de nombre Lucio. A él esta historia le parecía un cuento, y el amor una horterada.

     Lucio cumplió diecinueve años hace dos meses. Hace uno se enamoró como un tonto de un compañero de su clase, que le corresponde como un bobo, y se cogen de la mano y se besan como idiotas, hasta marearse. No se lo creen ni ellos, y quieren comprometerse. Por eso han ido este hermoso atardecer al pantano, Lucio ha lanzado el sedal sólo con la cucharilla y se ha remangado el pantalón corto para utilizar como cebo su antojo. Y espera que acuda el pez a certificar su amor. Y su novio, sentado en la orilla, está mirando en internet y dice que un lucio puede medir hasta un metro ochenta y vivir más de treinta años. Luego es posible.

 

martes, 25 de noviembre de 2014

EL BUSCADOR DE ESPEJOS-La cosecha


Empiezo a estar viejo y tengo vértigo. Mis socios lo saben y cuando cambiamos de obra procuran allanarme el camino, alejan de mí los obstáculos para protegerme y de paso no dar mala imagen ante los clientes. Nadie quiere encima de su tejado un instalador de paneles solares que mira a un vacio de diez metros como si estuviera en lo alto del Himalaya, y menos si ha olvidado sacar el permiso en el ayuntamiento. Tengo vértigo, pero lo extraño es que no me dan miedo las alturas. Dice Quelo, el fontanero del equipo, que quizá no tengo miedo a caer sino ganas de saltar. Espero que no esté en lo cierto, por si acaso me encargo de la parte superior de los paneles, lejos del canalón, como decimos nosotros.

Todo esto comenzó por tener ojos, hará cosa de un año, durante una temporada muy estresante en la que dormía fatal. Demasiados clientes pero mal pagadores, había que estar todo el día detrás de ellos, y encima aguantando sus impertinencias y malas caras, como si la deuda fuera nuestra. Yo tengo mucha labia, sé calar a los listos, casi siempre me tocaba a mí dar la cara ante los morosos. Sólo mido un metro sesenta y soy flaquito, de modo que no les podía cobrar por la fuerza y prácticamente los hipnotizaba. Miraba con intensidad a los ojos de la gente, entraba a través de ellos en su economía y acertaba su saldo mejor que un cajero automático. Me gustaban sobre todo las conversaciones tensas, crudas, en las que flotaba la amenaza de denuncia, pero empleando siempre palabras de seda hasta minarles la moral y lograr que al menos me fueran pagando a plazos. Sin embargo, perdía demasiado tiempo charlando, se me iba lo comido por lo servido, no soy un ejecutivo, y exponerme a la mezquindad de algunos morosos forrados de pasta terminó desequilibrando mi mirada.

Un día cometí el error de analizar a un cliente desde lo alto de un tejado. Nos miraba desde abajo con ojos inquietos y me daba mala espina. No nos va a pagar, le había dicho a Esteban antes de desembalar los paneles y bajarlos de la furgoneta, pero esa misma semana nos llegaba una letra de la lonja nueva y tampoco teníamos otra opción. Así que subimos los tres al tejado y, según estábamos poniendo los anclajes, volví a mirar al tipo aquél. Sus ojos reflejaron un momento el sol y, a pesar de la distancia, pude verme a mí mismo perfilado en el fondo de sus pupilas. Moví una mano en el aire para ver si era yo y el reflejo me lo confirmó. Me asusté. Por vez primera en mi vida eché mano del cinturón de seguridad y me sujeté a la cumbre. Quelo se rió porque pensaba que era una broma, para tomar el pelo al cliente y que se quitará de debajo. Pero yo estaba temblando, había dejado de ver el volumen de las cosas y cuanto más miraba aquellos ojos como espejos más me aferraba a las tejas. Comencé a marearme y tuve que bajar. Una vez en el suelo, todas las miradas, incluso las de mis socios, me hacían daño. No veía sus ojos, sólo mi reflejo en ellos. Y no lo podía soportar.

Hay que asumirlo con entereza, en tiempos de crisis los hombres con defectos somos los primeros en caer. Ahora que me dan vértigo las alturas, y más aún la mirada de la gente, no le sirvo de nada a la empresa. Esteban y Quelo deben buscar un nuevo socio para sustituirme. No soy rentable, doy demasiados problemas, así se lo he dicho esta mañana, sentado bien firme sobre la cumbre de un chalet. Tenía un frío espantoso, podía ver las capas de aire barriendo mi cara.   Deberías saltar, Fernando, no tengas miedo me ha dicho Quelo. Esteban ha protestado con un joder, pero Quelo ha seguido: No me refiero al tejado,  sino a la vida. Con lo que saques de esta empresa, cómprate una barca. La barca de la que tanto hablas. Tú naciste cerca del puerto, ¿no? En el Puerto Nuevo todavía hay trabajo. Y peces. No tendrás que mirar a los ojos de la gente, el mar es un espejo,  luego ha hecho un silencio y ha repetido: el mar es un espejo. Esteban y yo hemos asentido con la cabeza, sin dudarlo. Luego hemos sonreído los tres, levemente. Quelo ya sabe hablar y convencer, me sustituye con los clientes desde que sufrí el primer vértigo, tiene un estilo diferente al mío, los asusta con sus vaguedades mentales pero es eficaz. El tema de la venta lo dejo en vuestras manos, les he dicho, agarrándome al aire, y me han ayudado a bajar del tejado. En un instante he recuperado el color, la sangre ha vuelto a circular. Ahora te toca cambiar de vida, ha dicho Quelo, seguir adelante y desembocar en el mar.
 
                                      de La cosecha, pag. 141
 

jueves, 20 de noviembre de 2014

LOS MECANISMOS DEL ODIO-La cosecha


Ya son las cuatro de la tarde. Tengo que tomar una decisión. Dentro de unos instantes María Soto aparecerá por el fondo del atajo, se colará en mi casa y me desgraciará la vida. Seré el amante ocasional de una de las mujeres más guapas que he conocido. Hará conmigo lo que quiera hasta que todo termine, como terminan siempre estas cosas, en desastre. O muerto o en la cárcel. Y no quiero. Me niego. Me queda media hora escasa para llamar a la Guardia Civil, o a la Policía, no lo sé muy bien, debe ser cuestión de competencias, porque la asesina y su víctima viven en este pueblo pero el muerto está en el depósito de cadáveres de la ciudad. Y no es una coña metafísica. Si no llamo ahora mismo para comunicarlo, me convertiré en cómplice y víctima. Han pasado varias horas desde el asesinato, no debí regresar a casa. Estos momentos de peligrosa indecisión le pertenecen a esa mujer enferma.

Cuando mi abuela Amelia me dejó como herencia en vida esta finca, y una renta modesta, ya me advirtió que tuviera cuidado con el tiempo libre. No hacer nada te ablanda, y si careces de aficiones absorbentes acabas considerando la vida como un juguete muy caro cuya única finalidad es mitigar el aburrimiento. De no haber pasado las horas muertas mirando por el ventanal, no hubiera visto a María Soto en el atajo que cruza esta propiedad, un camino curioso que los vecinos tomaron por la fuerza hace cien años, para no perder el tren, y que ahora es privado de uso público. Desde mi traslado no había visto a nadie por allí, hoy en día todo el mundo tiene coche, y por eso me llamó la atención que ella comenzara a utilizarlo a diario.  Yo la conocía, cómo evitarlo, es una mujer de bandera, llama la atención en todo Cifuentes. Durante un par de semanas, la vi pasar a la misma hora, casi corriendo. Cogía el tren  siempre en el último momento, como si evitara encontrarse con alguien. Decidí seguirla, por pura desidia, no tenía nada mejor que hacer. Separarme de Marina, tener a mis hijos lejos y una larga temporada en el paro, me habían dejado débil, como sin carácter.

Una mañana cogí el mismo tren que María Soto, pero cuidando de ir en diferente vagón. Nos bajamos en la ciudad junto a los demás viajeros. María caminó sin detenerse desde la estación hasta la plaza del Ayuntamiento, se sentó en un banco y permaneció allí dos horas. Yo la vigilaba desde una cafetería cercana. Ella buscaba personas, en concreto hombres, con ansia en la mirada, y después regresaba al pueblo. Repetimos esa operación durante más de una semana, siempre con idéntico resultado, hasta que un día ella siguió a un hombre fuerte y desgarbado, con rasgos campesinos pero sin serlo. Le seguimos a una distancia prudencial durante horas. Al final el hombre regresó a la plaza, entró en un parking, y ella apuntó la matrícula de su coche. María trabaja en una gestoría del pueblo, supongo que hizo sus averiguaciones, y a partir de entonces cambiamos los horarios. En días sucesivos, coincidimos con el hombre en un bar cercano a su trabajo, en la plaza que había junto al portal de su casa, en su tienda habitual, y en poco tiempo nos movíamos por los lugares que él solía frecuentar. A esas alturas, María ya debía saber que yo la vigilaba, vigilar a otro te vuelve vigilante, y pensé que sólo quería un testigo. Por morbo.

 Esa misma semana coincidí con su marido en un acto social en el pueblo. Ya lo conocía pero no había reparado en él, y ahora me llamó la atención su enorme parecido con el hombre al que seguíamos. Al verlo más tarde junto a María, era evidente que al matrimonio le iba fatal, habían llegado al odio sin disimulos. Él le hablaba con desprecio, y ella tenía un mecanismo automático de afirmación: le decía que sí a todo, y si era que no, de entrada también asentía. Me disgustó aquel hombre, lo confieso, y las dos semanas siguientes participé calladamente con María en aquella sutil venganza, en el establecimiento de las rutinas de aquel extraño de la ciudad.

Juro por lo más sagrado que pensé que como mucho se liaría con él. Que engañaría a su marido con otro, idéntico, pero otro. No niego que pensé beneficiarme de ello, pero juro que no lo sabía. No sabía, hasta hace tan solo dos horas, cuando por fin María iba a tomar contacto con aquel hombre, convencido de que en la pesada bolsa llevaba preparada alguna disculpa para facilitar el acercamiento, que ella sacaría una piedra enorme, le hundiría la cabeza y seguiría caminando tan tranquila. Me sentí tan… sorprendido, tan aterrorizado, que no supe hacer otra cosa que seguirla. Cuando pasé junto al cuerpo ensangrentado todavía se movía, pude ayudarle pero no lo hice, yo sólo quería preguntarle a María porqué, y cuando arrojó la piedra a la ría porqué, por qué me había implicado en semejante barbaridad. Yo sólo estaba mirando, era simple curiosidad. Sin embargo, regresé a este maldito pueblo en el mismo tren que ella. El uno sentado al lado del otro. En silencio, muy cerca. Y aquí estoy, encerrado en mi casa, esperando lo que sea. Debería marcharme de Cifuentes y no regresar jamás. Pero estoy excitado, encoñado, estoy perdido. Y María ya sabe que no tengo fuerza de voluntad.
 
                                                   de La cosecha, pag. 125

domingo, 16 de noviembre de 2014

UN CHICO SUBIDO A UNA PIEDRA-La cosecha


Siempre pensé que eras tonto, pero no imaginaba que lo fueras tanto.

Esta frase ocurrente y lapidaria se la dijo el profesor de matemáticas a Fermín en tercero de la ESO. Delante de toda la clase, entregándole con desprecio un examen que los demás habían superado con sobresaliente mientras que él no llegaba ni al cero. De hecho había batido un récord, tenía nueve puntos negativos. Al día siguiente, Fermín abandonó el instituto y se subió a una piedra.

La piedra de Fermín no era muy grande, apenas levantaba cuatro dedos del suelo. Tenía forma  rectangular y en ella sólo cabían los dos pies, si estaban juntos. Mantener el equilibrio sobre ella no parecía fácil. Fermín se la presentó a la cuadrilla como quien trae a la novia y le dieron su aprobación. También la enhorabuena porque librarse así de volver al instituto demostraba que era más inteligente de lo que ninguno de ellos había sospechado, y menos los profesores. A esa edad, volverse majareta no es lo peor que te puede suceder.

Quizá Fermín estuviera prematuramente acabado, pero era valiente, y aunque se encerró en su casa y dejaron de verlo por un tiempo, cuando regresó tenía un manejo sucinto del tema piedra. Sabía patinar con ella, subir escaleras con ella, saltar bien alto con ella sujeta entre los dos pies, también desplazarse echando chispas con el borde y, sobre todo, permanecer sobre ella en un centenar de posturas extravagantes que en él resultaban naturales. O sea, dominio y carácter. Lo suyo más que una locura era una condición. Algo que te distingue. Como dice Marina, al salir del instituto Fermín ya tenía un pedestal.

Marina y él fueron novios, antes de que Fermín se subiera a la piedra. Después de casarnos, le considerábamos un miembro de la familia. Terminó viviendo con nosotros al morir sus padres.  No recuerdo que trabajara nunca en nada, ni que mostrara intención alguna de hacerlo. Lo suyo era observar. Tener presencia sobre la piedra. Dar testimonio de que se puede ser, ser sin pretender. Vivir sin molestar. Un juguete entrañable para mis hijos, una ayuda para Beni, y un símbolo para los demás. Nunca me molestó que en el pueblo dejaran de llamarnos por nuestro apellido y nos dijeran Los de Fermín. Un día tuvo un problema ridículo con un vecino y lo adoptamos legalmente, para protegerlo. Tenía entonces treinta años. Sin embargo, la tensión de vivir subido a una piedra lo hacía parecer mucho mayor. Y cansado. Debería decir en su honor aquello de La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo, pero sería cínico por mi parte.

La culpa de todo fue mía. No debí pedirle a Fermín que hiciera Algo cuando sabía por experiencia que no se le podía pedir Nada. No debí presumir de amigo especial en las fiestas de la Ría, sólo por entretener a mis colegas, aburridos por culpa de una orquesta mediocre. No debí, para ser sincero, chantajearlo y en cierto modo reclamarle un sustento que no me había pedido y la devolución de los primeros besos que le dio Marina.

Camina sobre las aguas, le ordené, pensando que no me haría caso, nunca lo hacía, pero entonces obedeció.

Fermín conocía las piedras de la ribera como nadie. Lo había hecho otras veces, para la familia, como un regalo, pero nunca en público. Era medianoche. La orquesta hacía un descanso. Alguien pidió silencio por el micrófono y la gente guardó silencio. El sonido del agua indicaba una tregua entre las mareas, el Tejo bajaba manso. Vimos llegar a Fermín patinando suavemente con su piedra sobre los guijarros brillantes, con estilo; luego hizo varias figuras, cogió velocidad y después de un salto muy gracioso encendió en el aire una linterna y cayó sobre una roca siempre verde que se llama la Marmita. Desde allí nos saludó y le aplaudimos. Después comenzó a deslizarse con su piedra sobre las piedras apenas sumergidas, esquivando las que se veían, de modo que parecía un duende saltarín y juguetón que en efecto caminaba sobre las aguas. La gente no se lo podía creer, callaban hasta los niños. Y así estuvimos con la boca abierta durante los diez minutos fabulosos y memorables que duró la exhibición. Al apagarse la linterna, pensamos que era voluntario, y nos entretuvimos demasiado celebrando el privilegio de haber visto aquella proeza. Catorce horas más tarde la Guardia Civil certificó su desaparición.

Yo no digo nada. Bastante tengo con lo mío. Con el papel miserable que me corresponde en esta historia. Pero es lo que hay, cosas de la vida. Sólo han pasado tres meses y Marina ya no me quiere, me lo ha dicho. Lo nuestro se ha ido a la mierda. Ésta ha sido la gota que ha terminado con nuestro matrimonio. A veces, al atardecer, me subo a una piedra de la ribera y mirando el horizonte solitario que me espera me consuelo pensando que le hice un favor a Fermín, que lo empujé al escenario para que no se marchitara y tuviera una despedida gloriosa. Se lo merecía. A fin de cuentas, ser adulto es claudicar.

 
                                                       de La cosecha, pag. 101
 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

EL KILO DE AZÚCAR-La cosecha

 
        Fuimos nosotros.

      El Comando Quijote. Nuestro nombre en clave era Zulú-Garrote-Zulú.

            El jefe militar era Carlos, el del Cerro, que siempre hablaba de matar a todo el mundo porque su padre era un borracho y le golpeaba con sus aspas igual que los molinos. Por eso le dimos el cargo, y también porque sabía decir con propiedad  la palabra logística, a pesar de tener tan sólo once años. Por supuesto, podía sacar de su casa una escopeta, pero no queríamos, aunque aceptamos dos cartuchos de posta, lo que era para nosotros todo un arsenal. El jefe de visión nocturna era en realidad jefa de visión nocturna, o sea Marina, que podía conseguir el visor de cazar de su tío, pero dijo bien clarito que si no le llamábamos Jefa no lo traía. Como ya tenía doce años, y un poco de tetas, nos pareció bien. Manolo, el de la ferretería, se encargaba de los impermeables desechables, Jefe de la intemperie, insistió, y como era el más pequeño le dejamos. Y un servidor, veraneante de ciudad, que hasta la fecha había escrito once poemas y leído seis libros, jefe mayor de inteligencia. Tenía trece años, unas tenazas de cortar hierro y un plan: los bárbaros de la meseta querían llenar el pueblo de molinos y nosotros les llenaríamos de azúcar los depósitos de sus excavadoras.

Aquella noche de octubre, era luna nueva, nos encontramos los cuatro en la trasera de la ferretería de Manolo a la hora señalada. En completo silencio nos pusimos los impermeables desechables, para poder arrastrarnos por el suelo sin manchar la ropa. Marina tomó la delantera, siguiendo el plano que había preparado Carlos después de recorrer el camino varias veces el día anterior. Aunque era nuestro pueblo, no queríamos sorpresas ni alambradas imprevistas. Caminamos deprisa, sin hablar, más juntos que separados, siguiendo el pilotillo rojo del visor nocturno de Marina. Cruzamos el Tejo eludiendo el paseo, sólo eran las ocho de la tarde, había turistas, y al llegar a la carretera general tuvimos que esperar casi cinco minutos hasta que no pasó ningún coche. Luego, bajamos patinando por la barranca del Loro, con unas planchas de cartón duro que había dejado Carlos escondidas en un zarzal, y por fin alcanzamos la lengua de tierra removida donde comenzaba la pista gigantesca que usarían para meternos los molinos en el pueblo. Todo iba como la seda.

Sin embargo, cuando subimos a la pista donde debían estar las excavadoras la encontramos completamente vacía. Caminamos por allí, desconcertados, con Marina cambiándonos de nombre y llamándonos Comando Gilipollas, hasta que encontramos detrás de un pedrusco enorme una única excavadora. Era muy pequeña, y con la pala hundida en el suelo parecía todavía menor. Un juguete. Carlos nos juró que esa mañana había allí todo tipo de máquinas y dos buldócer del tamaño de un dinosaurio. Le miramos con rabia, desalentados. Pero de todas formas decidimos seguir adelante. Preparé la cizalla  para cortar el candado del depósito y Marina se adelantó hasta la máquina. Regresó poco después. No estaba muy segura, pero creía que la excavadora era la de Jacinto, el de las Casas Nuevas. Manolo fue a ver, y confirmó que lo era. A nosotros el tal Jacinto nos parecía un cabrón, pero le debía mucho dinero al padre de Marina y también debía bastante en la ferretería de Manolo. Si le fastidiábamos la herramienta de trabajo, tardaría más en pagar. No era lo mismo una excavadora de una empresa, que no pertenecía a nadie, que una de las “nuestras”. Había un vínculo.

Pasó un cuarto de hora y seguíamos allí, indecisos. Pasó otro rato. Estábamos cogiendo frío. Como yo era el jefe de inteligencia, tuve que abortar la misión. Eso sí, decidimos que había que dejar huella, y Manolo colocó junto al tapón del depósito el kilo de azúcar que había traído de su casa. Antes de marcharnos, Carlos quiso celebrar la gesta y explotó un cartucho entre dos piedras. El sonido fue tremendo, hizo un gran eco, tuvimos que echar a correr en desorden y, cuando cruzábamos de nuevo la carretera general, ya llegaban coches del pueblo en dirección a la obra. Al día siguiente, en su primera edición, el Diario calificó el suceso como un “extraño y amenazante boicot”, un mal precedente, y la empresa concesionaria dijo que reforzaría las medidas de seguridad.

 Ya sé que todo el pueblo pensó que habían sido Julio y los Independientes, porque tenían un grupo de rock duro y un concejal en el ayuntamiento, y como eran de izquierdas se les echaba la culpa hasta del mal tiempo. Tampoco ayudó que no se molestaran en desmentirlo y que hicieran una canción titulada: El kilo de azúcar, convirtiendo nuestro fracaso en algo simbólico. Afortunadamente, los aerogeneradores no invadieron nuestro pueblo. Han pasado ya treinta años, y por eso lo he contado. Entonces no lo hice porque era una misión secreta.

           
                                                            de La cosecha, pag. 31
 

sábado, 8 de noviembre de 2014

MP3-La cosecha


       Para rematar la semana, le regalo a Yolanda un transistor y cuando Marina llega del trabajo lo tira a la basura.

       —Eres un hijo de puta, la niña te pide un MP3 y tú le traes una radio...

       —También le he dado dinero para que se compre el MP3 que más le guste. El transistor es un regalo simbólico.

       — ¿Simbólico de qué? ¿De lo perturbado que está su padre?

       —Cuando ella nació los escaparates estaban llenos de este modelo. No ha sido fácil encontrarlo. Sólo quiero que sepa que vive en un tiempo y que hay objetos que le permiten retroceder hasta el momento de su origen...

       —¿Y para qué necesita ella todo eso? Ya hemos hablado de este asunto mil veces. Te lo he advertido, quiero que Yolanda camine por la vida en línea recta, que viva el presente y recuerde sólo lo necesario... No le estropees la cabeza con tus majaderías.

       —Pero tú y yo conseguimos detener el tiempo… abrimos la puerta… cruzamos el umbral...

       —¿Y nos ha ido bien? Dime, ¿nos ha ido bien? Ahora tenemos  hijos, debemos olvidar lo sucedido, tenemos que ser responsables. Bastante tenemos con lo de Beni.

       — La verdad, a mí todo esto no me parece vida.

       — Entonces suicídate y déjanos en paz.

       — Lo he intentado, pero no me llego.

       —¡Payaso!
 
                                                   de La cosecha, pag.99


 

martes, 4 de noviembre de 2014

EL BRASILEÑO-La cosecha


             Llegó en un avión especial, directo desde Río de Janeiro. Nos lo entregaron encadenado. Tenía seis años, era uno de tantos niños abandonados que viven en las alcantarillas de Río, aspiran el humo del tubo de escape de los coches y beben una mezcla de gasolina con alcohol de farmacia. Su captura había resultado laboriosa. Como representante de los primeros mutantes urbanos, su caso iba a ser analizado por la curiosidad médica local. Parecía enfermo, pero la combinación de gases tóxicos que se respiraba aquel día en nuestra ciudad le hizo sonreír y no opuso resistencia a entrar en la ambulancia.
            Yo era el conductor suplente, gracias a un contacto de Marina, y conmigo venía un pediatra empeñado en llegar a un entendimiento con el Brasileño. Como respuesta a sus agobiantes preguntas, el chaval se golpeó repetidas veces el pecho y afirmó llamarse Porche Turbo. No hablaba ninguna lengua concreta, era casi mudo, pero desde que arrancamos seguía el cambio de marchas de la ambulancia con sonidos guturales. Disfrutó del viaje, mirando con ojos de asombro la capa de contaminación que cubría la ciudad. Cuando dejamos la autopista y frené en el semáforo de entrada al recinto hospitalario, comenzaron los problemas. El Brasileño sacó la cabeza la ventanilla y le rugió al coche que estaba detenido junto a nosotros. El conductor se asustó, perdió el control del vehículo y chocó con el de delante. El Brasileño se rió a carcajadas. Luego, como si le fallara algo en la cabeza, o necesitara un trago de gasolina, perdió el control. Le sacamos en Urgencias y para que se calmara el pediatra le recitó una lista de marcas de coches, piezas de motor y accesorios de automóvil. Estuvo inspirado, funcionó. Le quitamos las cadenas y quedó a cargo del organizador del congreso médico.
            Unas horas después nos devolvieron al Brasileño para exhibirle en la Universidad de la Loma. No traía buena cara, estaba a la defensiva, enseñaba los dientes a la menor pregunta del pediatra. Llegamos a la universidad y olisqueaba el aire, estaba inquieto. Todo se complicó al cruzarnos con un grupo de estudiantes de medicina, que iban tirándose una oreja humana a modo de pelota. Tanto aterrorizaron al Brasileño que se quedó clavado, vibrando intensamente, como si quisiera echar a correr olvidando quitar el freno de mano. Pataleaba de forma alarmante y no pudimos sacarlo de la ambulancia. El pediatra sugirió marcharnos de allí y pasearlo por la zona industrial para darle un respiro.
            Somazo nos recibió con el bufido de sus chimeneas. La carretera se llenó de humo. Abrimos las ventanillas, pero el Brasileño no se calmaba. Para que no se hiciera daño, el pediatra le aligeró las cadenas, pero se le escurrió como una anguila y salto por la ventanilla a la calle. No pudimos salir de la ambulancia porque estábamos encajonados entre coches, algo que él sabía pero nosotros no. Allí mismo se detuvo a olisquear el tubo de escape de un camión, le dio una lengüetada larga al tapón de la gasolina y desapareció entre las calles. Recuperado el control de la ambulancia salimos en su persecución.
            Somazo es grande y laberíntico. Un par de veces vimos salir al Brasileño a la carretera general, respirar de un tubo de escape cualquiera y esconderse de nuevo. Por fin se metió en un callejón sin salida.  Estábamos a menos de veinte metros de darle alcance cuando sobre el muro que cerraba el callejón aparecieron dos críos de una edad parecida a la suya. Llevaban a la espalda mangueras de goma con los extremos unidos por una cuerda, como arcos, y en la cadera bolsas de plástico duro mediadas de gasolina. Brrr, les gruñó el Brasileño. Burrum, burrum, respondieron ellos. Le alargaron sus gomas, se sujetó y le subieron al muro. El pediatra se indignó: Aquí no tenemos niños así, y salimos corriendo tras ellos. En cuestión de segundos ya estaban lejos, metiendo la tercera y luego la cuarta. Por un momento pensamos que les podíamos alcanzar, pero Porche Turbo metió la quinta y los perdimos de vista. Y con ellos, nuestros empleos.
 
de La cosecha, pag. 137.