viernes, 30 de junio de 2017

LA OPACA TRANSPARENCIA en ELDIARIO.ES Cantabria


La opaca transparencia



Dominas como nadie los videojuegos, navegas por internet, conoces a la perfección el menú de tu móvil, incluso, te vistes tú solito… ¿Y no sabes para qué sirve ese palo con pelos en una punta? Ese palo es una escobilla para limpiar el WC, cuando una parte de ti se engancha. Y es por eso, que es parte de ti, que te corresponde solo a ti limpiarlo.
En caso de chapapote, agarra la escobilla por el mango (la parte delgada que sobresale hacia arriba) y frota el otro extremo (el de los pelos) contra la pared manchada, sin dejar de tirar del agua al mismo tiempo.
Por favor no seas marrano, los demás no tenemos la culpa.
Gracias.
PD: Si no sabes, o no quieres saber cómo se utiliza ese palo, caga en casa antes de salir.

El simpático cartel está en el Chiringuito del Puntal. Me avisó mi compañera Paula Arranz, encargada de la fotografía y las correcciones de esta columna, después de volver del váter con una media sonrisa. Pero estábamos en traje de baño, habíamos dejado los móviles y las carteras en el aparcamiento de Somo, apenas llevábamos las llaves del coche y un billete pequeño para la consumición, así que tuve que pedirle al camarero un bolígrafo. Él lo llamó ‘máquina de escribir’, y como puse cara de bobo me lo repitió, luego supuse que era el autor del mensaje pedagógico.

Tardé un buen rato en copiarlo a mano, el camarero se ofreció a sacarle una foto y enviármelo por e-mail, pero le dije que el esfuerzo merecía la pena. En el váter de chicos había cola, de modo que copiaba una frase, dejaba pasar a alguien y esperaba para reanudar la tarea. Al final también entré en el de chicas y comprobé que el mensaje era el mismo, no lo habían pasado a femenino. Estaba colocado encima de la cisterna, Paula me hizo notar que las mujeres se sientan siempre en la taza  y los hombres orinan de pie, lo cual significa que el original era sin duda para nosotros y luego se había fotocopiado. Pretendía informar y a la vez entretener, una buena fórmula para evitar que los tíos se reboten.

De regreso a Somo, media hora de playa maravillosa, siempre nueva, siempre llena de sugerencias y mundos por descubrir, comprobamos que ese día nos había tocado invasión de minúsculos escarabajos, quién sabe qué hacían allí, igual que la vez anterior hubo reunión de correlimos, esos pajarillos de patas mecánicas que corren hacia el agua y retroceden como niños frioleros con miedo a mojarse. Hablamos del mensaje del WC y de la proliferación de otros semejantes, aunque con menos sentido del humor, en algunos lugares públicos, como si la sociedad fuera consciente de que la falta de educación, decoro o pudor, empezara a sentarnos mal a todos. Era indudable que aquél iba dirigido a la gente más joven, así que abandonamos el tema para no sentirnos viejos y moralistas.

Una hora más tarde, estábamos comprando en el híper, y una mujer fue a coger unas cervezas, golpeó una lata y ésta se puso a tirar espuma. El líquido comenzó a escurrir hacia las baldas inferiores. Como yo estaba cerca, dije que debería llamar al encargado. Ella se hizo la sorda y se marchó sin más, con su hija, para darle buen ejemplo. Ahora me tocaba avisar a mí. Pero tampoco lo hice. No era mi responsabilidad. Me sentí como un espectador de ese doble atropello viral de una mujer china, en el que todo el mundo pasa de ayudar y al final viene un coche y la remata. La triste justificación fue que días antes a una buena samaritana que socorrió a un herido la obligaron en el hospital a pagar las costas como si ella fuera la causante de las heridas. Lógicamente se mosqueó, lo subió a la red y generó una ola de insolidaridad desproporcionada.

Huir de todo, como si cada cual fuera una isla, está afectando a nuestra manera de ser. En ‘La sociedad transparente’ sostiene Vattimo que el exceso de información y su inmediatez puede ejercer un papel deshumanizante en la sociedad.  Conocer tanto no esclarece sino que hace opaco nuestro entendimiento. Es obvio que lo negativo nos impacta más que lo positivo, condiciona nuestra conducta, nos retrae y pone a la defensiva. No mejoramos porque al saber más desconfiamos más. Es como si esta sociedad transparente primero nos atravesara la ropa, luego la piel y llegara hasta nuestro oscuro interior. Y del oscuro interior humano es mejor no hablar. Hemos evolucionado desde la crueldad y la violencia, en los escudos de nuestras ciudades hay espadas y cañones, en nuestras playas una marea de cadáveres...

Quizá debamos plantearnos una terapia general con mensajes simples, directos, cotidianos, decálogos olvidados, instrucciones de uso de la vida, algo que nos haga levantar la vista del móvil para recordar que si cada uno dejamos menos mierda a nuestro paso tendremos algo provechoso que legar a las próximas generaciones. Aunque solo sea para no desconcertar a las inteligencias artificiales que, cuando nos imitan, nos asustan al vernos reflejados. Qué horror si los robots que hereden la tierra se parecen a nosotros.

Para terminar en positivo, y como agradecimiento a los buenos trabajadores que al amanecer limpian la playa de Somo, diré que en dos kilómetros de orilla solo encontré una bolsa de plástico que acababa de traer la marea. Eso no lo superan ni en Malibú.



domingo, 11 de junio de 2017

EL FUTURO COMO SÍNTOMA en ELDIARIO.ES Cantabria


El futuro como síntoma


Nadie nos advirtió contra el cáncer. No había nada que advertir. Era una enfermedad. La prevención de las enfermedades todavía no estaba de moda y constatar su existencia como pandemia era más que suficiente. Su gravedad estaba acentuada por el malditismo y el silencio. Cuando al fin se habló libremente de ello, el todo en su conjunto comenzó a provocar cáncer. Fumar pasó de ser un recurso masculino para convertirse en vaquero curtido al atardecer a ser un traqueotomizado hecho polvo. La comida también estaba bajo sospecha y las puertas de las neveras se llenaron de listados de conservantes que nos podían llevar a la tumba. Por supuesto, aunque todos lo negaban, se expandía la idea de que era muy contagioso. Había que alejarse de las personas con cáncer.

Tampoco nadie nos advirtió contra el sida. Llegó una mañana, sin nombre adjudicado, pero pronto se asoció con el sexo y se extendió el temor a contagiarse con la saliva de un simple beso. También había que ocultarlo, estigmatizar a los enfermos, no tener contacto alguno con ellos, porque era una plaga bíblica para castigarnos por nuestra degeneración. Repartir o no condones dividió a la sociedad. Los católicos se oponían, preconizaban de nuevo la virginidad y el celibato, se hicieron cómplices de la epidemia en contra del consejo de la OMS. Los más tremendistas advirtieron que se llevaría por delante a una cuarta parte de la población africana. Para evitarlo había que tomar medicamentos a paletadas, una veintena de pastillas cada día, no se sabía si era peor el remedio que la enfermedad. Pero era un remedio solo para los países ricos.

Ahora el cáncer está bajo control relativo, en la infancia se curan el 80% de los casos, y las campañas preventivas han reducido drásticamente el consumo de tabaco y fomentan el control riguroso de los alimentos. El sida ha pasado de ser una enfermedad mortal de necesidad a enfermedad tratable. Lo mismo pasó con la vieja tuberculosis, y también hay una vacuna en curso contra la viruela, incluso algo tan terrible como el ébola se ataja en occidente en cuestión de semanas. Se diría que el ser humano ha entrado en una fase de tregua con las enfermedades. Sin embargo, esta misma semana leo que en el 2030, dentro de tan solo trece años, la depresión será la primera causa de baja laboral. Que en España, como en el resto del mundo, nuestra alma se está infectando maliciosamente como antes se infectaron nuestros cuerpos.

Nada más leer la noticia echo de menos a varios amigos. ¿Qué fue de aquel colega o de aquella mujer o del hijo de tal o del tipo aquel del quiosco? Me dijeron que habían pillado una depresión. Que uno no sale de casa, la otra ya no se levanta de la cama, el chaval saltó por la ventana y el tipo del quiosco cerró el negocio y a veces se le oye llorar desconsolado a las tantas de la madrugada. No me acerco a ellos, claro, pero me digo que son ellos los que no se acercan a mí. No les llamo por teléfono, no les envió mensajes, no preguntó a nadie qué tal les va. Es como si hubieran desaparecido en un sanatorio de apestados. Y, ahora que lo pienso, en varias ocasiones he rehuido encontrarme con ellos y he comentado con otras personas que cuesta tratarlos porque son unos cenizos, unos negativos a los que todo les parece mal, unos nihilistas descorazonadores, en fin, que los depresivos son gente deprimente. Tanto que hasta frivolizar sobre el tema resulta molesto.

Sin embargo, a diferencia del cáncer o el sida, hace décadas que se nos advierte de que esto iba a suceder. La crisis, el paro, la decadencia moral, la pérdida de valores, la degradación de la democracia, la insolidaridad con los refugiados, la extinción de la ética y la esperanza. La certeza de que en el futuro las cosas van a ir a peor. Parece que todo conspira contra nosotros, todo nos conduce a la demolición y, al llegar el fin de semana, aumentan las probabilidades de que alguien haga detonar una bomba en el campo de fútbol o en un concierto por la paz. Hay días en que me miro al espejo y solo veo a un cínico con calefacción central pagada gracias a la venta de armas que enriquece a este país. Tal vez yo también esté contagiado y tener conciencia me arrastre a la depresión.

Hace un par de semanas vi una película que me sentó muy mal. Fueron 162 minutos de cabrero, y todo el rato sin comprender cómo esa cinta ha logrado cosechar una veintena de premios tan prestigiosos como el de ‘Mejor película europea del año’. Se trata de ‘Toni Erdmann’ de Maren Ade y me pareció un homenaje grotesco a la vida patética que llevamos. Lo más parecido a que se te corte la leche del desayuno cuando solo te queda una vaso. Un esperpento, la verdad. Daba la sensación de que ni los actores, ni la directora y mucho menos el guionista creyeran en absoluto que merece la pena vivir esta existencia malsana. Dicen los críticos que es una comedia amarga, pero si te ríes es que te falla algo en la cabeza. Me he pasado quince días maldiciendo y sin poder olvidarla. Lo más deprimente que me he echado a la cara en mucho tiempo. Seguro que los fabricantes de Orfidal han financiado esa película.

En fin, aunque sea cierto que hoy en día ser optimista es estar mal informado, hay que alejarse de ese futuro previsto, porque la negatividad se contagia, es la nueva y más peligrosa enfermedad que nos acecha.