domingo, 20 de marzo de 2016

LA TEMPESTAD en Photowriting de Paula Arbide


Todo iba bien. Irene se había estabilizado. A principios de julio sacó el título de Arte Dramático, durante el  verano afianzó la relación con su novio, Román, buscaban casa, y a finales de octubre los contrataron juntos para hacer de Miranda y Fernando en La tempestad, de Shakespeare.  Los ensayos fueron perfectos. Sin problemas.
La noche anterior al estreno, Irene y Román estaban tan nerviosos que practicaron el sexo hasta caer rendidos. Al despertar, ella se encontraba demasiado calmada. Cuando llegaron al teatro, su aplomo llamó la atención del director, que alabó su actitud madura y profesional. Los dos primeros actos fueron brillantes: cuando Irene salía a escena representaba una Miranda tan alucinada e ingenua que el patio de butacas crujía con ganas de aplaudirla. En el tercer acto, sin embargo, hubo una trasformación, se la veía oscura y enfrentada a su papel. Entre bastidores se preguntaban qué le estaba sucediendo. Llegó el momento en que Fernando le declaraba su amor y le pedía la mano: He aquí mi mano. Ella debía responder: Y la mía, con el corazón dentro. Pero Irene no dijo nada. Se quedó quieta, como sorprendida, enfadada, pensando. Después de cinco segundos eternos dijo:
—Pero eso no puede ser… ¿No ves que estoy enferma?
Román enmudeció. No sabía de qué le estaba hablando. Tardaba en reaccionar, se saltó su frase, tuvo que salir en su ayuda el actor que hacía de Próspero: Ella enferma de amor y él mudo al saberlo, ¿quién puede entenderlo?, dijo antes de recitar apresuradamente el último fragmento de la escena para que cayera el telón. Román y un miembro de la compañía se llevaron a Irene al camerino. El médico no tardaría en llegar.

Publicado en Photowriting
Foto Paula Arbide


martes, 1 de marzo de 2016

ELEMENTOS DE CONQUISTA en Revista Cantárida


     
Alberto tenía entonces diez años y estaba pasando unas vacaciones horrorosas en el pueblo de sus padres. La culpa era de los suspensos y de su inmediata consecuencia: los trabajos de verano. Cinco cartillas gruesas  que le obligaban a repasar el programa completo de cada asignatura. El estudio le ocupaba la mayor parte de la mañana, pero no cumplía, y después de dos semanas buscando disculpas para mirar por la ventana su madre le había castigado a no salir si no terminaba todos los ejercicios correctamente. Se los revisaba a diario, le reñía, le decía que debería darle vergüenza repetir el curso por ser tan vago y distraído.  Llegó el día de la Feria y el castigo quedó lógicamente suspendido.
            La Feria era la única fiesta en sesenta días de vacaciones y en otros tantos kilómetros a la redonda. Estaban en la casa de los abuelos, en una aldea remota, a una hora de autobús del festejo. Era el acontecimiento familiar del verano. Poco antes de salir, sólo por llevar la contraria, Alberto comenzó a protestarle a su madre diciendo que a él el gasoil le mareaba, que a él tanta vaca, y tanto cerdo, y tanto queso...
            —¿Te importa que no vaya?
            —¿No quieres ir?
            —Estoy cansado de estudiar. Si descanso un poco... en la Feria hay mucha gente.
            Era la primera vez en su vida que Alberto pedía quedarse solo. Su madre le preguntó si se encontraba bien, pero le dijo que no había ningún problema porque su tía se quedaba en casa. Unos minutos más tarde, se marcharon todos. Su tía fue muy escueta:
            —Eres libre, haz lo que te dé la gana. Pero luego no te quejes.
            —No lo haré. ¿Me puedes cortar un poco de jamón?
            Su tía le preparó un bocadillo enorme con un cuarto de hogaza de pan. Alberto se alejó de la casa trotando y pegando alaridos. Llevaba caminando un buen rato cuando le entró el hambre. Decidió sentarse a comer. Estaba entre árboles y buscó un claro. Desde allí no se veía ya la casa, ni ninguna otra alrededor. Comió la mitad del pan y una loncha de jamón. Luego corrió sin dirección, saltando ramas, arroyos, charcas fantásticas que no habían sido holladas por las omnipresentes vacas. Pasó el día como un pionero feliz al que espera por delante todo un continente. Cuando el sol comenzó a caer se sentía lejos, más lejos que nunca en su vida. Y no quería volver.
Alberto tenía una gran memoria y, mientras pensaba en no volver, en abandonar a sus padres, a sus hermanos y tirarse a la bartola por el ancho mundo, sus pies le conducían de regreso a casa. Lo sabía, pero no se resistía ni le extrañaba porque nunca obedecía órdenes, tampoco las suyas. Había sin embargo algo nuevo, inaudito para él. Durante el regreso estaba escogiendo los caminos fáciles: la parte más estrecha del río, la bajada razonable entre dos rocas, el árbol sólido y fiable en vez del traidor que se cubre de maleza. Tenía cuidado de no hacerse daño, que al menos esta vez no hubiera peligro, ninguna novedad que contar. No había nada más emocionante que hacerse cargo de sí mismo.  
            Llegó a las proximidades de la casa cuando empezaba a anochecer. Se oía el bullicio de la gente que regresaba de la Feria. Se sentó a esperar, escondido entre los alisos, en una curva del río que delimitaba la propiedad. Esta vez no buscó ranas, no tiró piedras a los peces, no importunó a nadie con su presencia. Se limitó a mirar cómo pasaba el agua y a ver cómo iban llegando a la casa los miembros de su familia. Venían cargados de regalos para los abuelos: gallinas nuevas, varios conejos, una tinaja grande y dos cestas con cosas envueltas en papel de periódico. Su madre también entró, pero salió un minuto más tarde y gritó su nombre. Cuatro o cinco veces.
Alberto salió de la espesura y caminó sin prisa hacia ella. Le costaba moverse, se sentía más alto, la ropa más estrecha, como si acabara de pegar un estirón. No echó a correr como era habitual. Saludó de lejos, con la mano. Al llegar a su altura, antes de que ella dijera nada, preguntó:
            —¿Qué tal en la Feria, lo habéis pasado bien?
            —Sí, estupendo. ¿Y tú?¿Qué has hecho?
            —Estar solo.
            Su madre sonrió, feliz.
—Ya era hora.
Alberto pensó que iba a abrazarlo, pero se quedó mirándolo con curiosidad:
—Pareces más alto.
—Sí.
—Tendrás hambre… voy a hacer tortilla de patata. Hay que ir al gallinero.
Ella entró en casa y le entregó la cesta de los huevos. No le dijo cuántos. No le dijo que tuviera cuidado de no romperlos.


publicado en Revista Cantárida
foto Paula Arranz