sábado, 26 de julio de 2014

ENTRE LOS JUNCOS


Entre los juncos,
cabizbajo,
un petirrojo le pregunta al agua:
¿Chúi?

de Palabras dactilares, pag. 9

viernes, 25 de julio de 2014

PALABRAS GASOLINAS


 
                                                                                  Entre las luces atardecidas

                                                                                  crecían en la carretera

                                                                                  palabras gasolinas.

 

            Aparecieron de pronto en el cambio de rasante, como un espejismo de asfalto. En cabeza iba un chaval con una varita blanca, descortezada y brillante, jugando a hacerse el ciego. Con una mano golpeaba el suelo siguiendo un ritmo acompasado, que sonaba como el morse, y con la otra sujetaba la correa de un lazarillo imaginario. Detrás de él, una niña intentaba distraer al perro diciendo: Busca, Pincho, busca. Una voz, que todavía no tenía figura, les dijo que no se alejaran demasiado. Se detuvieron los dos y esperaron hasta que llegó el grupo; eran una veintena, todos adultos menos ellos. Parecían viajeros que se han apeado del autobús en mitad del campo y caminan hasta una propiedad fuera de ruta. Algunos llevaban mochila, otros arrastraban enormes maletas con ruedas, pero al final iban dos hombres, con sendos carritos de la compra cargados de verduras, delatando al grupo. El encargado de la gasolinera, que los estaba viendo llegar, se preguntó en voz alta: “Qué hacen éstos en mi Entornaje”. Palabra embreada que significa entorno sucio, deteriorado y a un pie de lo salvaje.

            La mayoría de los campos de alrededor estaban abandonados y crecía en ellos una hierba alta, feraz, entretejida con zarzas y poblada de ruidos animales: roedores e insectos; alguna serpiente. Allí no había cultivo intensivo de ninguna empresa, ni naves industriales en el horizonte. La naturaleza al barbecho se había comido hasta el cementerio, y hacía ya dos generaciones que no vivía nadie en la zona. La ley establecía una gasolinera cada cincuenta kilómetros, sólo por eso aquel hombre hacía guardia junto a los surtidores. No tenía cara ni expresión, pasaba el tiempo esperando que se acabara su turno y llegara el relevo. Cuando el grupo entró en la gasolinera, abrió un botellín de agua, derramó un chorro en el suelo de la entrada de la tienda y puso un cartel amarillo: Atención. Suelo resbaladizo. No pasar. La verdad, no tenía nada en contra ni a favor de los Arceneros,  desahuciados de la cuidad que caminan por los arcenes buscándose la vida, pero pensaba que un turno sin incidentes era un buen turno. Y eso eran puntos, y los puntos se traducían en dinero. Cerró la caja registradora, se guardó la llave en el bolsillo y abrió la tapa del botón de emergencia, pero no llegó a pulsarlo. Eso sí, miró a la cámara de vigilancia y se bajó el párpado con el dedo para indicarles que estuvieran atentos. Ojo.

            El grupo de arceneros se acomodó en una esquina de la gasolinera. Los niños se metieron en el entornaje, pero la voz de su madre, ahora visible, alta, esbelta, con el pelo negro y grasiento sujeto en un moño prieto, les llamó de nuevo la atención. Ellos respondieron con gritos, pero sin obedecer. Ella se sentó en el borde de su maleta, cansada, y comenzó a soltarse los botones de la blusa. El sujetador apareció sucio, raido, un poco vacío, y, cuando ya se disponía a quitarse los pantalones, los dos hombres de los carros de verdura dijeron al unísono: ¡Espera! Ella se detuvo, esperó. Pero el resto del grupo se fue quitando la ropa sin quitársela, desabrochando y abriendo cremalleras pero dejándosela puesta. Los dos hombres hablaron con el encargado de la gasolinera. Dijo que No, pero le enseñaron las monedas, se encogió de hombros y les dio una ficha. Ellos la mostraron al grupo, y al incorporarse a él ya estaban todos desnudos. Los niños regresaron del entornaje y también se quitaron la ropa. Hay que decir que la ropa sólo tenía de ropa la apariencia: trajes con hombreras, pero sin forro ni bolsillos: jersey de ochos, rojo y amarillo, sin cuello ni color;  pantalón de pata ancha, porque está descosido hasta media pierna; gorra con visera rígida y el resto a punto de desintegrarse; zapatos y deportivas, todos, sin excepción, de color gris polvo. Desnudos estaban más vivos. Uno a uno, se metieron en el túnel lavacoches y se abrazaron para darse una buena Duchadera. Ducha grupal en lavacoches de gasolinera, que incluye lavado, secado y también cera.

            El ciclo de lavado se desarrolló con normalidad, entre risas y llantos. Una mezcla de gracias al cielo y maldito el firmamento. Todos callaron en el encerado, normal, y cerraron los ojos. Salieron relucientes. Guapos. Frescos como bebés. Y abrieron sus maletas y sus mochilas y se pusieron ropa limpia, sin planchar pero limpia. Y se peinaron sus cabellos encerados. Luego, juntaron la calderilla para comprarles a los niños un paquete de patatas fritas, pero no les llegaba y se pusieron en marcha. Al desaparecer el último, las luces de la gasolinera parpadearon y se encendieron, inaugurando la Nonoche. Que es una noche sin luna y sin estrellas, sólo frío y oscuridad.

                                  
publicado en Revista Cantárida Nº 376-377 Julio-Agosto 2014
 

miércoles, 23 de julio de 2014

Volver a Matar


Volver a Matar

 

       Hoy he vuelto a Matar, y les he pedido a los vecinos que le cambien el nombre a mi casa. Comprendo que para ellos es algo tradicional, que a este sitio se le llama Matar desde hace ya tanto tiempo que pretender cambiarlo es un atentado contra la cultura. Pero a mí no me gusta. He buscado la genealogía de la palabra Matar y no he encontrado nada bueno. Sólo gritos. No se ajusta a mi carácter, y prefiero que mi casa no tenga ese nombre. Llevo todo el verano insistiendo en el tema: en otoño me voy a trasladar aquí y no quiero vivir en un sitio que se llama Matar. Es incluso de mal gusto. ¿Se supone que en septiembre debo mandar a los chiquillos al colegio, y que les pregunten, y que tengan que decir: Yo vivo en Matar? Parece mentira que esta gente no caiga en la cuenta de la cantidad de combinaciones que se pueden hacer con la palabra Matar. Cuando tengo nostalgia de este sitio, digo: Pienso en Matar. Cuando el transportista me pregunta dónde vamos con tanto bulto, le digo: Vamos a Matar. Y si estoy aquí, estoy en Matar, algo que me horroriza porque parece que ya estoy casi matando. La mala influencia de este nombre ha contaminado mi lenguaje y el de mi familia. Soy buena gente, tengo buena voluntad, si es preciso iré al Ayuntamiento y pediré papeles, meteré cartas por los buzones, hablaré persona a persona con todos los que insisten en seguir llamando a mi casa Matar. A mí y a mi familia nos encantan las gardenias, hemos plantado gardenias, han crecido gardenias, ¿no pueden llamar a este lugar tan hermoso: Campo de Gardenias?
 
Día veintitrés de julio del año dos mil catorce de la era de Dios