jueves, 10 de octubre de 2013

TEATRO JUVENIL.El Maestro-prólogo


EL MAESTRO-prólogo                                                   


             El Maestro es una obra dramática breve que facilita la presencia de los actores jóvenes y primerizos en el escenario, les ayuda a familiarizarse con las tablas y a sentirse espectadores privilegiados e implicados a la vez. Inicialmente, está pensada para 20 actores, que durante la obra estarán casi todo el tiempo sentados, haciendo de figurantes, con intervenciones cortas y distanciadas para que adquieran seguridad. Sin embargo, puede ser representada de un modo más arriesgado por seis o siete actores valientes, que en ese caso deberán utilizar caracterizaciones sencillas para asumir todos los papeles. Es una obra abierta, no hay intriga, no contiene en su transcurso claves vitales sin las cuales deja de funcionar el conjunto, lo que la hace idónea para improvisaciones y todo tipo de ampliaciones de texto. También funciona como teatro leído en el aula escolar, ya que hay poca acción, es estática, y apenas requiere escenografía, bastan unas mesas y unas sillas. Su temática es la apropiada para la edad, incita al debate, es polémica, y esto sirve de motivación para aproximarse a un texto nada complejo y de fácil puesta en escena. Estamos hablando por tanto de una herramienta teatral específica cuyos protagonistas, los actores, e incluso el director si lo hubiera, deben ser preferentemente jóvenes, aunque el público puede ser de su misma edad, o adulto: padres y profesores. Por supuesto, se puede representar sin la etiqueta “juvenil” y con cualquier escenografía posible, sin que por ello pierda el interés o resulte infantil, ya que el Odio, la Justicia y la Responsabilidad Moral, son temas universales, preocupaciones comunes. Conviene resaltar el tratamiento nada complaciente de estos temas en la obra: la intención de desvelar los mecanismos del odio, la endeblez y lejanía de la justicia, y el cinismo de la sociedad actual tan propensa a eludir cualquier responsabilidad. Por este motivo, para evitar una huida fácil, el escenario escogido para El Maestro es un pueblo pequeño, con seis familias, en invierno, incomunicados por la nieve. Un estereotipo, un tópico de película de terror, casi un género literario que aporta un clima inicial tenso, evita perderse en explicaciones y redunda en la imposibilidad de escape. El espectador, sea joven o adulto, deberá tomar postura.

            Nada más comenzar El Maestro notamos en su tono un cierto cansancio, negatividad, y durante el trascurso de la obra esa sensación se va acrecentando. Como si llegáramos a una realidad consumada, vista para sentencia. En la primera escena ya sabemos que han matado al Maestro, que es la tercera noche que pasan los vecinos con las luces de sus casas encendidas, que duermen de día, que se sienten moralmente acorralados e incapaces de encontrar una solución. Están rendidos, agotados, y sus conversaciones tan sobadas que se han convertido en torturas verbales que sólo sirven para sacar lo peor de cada cual. Ni el conocimiento exacto de los hechos y sus motivaciones sirve de consuelo. La verdad, una vez más, se presenta aquí como algo innecesario e indeseado, sus profetas como unos monstruos, y las respuestas “naturales” como una solución transitoria que elude el castigo sin aportar elementos que arriesguen por una justicia sana, aunque sea con carácter excepcional. No hay cohesión grupal, los vecinos no pueden ni se atreven a ser una nueva Fuenteovejuna, algo demasiado ingenuo para unos tiempos tan complejos. Incluso el hecho de ser un pueblo juega en su contra. Están indefensos, viven en el culo del mundo, son los últimos parias de la tierra, los que si progresan acabarán en el  suburbio de una ciudad. Subyace en la obra, por tanto, una denuncia y un lamento. Hemos contaminado el campo con nuestra manera de ser despiadada y ahora todos somos urbanitas, impersonales seres de colmena. Hemos destrozado el último refugio que nos quedaba.  

            Queramos o no, el campo ya no existe. Las premisas que lo conformaban se vinieron abajo hace tiempo, y la vida aislada y autosuficiente es un mero exotismo. El automóvil, la radio, el teléfono, la televisión, internet, han comunicado a la gente y hoy en día “campo” es lo que hay entre dos ciudades y “campesino” un individuo al que hay que expropiar sus tierras para plantarle una autovía. El modo de vida rural ha cambiado radicalmente. La mecanización, las cuotas impuestas, la vigilancia estrecha del ganado, los controles de calidad, han entregado el campo a las grandes marcas y corporaciones, y ahora una huerta sencilla sale más cara por los necesarios pesticidas que comprar verduras de plástico en el hipermercado. Los campesinos trabajan en fábricas, en la construcción, de temporeros, y en nada se diferencian del urbanita salvo en el abandono de su entorno. La ambición es la misma. Los pueblos se asocian en la actualidad a un comportamiento tribal, endogámico, con corruptelas, impunidades, primitivismo moral y necedad conservadora, y no se les augura otro futuro que el turismo selectivo. Hace tiempo que las tradiciones en ellos depositadas dejaron de ser modelos a seguir para volverse folklore de fin se semana.  Durante mucho tiempo se ha mantenido que la sociedad rural tenía algo que enseñar a la urbana, que la huida masiva del campo hacia la ciudad dejaba algo atrás, algo que una vez perdido ya no se recupera, y que regresar al campo es volver a un mundo más auténtico y primordial. Pura nostalgia, romanticismo de chimenea. El campo ya es pasado, nuestro pasado, y al pasado nunca se regresa. Se evoluciona desde él, para bien o para mal. En consecuencia, los personajes de El Maestro somos nosotros, disfrazados de campesinos en vías de extinción. Y su fatalismo es espejo de nuestro pensamiento débil y claudicante.

            Después de lo dicho, cualquiera podría pensar que es perversamente nihilista escribir una obra de teatro como El Maestro, en estos tiempos en que la Esperanza es una deidad, y además dirigirla en concreto a los jóvenes, teniendo en cuenta que es una edad en la que fácilmente se los puede conducir al desconcierto, pero la realidad es desoladora y cualquier revulsivo que incite a la reflexión y active el mecanismo de respuesta razonada resulta de utilidad. Tenemos que pensar más, y mejor. Hay urgencia en esta propuesta, tanta como hay en la sociedad actual por remover los cimientos y generar un cambio substancial, el principio de algo nuevo para todos. En realidad, El Maestro persigue que los actores le cambien el final, que se atrevan a hacerlo, que la conviertan en un objeto de desguace. Y que también lo haga el espectador, pero sin caer en la trampa de los personajes, la trampa de nuestra sociedad, que es cambiar los hechos para ajustarlos a nuestras necesidades, cuando no a nuestros caprichos. Para lograrlo, el lenguaje de la obra es crudo, los personajes hablan sin tapujos, se lo dicen todo a la cara, no hay intimidad y todos los secretos han sido desvelados. Han cruzado el límite. Hay un muerto, y la muerte es siempre concluyente. La muerte nos desnuda a todos. Es inapelable. Ni las explicaciones ni las disculpas han resucitado nunca a nadie. El Maestro funciona como un velatorio, te deja sin fuerzas y lo único que deseas es enterrar al muerto y seguir con tu vida. Pero matar imposibilita ese proceso, nada vuelve a ser igual. O no debería. Aunque la culpa es otro sentimiento que pertenece al pasado, a la religión que ya casi nadie practica y es asociada a la esclavitud de pensamiento. Hay en la obra un deliberado esquematismo cuyo objeto es delimitar los altos muros del callejón sin salida. Es duro aceptar que uno es la víctima y que vivir es lo único que ha hecho para merecerlo. Pero es lo que hay.           

  
  Libro electrónico: