martes, 27 de septiembre de 2016

LOS SENTIMIENTOS ENCONTRADOS en ESPACIO LUKE



¿Quién ve lo que desaparece detrás de una montaña?
sobre Los sentimientos encontrados, de Kepa Murua.

Los sentimientos encontrados es una buena novela. Nadie lo diría tratándose de un diario, ya que la vida normal aburre a cualquiera. Sin embargo hay personas dotadas del don de la singularidad y si se toman la molestia de narrar su existencia con pelos y señales les sale un drama memorable, clásico. Algo digno de ser narrado porque contiene un héroe intrépido, unas circunstancias adversas, un camino esforzado y tortuoso, y un desenlace no por esperado menos sorprendente. Este diario se lee con interés, curiosidad, aprovechamiento óptimo de la lectura y la sensación final de haber adquirido una mejor comprensión del ámbito literario visto por uno de sus protagonistas. Un libro atractivo para todos los lectores, aunque no les atraiga en particular el mundo de la edición. Y mejora si conocemos el libro anterior.  
Recordemos que en la primera parte, Los pasos inciertos (Memorias de un poeta metido a editor 1996/2004), el protagonista fabricaba una trampa y se encerraba en ella. Pretendía la quimera de ganarse la vida en el proceloso mundo de las editoriales independientes, se lanzaba a ello con más corazón que cabeza y al encontrarse con la cruda realidad surgía la trama. Nos contaba entonces sus desvelos ante un hatajo de escritores borrachos y pagados de sí mismo, unos editores avezados en la rapiña y el juego sucio, un sistema de distribución mezquino, una intelectualidad indigna de tal nombre por su escasa altura de miras.  Los ponía a todos a caldo, con nombres y apellidos, para así demostrar su propia valía, la claridad ética de su propósito frente a la turbiedad de los suyos, el inconmensurable poder de un poeta para iluminar aquella oscuridad siniestra. Como San Jorge contra el dragón o Jesucristo echando a los mercaderes del templo. Pero su exceso de pasión le cegaba, impidiéndole ver lo evidente: ser poeta y editor en este país es una paradoja, algo que hace de reír, porque según una encuesta reciente uno de cada cinco españoles piensa que el sol gira alrededor de la tierra (me dicen que es al revés).  Margaritas a los cerdos, era la conclusión de Los pasos inciertos.
 Todo hacía presumir que en la segunda parte el héroe se quedaría solo, enfrentado al espejo de sus limitaciones. Que la editorial Bassarai fracasaría y le arrastraría en la caída. Que sería capaz de sacrificarlo todo con tal de sacar adelante una cabezonería. Que se iba a arruinar sin ser una persona arruinable. Kepa Murua no es rico, ni lo ha sido nunca. No tiene una abuelita maja que le dejó unos bonos canjeables, ni una mujer que puede llamar a papuchi y pedirle lo que sea, ni mucho menos amigos que naden en la abundancia. Perderlo todo significaba para él perderlo todo. Hablo de comer el día siguiente. Y encima su socia en la editorial era su propia mujer. Con un niño pequeño. Sólo un milagro podía haberlo salvado del desastre inminente. Y lo sabía. Y lo dice. Y todo se derrumba a su alrededor sin que pueda hacer nada para evitarlo. Los sentimientos encontrados es la crónica de esa  demolición. Tres años muy largos, duros, tristes; acorralado por las facturas, al borde de un fracaso sentimental y con menos futuro que el presente actual. De hecho, sus páginas anticipan o retratan al sujeto contemporáneo, que huye hacia sí mismo porque ya no queda hacia dónde correr. Eso en los que nos hemos convertido en la última década: estéril y desesperada. Es destacable el episodio de su viaje a Canadá y New York, cuando el autor intenta recuperar su libertad de acción, la juventud despreocupada, pero se escucha entre frase y frase, con nitidez, el sonido de las cadenas. Entonces empieza el dolor.
Hay un punto en este diario en el que Kepa Murua debería haberse detenido. Hacer un paréntesis, dejar un largo espacio en blanco, varios meses. Quizá por pudor, para no ocasionar daños colaterales, proteger su intimidad o no mostrar su lado más implacable. Cuando el barco hace agua, toca el sálvese quien pueda, no hay chalecos para todos y apenas tiene fuerzas para salvarse a sí mismo. Pero no calla, no lo hace, da testimonio de lo alto y de lo bajo. Justo en ese momento  recordamos que lo que estamos leyendo le ha sucedido a alguien, que se basa en hechos reales, es una true story. Seguir escribiendo en esas condiciones es meritorio, nuestra faceta de lectores sádicos se lo agradece, consigue que sintamos una oscura empatía. Nos lo pone fácil porque él mismo se llama ingenuo, tonto, ególatra, soberbio y pasado de rosca. La furia y la ira dirigida en la primera parte hacia los demás, la dirige ahora hacia sí mismo. Reconoce con pesar que sobrevaloró sus fuerzas, que se equivocó en el análisis de mercado, que ser editor independiente es un lujo que no se puede permitir. El miedo a fracasar es superior al fracaso mismo. Y duele tanto que su expresión alcanza en este punto un alto nivel poético. Kepa Murua acepta su destino, el desierto que le corresponde.  Bassarai dejará de ser real, pero no morirá, tendrá una segunda vida, pasará a ser un mito en parte gracias a sus diarios. Aquí precisamente el Diario alcanza la mayúscula, es autoconsciente, sabe o decide que va a ser publicado. Adquiere presencia, entidad, e influye en lo narrado.
            Es una disciplina extraña terminar los días con un balance escrito de lo vivido. Lo mismo que hacemos todos antes de irnos a la cama, pero registrado, anotado, fijado en palabras para siempre. Someterse a la esclavitud de lo dicho, de la huella pronunciada, y que sea ella con sus limitaciones la que marque todo el trayecto. Un riesgo enorme. Sobre todo cuando el autor se aferra a su memoria, se disocia y se convierte ya en el narrador de pleno derecho de su propia historia. Entonces se gana el rango de novela, una novela con forma de diario, algo más que el mero registro de los hechos. Kepa Murua enfrentado al abismo de no distinguir al creador de lo creado. El punto crítico de su drama personal. Ser la representación fiable de sí mismo. Como volverse esquizofrénico y amar al Otro. Reivindicarse al completo. Saber que con esas ruinas está construyendo una obra, adquiriendo entidad de ficción mientras se aleja de lo humano. Gana el poeta, pierde el editor. Y aceptarlo los une a ambos. Porque si los poetas están locos, los editores independientes están completamente chiflados. Aunque uno no haya escrito jamás un verso, hay que ser un pedazo de poeta para mirar las cifras de ventas de tus libros y que no se te caiga el alma al suelo. Cuando veo a un editor, siempre le doy el pésame, y siempre viene a cuento.
            También hay amor en estos diarios. Amor en retroceso. Amor que se pierde. El precio a pagar por la obcecación de ser poeta y editor sin saber que la rutina de un editor no es nada lírica. Un amor desdichado que recuerda a Suave es la noche, de Fitzgerald, con sus personajes femeninos descontrolados, mentalmente frágiles, al borde de la cornisa. Ser imán de mujeres desequilibradas también lo desequilibra a él, algo que debe cambiar si quiere sobrevivir. Le espera una soledad desoladora. El tiempo de crear un escudo impenetrable que le permita madurar sin pudrirse. La mutación.
Queda por preguntar después de la lectura, si un hombre inteligente escoge un sueño imposible para así fracasar y tener algo de qué quejarse. ¿No es esta actitud victimista un reflejo de los tiempos vividos por el personaje? ¿No es el mal de occidente la queja continuada, nuestra válvula de escape? Un oriental lo llevaría mucho mejor, con un sano estoicismo. Por eso es predecible que en la próxima entrega el personaje redima su fracaso con un intento de alcanzar el vacío, en plan zen. Orientalismo y redención. Abandonar la edición y regresar a la arcadia del verso como única patria posible. Salvarse. Memorias, al fin y al cabo, de un hombre vivo que puede demostrarlo. Muy de agradecer. 

Enlace:
http://www.espacioluke.com/2016/Septiembre2016/taboada.html

martes, 13 de septiembre de 2016

ANCHOAS EN EL JACUZZI en ELDIARIO.ES Cantabria

Colaboración del 12 de septiembre 2016





Anchoas en el jacuzzi


El video dura cuarenta segundos. La imagen es nítida, el sonido limpio y claro. Vemos  en primer lugar un ventanal abierto con las cortinas corridas y, reflejado en un cristal lateral, un pequeño dron totalmente silencioso. De pronto un golpe de viento agita las cortinas, una de ellas se queda enganchada en el respaldo de una silla, se abre un hueco, y tenemos acceso a un lujoso cuarto de baño de mármol negro, donde hay un hombre alto, fuerte, desnudo. Tiene en la palma de su mano izquierda un objeto brillante que el zoom de la cámara se apresura a enfocar: Anchoas de Santoña, Gran selección, Hermanos San Emeterio. En su mano derecha, un tenedor de oro con el que va sacando de la lata los filetes y los deposita con ternura en el jacuzzi. Nadad, nadad, pececitos, dice, con un hilo de voz cercano al llanto. Y el video se corta.
Aplaudimos todos. Es el mejor proyecto de anuncio que hemos visto en toda la mañana. Y también el último, estamos agotados. Merecemos un buen almuerzo a costa del anunciante. Los miembros del jurado somos cinco, nos conocemos de otros concursos, compartimos el gusto por la buena mesa. Mientras comemos lo mejor de los alrededores, hablamos en serio de ese anuncio como el posible ganador. Después de lo visto en cuatro jornadas, dudamos mucho que en la sesión de la tarde aparezca otro que esté a su altura. Hacemos una ronda de opiniones. Se menciona la pureza de la imagen, esa nitidez casi dañina que le confiere un aire futurista. También la inquietante invasión de la intimidad que nos desvela un ritual privado que conduce al producto en segundos, sin transición emocional, con eficacia: viejo en el concepto pero moderno en la realización. Como escritor del grupo, elogio su narrativa, su riesgo, la elección de un disparate oscuro como motivo central. Mientras estoy hablando, el presidente del jurado recibe un mensaje, pone mala cara, me deja acabar y nos comenta que tenemos un problema. Debemos regresar a la agencia de publicidad, no es un tema para comentar en un restaurante.
De nuevo en la sala de proyecciones, pedimos que nos pasen internet a la pantalla y que alguien localice cuanto antes a los autores del proyecto. Desde hace una hora, Anchoas en el jacuzzi circula por la red. Nosotros no lo hemos subido, estábamos comiendo, la agencia se cierra a mediodía. El dueño, y presidente del jurado, se toma seguidos tres cafés de la máquina, lo cual nos indica la gravedad del asunto. Hay en juego mucho dinero, a corto plazo, y prestigio profesional, que es dinero a largo plazo. Seis meses de trabajo, y un error que mencionarán durante años sus competidores cuando le disputen un contrato. Para los demás miembros del jurado será algo más leve, un borrón que disminuirá las posibilidades de volver a ser contratados en otros concursos, al menos durante un tiempo. Pérdida de ingresos: señal de alarma.
La especialista en búsquedas de la agencia nos va mostrando en la pantalla los progresos del desastre. Después de la primera hora, se nota un incremento substancial de las visitas, que pasan de cientos a miles. El video se muestra tal cual, como si fuera real, como un robado, sin más explicaciones. Desde el principio ha tomado dos caminos, uno basado en la palabra desnudo y otro en el sector conservero. Los primeros títulos son: Hombre desnudo en extraña ceremonia de baño y Vegano loco contra la Anchoa de Santoña. Apenas tiene comentarios, solo una rectificación interesante, de un animalista que reivindica el mensaje y pide libertad para los peces. Le contestan de coña que también un entierro digno para el pescado y que no hay mejor ataúd que una buena lata. Como la cosa va lenta, decidimos retomar el trabajo para ir ganando tiempo. Es conveniente completar el visionado de todas las propuestas.
Terminamos a media tarde, de mala manera, nerviosos y sin hacer comentarios entre un video y otro. No es fácil olvidarse cuando una de las bases del concurso es que aparezca la lata de anchoas y su nombre perfectamente legible. Como es la costumbre, por seguridad, la marca es ficticia, sólo sirve como ejemplo para los concursantes. Aun con todo, un directivo y el abogado de la conservera anuncian que van de camino a la agencia, llegarán en minutos. ¡Soluciones!, nos grita el dueño, desesperado, mientras comprobamos la evolución de Anchoas en el jacuzzi en internet. La buscadora nos advierte que en pocas horas la cosa se ha desmadrado. Cientos de páginas han replicado el video añadiendo de su cosecha todo tipo de curiosidades. Los hay del tipo cómico, con Nadad, nadad, pececitos sincopado, o con música de ópera y a cámara lenta, pero también los hay que toman un rumbo siniestro, fetichista, morboso, incluso satánico, esto último sin razonar. El video ha sido calificado como una rareza y está estallando en la red. Lo peor es que una de sus ramificaciones sube en audiencia peligrosamente. Muchas personas lo ven como una burla de mal gusto, una herejía, una blasfemia, un ataque directo contra uno de los símbolos de la tierruca. Hay cientos de comentarios indignados de cántabros y de asociaciones de cántabros en defensa de Cantabria, del propio presidente de la comunidad, adalid de la anchoa de Santoña, que en plena efervescencia discursiva llega al extremo de acusar en Twitter a los servicios secretos vascos de haberlo maquinado todo para hundir económicamente a la región, aunque se retracta un minuto más tarde, porque los servicios secretos vascos no existen, sólo estaba mal informado. El verdadero presidente añade una nota, diciendo que él no ha dicho eso, que alguien usurpa su nombre. Empiezan a correr las amenazas de denuncia. Hay que pararlo como sea. Necesitamos asesoramiento legal.
Llegan casi a la vez el directivo de la conservera con el abogado y los autores del video. Son dos chavales muy majos y dispuestos a colaborar. Reconocen su culpa, no le pagaron suficiente al actor por enseñar el culo, pidió más, hubo bronca después del rodaje y no saben cómo se hizo con una copia. Asumirán lo que les caiga, aparte de un futuro lejos de la publicidad. Algunos reímos, porque no entienden nada. El dueño de la agencia comenta en su despacho con el abogado y el directivo las soluciones encontradas. Les parecen idóneas. Se acuerda que los autores subirán a la red por su cuenta el video con la indicación de que es un proyecto de anuncio y que ha sido robado. Son los ganadores del concurso, el rodaje del anuncio definitivo comienza a la mañana siguiente y se emitirá en televisión y en las redes esa misma semana. No se lo pueden creer. Firman tantos papeles que acaban mareados.

En la cena de despedida del jurado, esa misma noche, le damos vueltas a la capacidad que tiene la casualidad para trazar el destino de un buen anuncio. Sabemos que Anchoas en el jacuzzi va a ser un éxito rotundo, viene precedido de una polémica, se nos va a acusar de haberla generado, de no tener escrúpulos a la hora de vender un producto. Brindamos por ello. Para algunos de nosotros representa una carta de presentación ante el futuro incierto. De madrugada, en la cama del hotel, antes de dormir releo los Cuentos reunidos de Sherwood Anderson, que también se enfangó en el mundo de la publicidad antes de lograr alimentarse gracias a su literatura. En una carta admite que manipular a la gente, lograr que hicieran lo que él quería, lo convirtió durante años en un taimado hijo de perra. Eso a principios del siglo XX, debería ver cómo hemos evolucionado.

lunes, 12 de septiembre de 2016

LABERINTO AHORA, estreno en ELDIARIO.ES Cantabria

Mi primera colaboración en ELDIARIO.ES. Con foto de Paula Arranz.

http://www.eldiario.es/norte/cantabria/primerapagina/Laberinto-ahora_6_553354664.html



Laberinto ahora


Lo pone bien grande en la fachada: Laberinto de los Diputados. Es un edificio de un tamaño descomunal, como impuesto a la realidad en tiempos salvajes, da un poco de miedo. Según entras hay una flecha dorada que señala hacia la derecha, otra de chapa reciclada hacia la izquierda y en el centro un banco largo, para los indecisos, los turistas y los cansados en general. Una inscripción en latín  advierte que nos encontramos en un lugar destinado a perderse, perder el tiempo de los demás y hacer que la historia pierda la paciencia. No me fío del traductor del móvil, pero entiendo que ésa es la esencia de un laberinto político y decido entrar.
Voy a la taquilla, la máquina me lee la cara y me obliga a escoger entre dos opciones: Si a uno le sobra es porque a otro le falta, o bien, Lo mío es lo mío. No tengo muy arraigado el sentido de la propiedad, quizá por falta de bienes raíces y solvencia económica, pagar la entrada a un edificio público ya me parece un disparate, pero tampoco quiero compartir lo poco que tengo con otra persona que tenga menos que yo, así que sostengo un debate moral en mi interior durante los veinte segundos que me concede la máquina. Me decido por la primera opción, me parece más justa, o no tan mezquina como la otra. La máquina escribe con láser en la piel de mi muñeca derecha la palabra: Izquierda.
Un poco a desgana, sin sentirme del todo identificado, entro en el lado izquierdo del laberinto. Camino por un pasillo estrecho hasta llegar a un viejo escáner antiterrorista, que me deja pasar, aunque me clasifica como peligro potencial en grado medio, ya que el año pasado estuve siete meses en el paro y podría albergar sentimientos de venganza. Por si acaso, me asigna un acompañante. Espero cinco minutos en la jaula de acceso. El muchacho llega corriendo, se llama Rogelio, es becario, sus únicos ingresos proceden de las entradas y se califica con humor como trotskista remasterizado. Me confiesa que ha trucado el escáner para que sospeche de todo el mundo y garantizar así su trabajo. También vende autógrafos de los líderes más carismáticos, calentitos, de hoy mismo, a cinco euros la unidad. ¿Le importa el cinismo?, me pregunta, como si pidiera permiso para fumar.
Comienza la visita guiada con un recorrido por los despachos, donde hay un ajetreo enorme porque hace dos horas ha llegado una nueva partida de ideas de izquierdas. Proceden de un servidor que las recolecta en la red y se las entrega clasificadas según su relevancia. Las mejores son las utópicas, irrealizables desde su misma concepción, pero con muchos seguidores. Allí las analizan, las diseccionan, demuestran su inoperancia y, si son descabelladas, le extraen la parte correspondiente a la imagen pública. Las ideas, como las pancartas, me explica Rogelio, solo tienen dos dimensiones, y nos corresponde a nosotros darles cuerpo. La gente quiere que sus ideas se tengan en consideración, que se mencionen, que se aluda a ellas, aunque sea imposible llevarlas a cabo. Somos de izquierdas porque les escuchamos, no porque tengamos capacidad operativa para ponerlas en práctica. Nos faltan votos, la culpa es suya, hacemos todo lo posible por conseguirlos. ¿Y no conseguirían más si se ocuparan de los problemas en vez de preocuparse por los votos? No, responde, tajante. El voto es lo que cuenta, el voto es el pan. La izquierda nació pragmática, evolucionó hacía la abstracción y ahora se encuentra en una fase metafísica. Nada podemos hacer, salvo existir, que ya es mucho. 
Consecuente con su razonamiento, tomamos un atajo hacia el corazón del ala izquierda de ese sofisticado castillo de naipes: la sala de comunicaciones. Es un hervidero de gente. Hay un centenar de personas distribuidas por secciones controlando todo tipo de aparatos electrónicos. Es difícil de describir, salvo mezclando un estudio de televisión con el parquet de la bolsa y un centro de alto rendimiento deportivo. Se puede oír el sudor, los dientes del esfuerzo. Una banda continua rodea el techo e informa puntualmente del grado de aceptación popular de las ideas puestas en el mercado. En una esquina, un grupo de negociadores colorados teclea en sus móviles mientras se prueba modelos de ropa de marca que parecen de hipermercado. Veo un perchero de la colección Indigente, de Marina Santaclara. Rogelio me informa de que sus vaqueros raídos le quedan muy bien al nuevo líder carismático. Yo pensaba que no lograría verlo, pero él me lo señala, al fondo, dentro de una habitación acristalada.
Nos acercamos para contemplar de cerca al joven buda. Es alguien tan próximo que nos saluda con la mano. Según un monitor, la temperatura de la habitación es de un grado bajo cero, pero el líder está en mangas de camisa, tan tranquilo, no tiene ni la piel de gallina. Aprovechando que estamos allí, nos pide que le aconsejemos, nosotros, las bases. Adopta sobre una banqueta de formica diferentes posturas: con la pierna cruzada, con una mano en la cadera, frotándose reflexivamente la mejilla, y luego coge un libro y lee, con mucho engolamiento: Somos los hombres huecos/ somos los hombres rellenos/ apoyados unos en otros/ con la mollera llena de paja. Nos pregunta si hundir los dedos en sus cabellos mientras recita a T.S. Eliot queda molón. Asentimos, claro, y le mostramos los pulgares: Mola, Jefe, dice Rogelio. Yo me pongo colorado, es un privilegio tratar con una persona de esa talla. Rogelio aprovecha para venderme un autógrafo del elegido para la gloria, que compro sin rechistar.
De la sala de comunicaciones pasamos directamente a la antesala del hemiciclo. Huele a talco y a maquillaje. Me sorprende reconocer la cara de todos los presentes. Son las estrellas de la tele, los diputados propiamente dichos, los que aparecen en los noticiarios. Algunos hacen gárgaras con vodka, otros recitan textos ante el espejo, varios miembros de partidos enfrentados ensayan juntos sus intervenciones. El Ministro del Interior alecciona al jefe de la oposición: Yo te llamo rojo intempestivo y tú me llamas facha cuaternario, pero me dejas continuar hasta que diga circunstancialmente… Hay nervios en el ambiente, faltan diez minutos para el Pleno de la Cámara y será televisado. A Rogelio se le iluminan los ojos imaginando que algún día pueda estar allí, con mariposas en el estómago, esperando a que se levante el telón. Me invita a quedarme al pleno, aunque no he pagado por ello, si a cambio le compro dos entradas para un concierto solidario con los pueblos del extrarradio. Están lejos del centro, dice para ablandarme, pero no cuela.
Lo que si logra es sacarme otros cinco euros para salir por la derecha del laberinto, en vez de retroceder por el camino correcto. Como me ve dudar, saca un láser de su bolsillo y cambia la marca de mi muñeca por otra que dice: Derecha. Así de fácil. Me aconseja, para evitar que salte la alarma, que introduzca en mi conversación expresiones como: Por mis cojones, Me sale de los huevos, y otras que el decoro me impide reproducir. Es el lenguaje de la derecha, me aclara Rogelio, una paradoja democrática, para que la gente crea que son de colegio público.  No lo son, todo el mundo lo sabe, pero tampoco tienen estudios, ni ideas ni cultura, eso los desprestigia entre los suyos. El dinero y cómo conseguirlo es su único tema de conversación.
No me apetece cruzarme con ellos, así que le pido a Rogelio un itinerario alternativo y entramos a gatas en el conducto del aire acondicionado. Con sigilo, nos situamos encima del pasillo de entrada al hemiciclo y asistimos al lento peregrinar de los diputados de la derecha. En efecto, son unos malhablados, y tienen el tic de frotarse el dedo índice con el pulgar. Llega hasta nosotros un olor detergente, como de persona que se lava en exceso, y el sonido inconfundible del que lleva los bolsillos llenos de monedas. Suenan igual que el ganado, son avaros, acaparadores de céntimos, dice Rogelio, con los ojos inyectados de odio proletario. Temo que su furia acabe costándome otro suplemento y le pido que me saque ya del laberinto. Él comprende mi desazón, a fin de cuentas soy un contribuyente.

Como Rogelio no tiene nuevas visitas esperando, se demora conmigo en la puerta de salida. ¿No me pregunta usted quien gobierna aquí, dónde está el famoso Minotauro? Me lo pienso. Es gratis, dice, y me señala la base de una máquina de refrescos. ¿Ve usted en aquel agujero de la pared un manojo de cables y uno que brilla? Es la fibra óptica que llega directa del ordenador del Banco Central. Proporciona los datos referentes a la deuda nacional, de dónde se sacarán los fondos para pagar y cuál es el modelo retórico adecuado para explicárselo a los ciudadanos. Su fiabilidad es del 99’8 por cien. ¿No es genial? Por supuesto… tecnología del país, supongo. No somos tan suicidas. Algo es algo. Ricardo y yo sonreímos a la vez, con ancestral resignación, y damos por concluida la visita. En total, han sido veinte euros con cincuenta. Ellos sí que son unos genios. Los primeros de la clase.