Fue una decisión exacta. La impresora láser era incapaz
de reflejar la luz de esta fotografía antigua y tuve que recuperar del trastero
mi equipo de revelado. Las cubetas, la ampliadora, los líquidos, tan caducados
que me vi obligada a desplazarme hasta la otra punta de la ciudad para reponerlos,
igual que la bombilla oscura del cuarto oscuro. Todo estaba quemado por el
ácido, polvoriento por el tiempo, resultaba evocador, de cuando me inicié en la
magia de las revelaciones, como la llamaba aquel profesor de primero, el
profesor Nogueras. La LUZ, decía con mayúsculas, y levantaba los brazos al
cielo y luego los bajaba hacia la clase y se encogía de hombros con resignación
porque siempre se negaba a calificarla: la LUZ, la luz lo es todo. Y añadía:
Qué pensará la luz de nosotros, si piensa en algo.
Meto el negativo en la
ampliadora y la enciendo con una mano, mientras con la otra apago la luz del
cuarto. Siempre me gustó así. El cuarto oscuro, que nunca está oscuro del todo.
La imagen que pide ser positivada. La benevolencia y precisión de la luz,
surgiendo del agua, que limpia y retiene. Recuerdo esta foto. La robé, es real,
no hubo que prepararla. Se titula Sesión Nocturna. Yo venía de sacar fotos a
los charcos, de madrugada, y aquel cine apareció de pronto y saqué la entrada
sin saber si me quedaría dormida y en el cine sólo estaba Ella. La vi,
retrocedí, saqué la cámara del bolso y disparé. Perdón, dije, pero Ella no
pareció darse cuenta. Estaba como embebida, subyugada. Ahora creo que me mira a
mí, que me mira desde la cubeta. Que me mira y que me juzga. ¿Le estoy haciendo
un buen servicio a la luz? Qué pensará la luz de mí, si piensa en algo.
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