jueves, 1 de noviembre de 2012

LAS CABEZAS DE LAS PATAS


          Me gusta el olor del salitre que domina todas las cosas. Su sabor, y esa cualidad pegajosa de reclamo antiguo. La compañía de su tacto. Lo indudable de su presencia, el modo que tiene de hacer vibrar todo mi cuerpo y volverlo más receptivo aún que cuando se acerca Rafael. Sólo con el mar compites, le digo a veces, y entonces él me abraza como las olas. Y me trae al malecón porque lo necesito.
             Este es un lugar para esperar en vano.                                        
             Me quedé definitivamente ciega aquí mismo, hace hoy diecisiete años. No veo ni jota, ni sombras ni luces ni nada parecido, como si no tuviera ojos. Los demás sentidos no compensan la pérdida, pero tenerlos acentuados es un consuelo; aunque a veces me duele oír demasiado, oler demasiado, paladear lo insípido y tocar más allá de lo prudente. Siempre he sido una persona leve, con poco carácter, que procura pasar desapercibida. Recuerdo que al principio me ponía colorada pensando en todos esos ojos que me miraban y que yo no podía ver. En los ojos que me vigilaban para que no me hiciera daño, en los ojos clavados en mí con descaro y compasión, también en los ojos que me hacían vulnerable y esperaban mi caída. Ahora sólo pienso en los ojos de Rafael, que son mis dos ojos, los ojos que lleva engastados el cuerpo que amo. Y en su voz, que teje el relato de lo que ve, y que convierte lo visto en fantasía. Rafael miente como un bellaco, la mitad de lo que cuenta se lo saca de la manga.  Tener que ver por los dos, le produce serias alucinaciones.
            No hablamos, sin embargo, al subir al malecón. Guardamos un silencio reverencial. Caminamos ligeros y, cuando llegamos al final, Rafael me sienta en un noray y me deja sola. Necesito sentir el mar a mi alrededor. Su fuerza imponente al subir y bajar, la resistencia de las rocas. Todo ese poder que me da miedo y luego me transporta. Entonces recuerdo con nitidez mi último día de luz, comiendo aquí con mi familia. Puedo ver esa lámina de champiñón brillante que salta desde el borde del plato hasta mi falda, y miro hacia abajo y veo entre la niebla la cabeza de Bosco, su hocico, su lengua y el champiñón desaparece. También veo a mi madre, con su voz de flauta irritada en mi oreja izquierda, y un tenedor de plástico oscuro que pasa frente a mis ojos arrastrando mi mano, y una servilleta negra que cae sobre mi regazo, y a mi hermano que me dice al oído ya eres mayor. En el centro de la mesa hay un pollo asado, y Bosco lo vigila para que no eche a correr. Mi padre diserta sobre los huesos del pollo: los huesos de los pájaros pesan poco, astillan mal, son peligrosos para el perro, sólo hay que darle la carcasa, y si acaso las ternillas, las cabezas de las patas. Luego caen del cielo muchos puntitos de confeti, todos de color gris plateado, y cubren por completo todo el espacio, sin dejar ni un hueco en blanco, y entonces llega el enorme regalo de cumpleaños que ya no pude ver.
            Sólo Bosco se dio cuenta. Colocó su cabeza bajo mi nano y la sostuvo con decisión. Tuve un perro lazarillo antes de que los demás supieran que estaba ciega. Era lo esperado, aunque no tan de repente. YA ESTÁ, fue lo que dije, y, mientras todos callaban, el mar siguió enviando una tras otra sus olas, con total indiferencia. O completa sabiduría.
            Fue en ese instante cuando la vida se cristalizó en mi cabeza. Y ése el motivo que me hace regresar a este sitio el día de mi cumpleaños. Aquí soy inmaterial y el mundo que me rodea me habla con sus latidos. Aquí sentí por vez primera el poder del mar y de la sal. Mi primer recuerdo de ciega son unos pasos que se dibujaron en mi mente. La materia que pisaban no era real, tenía una textura que incluía sentimientos. Y el trazado de los pasos era el crujido de la sal depositada sobre las piedras del malecón.  La sombra sonora de las cosas.
            Pero éste es un lugar para esperar en vano.
           Al atardecer, le pido a Rafael que me saque de mi celebración solitaria caminando descalzo. Me gusta oírlo llegar. Recibir, como la primera vez, un tierno escalofrío. Buscarlo con las manos. Tocarlo, y verlo iluminado dentro de mi cabeza. Y luego besarlo con fuerza, con los ojos cerrados y los labios calientes por el salitre que domina todas las cosas.

                                                                           publicado en Revista Cantarida

0 comentarios:

Publicar un comentario