martes, 25 de marzo de 2014

UN INSTANTE EN SU VESTIDO



     La veo en la calle apenas un instante. Se refleja en la luna de un escaparate, duplicada. Lleva un vestido nuevo, amarillo y ocre con estampado de hojas secas. Se detiene a mirar. Ladea la cabeza con curiosidad, y lo que ve le hace sonreír. Menea levemente la cintura, donde una radio diminuta envía música a sus oídos. La persiana de la tienda comienza a cerrarse, ella da un golpe de cadera, dos pasos largos y se pierde entre los peatones.

     Cruzo la calle y me dirijo al lugar que ella ocupaba frente al escaparate. Voy recorriendo el dial de mi radio en busca de la canción que estaba escuchando. Puede que haya dejado de sonar... Escucho unos acordes suaves, y un final melancólico que pregunta: ¿quién me puede querer? La tienda es una ortopedia en liquidación total. Sólo les queda en el centro del escaparate una pierna de maniquí, a la venta por 15 euros. Sonrío, y procuro ajustar mis labios al tamaño de la sonrisa que ella tenía hace un momento. Pero me sale una mueca falsa, desencajada.

     Algún día podré decirle que antes de conocerla tuve que seguirla. Que la cadena de casualidades que van a desembocar en nuestra primera conversación ha sido calculada. Que mis gustos eran otros, mis aficiones diferentes, y que gracias a ella he podido mejorar. Ahora leo los libros que ella saca de la biblioteca apenas los devuelve, y voy al cine al que ella va, a la siguiente sesión, y escucho su música preferida, o al menos lo intento. Si algún día se entera, espero que se sienta halagada, que comprenda que la he querido desde el primer momento y que en el fondo hago todo esto por necesidad. Por inseguridad. Por timidez. Porque no sé hacerlo de otro modo.

     Llevo seis meses siguiéndola y mi mayor preocupación es estar equivocándome. Haber cometido el error de sobrevalorarme, de creer que la merezco, de haberme dejado arrastrar por mis sentimientos e intentar imponerme como una opción. ¿Puede mi amor ser un falso amor? Si de verdad la quiero, si deseo lo mejor para ella, ¿no debería renunciar inmediatamente?, ¿o haber renunciado antes incluso de empezar?  Parece una buena chica, es una buena chica, quizá consiga por medio de trampas hacer que me quiera y entonces, cuando me mire en el espejo y me pregunte Por qué Yo, cuando me sienta amado y deba corresponder a ese amor: ¿no deberé desparecer, porque soy la persona que menos le conviene en este mundo? ¿Seré tan cruel de obligarla a que cargue con alguien como yo?

     Soy la parte endeble de esta relación todavía por iniciar, pero tengo algunos puntos a mi favor. He demostrado que puedo cambiar, que soy flexible. Antes de enamorarme era un hortera y un inculto, pero me estoy ilustrando a marchas forzadas y pronto podré sostener con ella una conversación interesante, enriquecedora, algo que le haga comprender que no va a tener que vivir con un tipo escaso y repetitivo. Tengo en mi contra, y me duele, el método. Soy frío, antinatural, milimétrico. No concibo un presente que no haya sido previamente diseñado con escrupulosa precisión. Lo que hago tiene que ajustarse a lo que sabía que iba a hacer. Odio las sorpresas, las improvisaciones, no soy de los que van a tumba abierta. Me hago totalmente responsable de mis actos. Me tomo la vida como algo personal.

     A estas alturas, guardo demasiada información sobre ella. Centenares de fotos, grabaciones de su voz, un vídeo con sus amigas, varias prendas de vestir que dejó olvidadas en locales públicos, es una despistada, pero yo no las robé… Me preocupa que alguien pueda llegar a encontrar todo esto por casualidad y hacerse a una idea equivocada. Que me tomen por un psicópata, cuando sólo soy un hombre enamorado. Se supone que este tipo de material hay que guardarlo en la mente, o te lo tiene que entregar por propia voluntad la persona interesada. Podría guardarlo y enseñárselo cuando nos conozcamos más, pero no me puedo arriesgar a que me tome por un obsesivo que no la dejaría marchar aunque fuéramos infelices juntos.  Es complicado el amor.

     Saco del bolsillo mi agenda y le pongo fecha al día en que destruiré todos los documentos sobre ella. También la agenda en la que escribo. Será la noche anterior a nuestro primer encuentro. Dentro de catorce días. Tengo memorizado el diálogo, escogida la ropa. Espero que me acepte. Ella traería a mi vida el azar, la alegría, el fin del control absoluto de la situación. Por ella rompería los planos de mi vida. He repetido vida, debería cambiarlo.
 
                                                                    publicado en Revista Cantárida
 

sábado, 15 de marzo de 2014

CARRETERA NUEVA-La cosecha


 
El tráiler de Costal se llevaba la apisonadora de la curva de Pedrín y tuvieron que meterse en la cuneta para facilitarle la maniobra. El hijo de Julián, el del estanco, era el encargado de cortar el tráfico. Aunque les miró y levantó las cejas en señal de reconocimiento, no dio muestras de notar nada extraño. Sin duda pensaría que iban a la feria del ganado o al médico de la ciudad, y eso que ella no estaba arreglada como para ir a ninguna parte. Un kilómetro más adelante, donde Pinal, ella se puso a llorar. Le pidió que detuviera la furgoneta y vomitó por encima de un murete nuevo con aspecto de cartón piedra. Su gesto quedó falso, premeditado, una exhibición de humanidad que a estas alturas a él le pareció fuera de lugar. Pero no le dijo nada. No tenía nada que decir. Otros con mucha más fuerza de voluntad habían sucumbido, y no es justo cebarse con los débiles.

La verdad, si lo pensaba fríamente, ellos dos nunca se habían dicho demasiado. Se comunicaban con miradas y silencios. Se había casado con ella al volver de la guerra, era mucho más joven que él, extraña para ser campesina. Si los críos no andaban cerca de la casa, parecía que estaba deshabitada. Jamás se levantaban la voz, no acostumbraban a gastar palabras en reproches ni en elogios, hablaban lo justo para una vida sencilla de cortar hierba, alimentar a los animales y ocuparse de que los niños crecieran sanos. Tampoco respetaban otra filosofía que la esencial: la del que asume con entereza que las cosas son como son. Y era un hecho que, desde que habían terminado la carretera nueva, ella lloraba. Lloraba cuando veía pasar a toda velocidad coches último modelo que antes no pasaban por allí. Lloraba cuando alguno se detenía y sus ocupantes les sacaban fotos y les miraban como simples elementos del paisaje. Lloraba, sobre todo, porque ahora tenía la ciudad a tan solo media hora de distancia en coche, lo mismo que tardaba en llegar andando desde su casa al pueblo. 

Ella lloraba, y después de llorar la cabeza se le adelantaba al cuerpo. Llegó a decirle a su hijo más pequeño que en el pueblo no amanecía ni anochecía, que eso ocurría en otra parte. En el último mes, él le había deshecho la maleta cuatro veces. A la quinta se iba sin maleta. Intentó hacerla entrar en razón, preguntó, y la respuesta fue que no podía evitarlo. Entonces le dijo que la llevaría él mismo. A primera hora de esa mañana, él había sacado del banco una tercera parte de los ahorros familiares y se los había puesto en bandeja a la altura de las rodillas. Estaban en el centro del pueblo. Le pidió por última vez que se quedara.

—Amelia, por favor, que me dejas con dos críos pequeños…

Ella no le respondió, se limitó a coger el dinero y lo guardó en el bolso.

Siguiendo al tráiler de Costal, llegaron a lo alto de la loma desde la que se dominaba aquel pueblo disperso. A pesar de lo lento que iba el camión, sólo tardaron un par de minutos. Él pensó con horror que le habían robado las curvas. La carretera nueva era silenciosa y negra como un muerto. ¿Dónde estaban los baches ancestrales, cómo sabrían los perros cuándo ladrar a los tractores? Mareados por el olor del alquitrán, que aún persistía en el aire, giraron la rotonda civilizada en la que ya no habría posibilidad de cruzarse con nadie. Al enfilar la bajada, vieron que la casa de Polén había desaparecido bajo una montaña de tierra de desecho. El sombrero de piedra de la chimenea yacía roto junto al arcén. Cifuentes ya no volvería a ser el mismo, ahora que huir era tan fácil. En un par de minutos lineales llegaron al valle y desembocaron en la autovía. El se puso unos mitones de cuero con el logotipo de Porche, un regalo absurdo que ella le había hecho semanas antes. Se metió en la calzada sin marcar intermitente ni reducir la velocidad y a continuación se puso a correr como un pijo borracho. Parecía disfrutar en especial adelantando a todos los vehículos último modelo, pero la carrocería de la furgoneta no estaba por la labor y amenazaba con desprenderse del chasis. Entonces ella volvió a llorar, ahora con gruesos lagrimones que trazaron en su cara dos cauces sólidos, como de cera líquida, que confluían en su barbilla y le goteaban directamente sobre el escote. Él miró con ternura el rosario de pecas mojadas que bajaba hacia sus pechos y pensó que nunca más volvería a contarlas una a una. Regresó al carril de los lentos y adoptó un aire sombrío.

Entraron en la ciudad. Buscaron una pensión. Una pensión decente. Se despidieron a la puerta de un hipermercado. Ella estaba seca, no lloraba más, sólo sonreía como de lejos, como entregada. Él le dio un abrazo mustio que ella recibió con los brazos caídos. Le pidió que se cuidara, a fin de cuentas era la madre de sus hijos.

 
                                                                              La cosecha, pag. 19
 

jueves, 6 de marzo de 2014

LA PIEL DEL RINOCERONTE en Photowriting de PAULA ARBIDE


La piel del rinoceronte
 

     No tengas miedo. No hay nadie en la oscuridad. No hay nada. Todo lo que ves, lo estás imaginando. Pero es imposible que salga de tu cabeza. No puede hacerte ningún daño. No te va a tocar, ni te va a pegar, ni va a clavar sus uñas en tu cuerpo. Es solo un pensamiento, vive encerrado. Aunque quisiera, no podría encontrar un camino para llegar hasta aquí.

      —¿Quién eres? ¿Por qué me hablas?

     Aquí estás a salvo. En la oscuridad. Créeme. Si quieres, puedes hacer la prueba, tápate la cara con las manos, cierras los ojos y veras que no pasa nada. Nada de nada. Espera un momento, y no pasará nada. Te puedes aburrir esperando, y nada. Por ese motivo te inventas cosas, para pasar el rato. Pero depende de ti si quieres pasar un buen rato o un mal rato. Procura no pensar en cosas que te dan miedo, piensa en cosas divertidas. Y no olvides que ninguna de ellas va a salir de tu cabeza. Es importante que sepas distinguir entre lo que está dentro y lo que está fuera. No puedes meter una silla en tu cabeza porque no cabe. Y no puedes sacar un rinoceronte de tu cabeza porque se deshace al contacto con el aire. Así es como funciona la vida. Todo son ventajas a tu favor. Tú tienes el control.

      —Me estás asustando.

     —No tienes por qué preocuparte. Se puede vivir en la oscuridad, sin problemas. Sólo hay que acostumbrarse. Piensa que las cosas no están en la oscuridad, las personas no están en la oscuridad, los animales no están en la oscuridad.  Aunque sientas su aliento a tu espalda, su piel rozando tu piel, te lo estarás imaginando. Pero no es real. Lo único real es aquí, dónde estamos, en la oscuridad. Tú y yo. No hay nadie más. Se acabó la soledad. No tengas miedo.

     —¡Tú, me das miedo! ¿Quién eres? ¡Cómo has entrado en mi cabeza!
 
                                                       publicado en Photowriting de Paula Arbide
 
                                                       http://www.paulaarbide.com/photowriting/ 
 

 

lunes, 3 de marzo de 2014

PASTOR A LA INTEMPERIE en LUKE


 
Pastor a la intemperie es un poemario vitalista que nos lleva del  fondo de una propuesta al trasfondo de una incógnita. Un desafío arriesgado que Alberto Muñoz nos presenta en un formato doble, collage y texto, para que veamos la fragua de la palabra, dos instantes de un mismo poema. Cincuenta y dos piezas bien ordenadas que reflejan con precisión la trayectoria de un pensamiento. Es necesario responder a una pregunta esencial, todavía no formulada, y  el libro sigue los pasos de esta indagación en la que el autor pone en tela de juicio su mente. Al principio, la palabra está disociada de la voz, existe entre ambas un enfrentamiento elemental: la disputa por el territorio del sentido, y cada poema se convierte así en un resorte que impulsa una idea, con frecuencia desesperanzada pero inevitable. Los versos se tensan forzando una apertura en su significado, son simples herramientas para acceder al interior del poeta en busca de la verdad, una verdad acogedora e ilusoria que sólo facilita el decir, que consuela gracias a la razón. Pero el interior es siempre oscuro, necesita de otras iluminaciones; allí viven el dolor, el ritual, la memoria, el miedo, el borde del vértigo… El poeta y la palabra han llegado juntos hasta ese lugar, pletóricos de significados, y ahora están desnudos y sin referencias en su propia ciénaga. La caída es inminente. Para mitigar el golpe, la voz y la palabra se fusionan. Surge entonces el poema depurado cuya única verdad es su propia existencia. El riesgo asumido al principio ha dado sus frutos, se ha producido un cambio, una regeneración en la mirada. Pero es un alimento temporal que ya empieza a pudrirse. Regresa entonces la urgencia por decir, o callar, ahora indistinguibles, y el ciclo vuelve a empezar, sin concesiones, sin tregua:
                                      No te abraces al minuto
                                      que la boca del momento
                                      te devora sin descanso.