EL MAESTRO-prólogo
Nada más comenzar El Maestro notamos
en su tono un cierto cansancio, negatividad, y durante el trascurso de la obra
esa sensación se va acrecentando. Como si llegáramos a una realidad consumada,
vista para sentencia. En la primera escena ya sabemos que han matado al Maestro,
que es la tercera noche que pasan los vecinos con las luces de sus casas
encendidas, que duermen de día, que se sienten moralmente acorralados e
incapaces de encontrar una solución. Están rendidos, agotados, y sus
conversaciones tan sobadas que se han convertido en torturas verbales que sólo sirven
para sacar lo peor de cada cual. Ni el conocimiento exacto de los hechos y sus
motivaciones sirve de consuelo. La verdad, una vez más, se presenta aquí como algo
innecesario e indeseado, sus profetas como unos monstruos, y las respuestas
“naturales” como una solución transitoria que elude el castigo sin aportar
elementos que arriesguen por una justicia sana, aunque sea con carácter excepcional.
No hay cohesión grupal, los vecinos no pueden ni se atreven a ser una nueva
Fuenteovejuna, algo demasiado ingenuo para unos tiempos tan complejos. Incluso
el hecho de ser un pueblo juega en su contra. Están indefensos, viven en el
culo del mundo, son los últimos parias de la tierra, los que si progresan
acabarán en el suburbio de una ciudad. Subyace
en la obra, por tanto, una denuncia y un lamento. Hemos contaminado el campo
con nuestra manera de ser despiadada y ahora todos somos urbanitas, impersonales
seres de colmena. Hemos destrozado el último refugio que nos quedaba.
Queramos o no, el campo ya no existe.
Las premisas que lo conformaban se vinieron abajo hace tiempo, y la vida
aislada y autosuficiente es un mero exotismo. El automóvil, la radio, el
teléfono, la televisión, internet, han comunicado a la gente y hoy en día “campo”
es lo que hay entre dos ciudades y “campesino” un individuo al que hay que
expropiar sus tierras para plantarle una autovía. El modo de vida rural ha
cambiado radicalmente. La mecanización, las cuotas impuestas, la vigilancia
estrecha del ganado, los controles de calidad, han entregado el campo a las
grandes marcas y corporaciones, y ahora una huerta sencilla sale más cara por
los necesarios pesticidas que comprar verduras de plástico en el hipermercado.
Los campesinos trabajan en fábricas, en la construcción, de temporeros, y en
nada se diferencian del urbanita salvo en el abandono de su entorno. La
ambición es la misma. Los pueblos se asocian en la actualidad a un
comportamiento tribal, endogámico, con corruptelas, impunidades, primitivismo moral
y necedad conservadora, y no se les augura otro futuro que el turismo selectivo.
Hace tiempo que las tradiciones en ellos depositadas dejaron de ser modelos a
seguir para volverse folklore de fin se semana.
Durante mucho tiempo se ha mantenido que la sociedad rural tenía algo
que enseñar a la urbana, que la huida masiva del campo hacia la ciudad dejaba
algo atrás, algo que una vez perdido ya no se recupera, y que regresar al campo
es volver a un mundo más auténtico y primordial. Pura nostalgia, romanticismo
de chimenea. El campo ya es pasado, nuestro pasado, y al pasado nunca se
regresa. Se evoluciona desde él, para bien o para mal. En consecuencia, los
personajes de El Maestro somos nosotros, disfrazados de campesinos en
vías de extinción. Y su fatalismo es espejo de nuestro pensamiento débil y
claudicante.
Después de lo dicho, cualquiera
podría pensar que es perversamente nihilista escribir una obra de teatro como El
Maestro, en estos tiempos en que la Esperanza es una deidad, y además dirigirla
en concreto a los jóvenes, teniendo en cuenta que es una edad en la que
fácilmente se los puede conducir al desconcierto, pero la realidad es desoladora
y cualquier revulsivo que incite a la reflexión y active el mecanismo de
respuesta razonada resulta de utilidad. Tenemos que pensar más, y mejor. Hay
urgencia en esta propuesta, tanta como hay en la sociedad actual por remover
los cimientos y generar un cambio substancial, el principio de algo nuevo para
todos. En realidad, El Maestro persigue que los actores le cambien el
final, que se atrevan a hacerlo, que la conviertan en un objeto de desguace. Y
que también lo haga el espectador, pero sin caer en la trampa de los
personajes, la trampa de nuestra sociedad, que es cambiar los hechos para
ajustarlos a nuestras necesidades, cuando no a nuestros caprichos. Para
lograrlo, el lenguaje de la obra es crudo, los personajes hablan sin tapujos, se
lo dicen todo a la cara, no hay intimidad y todos los secretos han sido
desvelados. Han cruzado el límite. Hay un muerto, y la muerte es siempre
concluyente. La muerte nos desnuda a todos. Es inapelable. Ni las explicaciones
ni las disculpas han resucitado nunca a nadie. El Maestro funciona como
un velatorio, te deja sin fuerzas y lo único que deseas es enterrar al muerto y
seguir con tu vida. Pero matar imposibilita ese proceso, nada vuelve a ser
igual. O no debería. Aunque la culpa es otro sentimiento que pertenece al
pasado, a la religión que ya casi nadie practica y es asociada a la esclavitud
de pensamiento. Hay en la obra un deliberado esquematismo cuyo objeto es
delimitar los altos muros del callejón sin salida. Es duro aceptar que uno es
la víctima y que vivir es lo único que ha hecho para merecerlo. Pero es lo que
hay.
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