Páginas del libro de la
melancolía de
Fidel de Mier, por
Francisco Taboada
Texto leído en la presentación de CASYC Santander 12 de abril 2013
Vivimos tiempos muy duros que
afectan al Todo y que se ensañan en especial con la cultura. Tiempos baratos
para gente de rebajas. Individuos que, como dice el filósofo Giorgio Agamben,
somos tratados igual que ganado, en una vida alimenticia, donde nos sirven
plástico para comer. No es extraño que cuando hablamos parezcamos escasos,
perdidos, desorientados. Hemos cometido el error de dejarnos rodear por
palabras cargadas de desafecto, empobrecidas, estandarizadas, sin posibilidad
de desarrollar su verdadera naturaleza. Y no hablo de las palabras olvidadas,
muertas y abandonadas por falta de uso, sino de las palabras normales, nuestras
palabras naturales, despojadas ahora casi por completo de significado. Palabras
que de pronto se ha vuelto imperiosas, que solo conservan su utilidad más
mezquina, el filo cortante, su carácter expeditivo. Palabras como pedradas. Por
eso es bueno pedir Tiempo Muerto. Detenerse. Pararlo todo. Que se escuche hasta
el crujido de la máquina.
La poesía de Fidel de Mier tiene esa facultad.
La de suspenderlo todo para reorganizar lo que de verdad importa. La de
devolver a las palabras sus posibilidades, hacerlas libres e infinitas: que
no suenen igual en diferentes cabezas. Su último libro, Palabras del
libro de la melancolía, consigue ese propósito, desde el título, que en mi
cabeza suena así: Paginas-Hojas, del Libro-Árbol, de la Melancolía-Tristeza. Páginas
que buenamente han podido caer del árbol y se juntan en este libro siguiendo el
desorden de la melancolía. Páginas que son una parte de un libro demasiado
enorme, de proporciones imposibles, porque la melancolía es la poesía toda. La
melancolía es el territorio natural del poeta. La melancolía es una fuente de
sabiduría que procede de la anticipación del vacío de la muerte. La melancolía
es la antorcha oscura que ilumina nuestro pensamiento común. Nuestra humanidad
compartida. Lo dice Fidel de Mier en el primer poema, titulado Pórtico, un modo
de comenzar el libro muy del gusto modernista, un saludo al lector antes de
entrar en materia:
Hicieron un
gesto que sería llamado escritura.
Como sobre el
olvido,
dejaron su
huella sobre la nada.
Poblaron de
nombres las soledades del mundo.
Con este poema nos invita a entrar en
el recinto más ancestral. El poeta confiesa que viene de una casta que viene de
lejos, anterior al recuerdo, y cuya aspiración era, y es, tan humilde y elevada
como dejar huella sobre la nada. Pero a este recinto se entra en soledad. Y
también nos pide, porque el tiempo estará detenido durante la lectura del libro,
que seamos lectores maduros. Lectores despiertos, capaces de desprendernos de
las cadenas de lo concreto y dispuestos a caminar sin otra compañía ni otro horizonte
que las palabras. Pocas. Justas. Exactas. Una menos y no llega, una más y se
pasa. Como un balizador del desierto que debe orientarnos con apenas un
fogonazo de luz, pero sin malgastar el valor de cada una de las balizas. Dice
Fidel:
Breves son –como
sueño- las palabras
que escribo.
Bastantes
para el silencio.
Hay sin duda una vocación de
recogimiento. Una delimitación del recinto de la melancolía. Y, dentro del
recinto, el patio interior que ya comenzamos a visitar. Van llegando las
primeras palabras significativas. Es Otoño. Cae la Tarde. Se proclama la
Tristeza. Las Manos se levantan para recoger los últimos frutos de la luz.
Entonces pensamos en la Tarde. La tarde es la primera melancolía, la
primigenia, la que originó la duda eterna de si volverá a amanecer mañana. Esa
es la primera muerte –el primer reloj- que conoce el humano desde el día mismo de
su nacimiento. Por tanto: Otoño, Hoja, Árbol, Muerte, Tiempo, son aquí nuestras
palabras naturales, pero también van más allá del significado inmediato. Hay
que recordar que en este recinto las palabras son más libres que en nuestra
boca, no basta con decirlas para comprender su dimensión. Hay que sentir cada
palabra no como un simple elemento, algo gramático, sintáctico, sino como una puerta
que, dependiendo de quién la abra, conduce a un paisaje diferente. Porque si
algo tienen aquí las palabras es capacidad de esclarecimiento. Y la luz que han
escogido estas palabras para expresarse, la luz escogida por Fidel, es la luz
del crepúsculo. Y al crepúsculo, se llega por la tristeza. La tristeza fértil
del pensamiento al ocaso. La tristeza esencial:
Alcé la mano
a los frutos
del árbol de la tristeza.
Del árbol
único.
Nos encontramos por tanto con una
poesía que buscando el despojamiento, llena todo el espacio. Podemos coger el
poema como a un pájaro en la mano, y late. Esa vibración, ese latido, hace que
uno sienta una sensación próxima a lo místico. No olvidemos, como decía
Novalis, que la poesía es la religión
originaria de la humanidad. Es normal que sintamos respeto por lo ascético, lo
elevado. Y se nota en este libro una tensión de fondo para no alejarse de esa
elevación. En Páginas del libro de la melancolía apenas hay gente, como
diría Dersu Usala, el Hombre Natural de Akira Kurosawa. Aquí apenas hay un
pájaro, apenas un ciervo que pasa. Todos son símbolos, resonancias poéticas
heredadas para adentrarse en la espesura, como dice en el
Cantico Espiritual San Juan de la Cruz. Para llegar más hondo. Más lejos.
Los místicos tenían el aspecto negativo de la renuncia, el desapego de todo lo
humano para fundirse en la luz, pero también tenían el aspecto positivo, la
mística clara, que nos habla del amor y de la necesidad de la presencia del
objeto amado. El objeto amado es la vida. Amor a la vida del que pide vida real,
porque la vida no es nada sin la vida. Hay que elevarse, pero no tanto como Ícaro.
Ha de ser una elevación humana, con vocación de ser trasmitida. De este modo,
mientras el tiempo exterior se interrumpe, el tiempo del poema se pone en
marcha. Este es un regalo que nos hace Fidel para facilitarnos el camino:
Húndete en el
tiempo,
como hace la
luna,
sin tocarlo.
Este poema es de una nobleza digna
de mención. Todo lo abre y todo lo cierra. Es como una ostra Gritando a Gritos
que tiene una perla dentro. Después de leerlo hay que cerrar el libro,
reflexionar, ir a tomar un poco el aire y continuar al día siguiente. O mejor,
la noche siguiente.
Este es un libro duro, y hermoso.
Contiene muchos atardeceres, muchos otoños, y capas y capas de hojas acumuladas
por los años. Sorprende comprobar cómo el poeta no se despista en ningún
momento, incluso cuando se pone prosaico no se desvía del camino. El contraste
de algunos poemas largos, con formato de prosa, sirve para acentuar aún más la
claridad del propósito. Fidel es generoso, aquí lo da todo, hay una permanente
sensación de acabamiento. Como si dijera: después de estos poemas ya no me
queda nada más que decir. Se acabó. Todo está dicho. Si un libro de poemas no
te deja esa sensación es que está incompleto, o el poeta se reserva, algo que
destroza el tono cuando hablamos de melancolía.
Y digo el tono por no decir el alma. Porque la poesía es un estado. No
es algo que haces sino un lugar al que llegas. Un lugar emocional, un sentir
desbordante que se manifiesta en palabras, palabras imperfectas y limitadas
como sus creadores, nosotros, los humanos. Un poeta vive la experiencia de las
palabras, mete las manos en ellas, hace un cuenco de versos y nos da de beber.
Lo humano es el objeto del amor del poeta. Aquí lo vemos, purificado al límite:
Sé tú mi
tiempo,
mientras
seas.
Amor.
Cuando no
seas,
sé tú mi
nada.
El amor lo contiene todo. El amor es
sinónimo de vida. Y es el amor el que traza los círculos de nuestra existencia.
Y en Páginas del libro de la melancolía, Fidel de Mier demuestra, si se
puede utilizar en poesía este verbo, que no es necesario el amor de
tempestades, que el amor se siente debajo de todo, sin necesidad de hacerle
tantos aspavientos. Por eso en este libro Fidel de Mier no elude las palabras.
No las tergiversa, ni las retuerce, ni hace exhibiciones. No se detiene en
retóricas vanas, y logra la resonancia justa para crear múltiples significados.
La polisemia dorada. Ya dijo Paul Klee que “lo visible es sólo un ejemplo de lo
real”.
En este libro un poeta confronta su
vacío con nuestro vacío. Elabora verso a verso otra realidad, y de este modo le añade a nuestra realidad una mejora. Eso es
lo que tenemos que agradecerle. Si en su poemario titulado VERSO, Fidel de
Mier, por medio de anáforas, repeticiones con vocación de canto, nos mostraba
su voz personal, lanzada al viento, en Páginas del libro de la melancolía
nos ofrece su interior que, al ser tan humano, pensamos con razón que nos
pertenece. Esta poesía ya es nuestra. Y aquí está la firma de su autor:
Pájaro
en el árbol
ya casi desnudo del otoño.
Pronuncio
una hoja que
cae.
No se puede
decir más. Gracias Fidel por este gran libro.
publicado en la Revista Cantárida
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