miércoles, 30 de septiembre de 2015

FRÁGIL REALIDAD en El Mundo-Cantabria



     Últimamente la imagen de la realidad tiene más presencia en nosotros que la realidad misma. Todo lo fotografiamos o lo grabamos y al momento lo compartimos, de modo que llegamos a las cosas con una sobredosis de superficie que invalida cualquier intento de penetración, de relación. Ya no tratamos con los objetos salvo para sacarles una instantánea que confirme su existencia, lo que nos transforma en meros registradores de la vida más que en seres vivientes. Es normal, estamos pasando por una fase infantil de deslumbramiento tecnológico, agigantada por internet y, por ejemplo, volvemos de las vacaciones con doscientas fotos de conchas marinas y ninguna en la maleta. Con el tiempo se nos pasará, igual que mi abuela dejó de saludar al hombre del telediario, pero en este periodo de tránsito estamos sufriendo algunas alteraciones graves de conducta. La más significativa es un progresivo alejamiento de la realidad física, un extrañamiento, porque la imagen grabada nos resulta más accesible, más fácil, no nos obliga a implicarnos, de manera que cuando nos vemos obligados a tratar con la realidad en directo, nos resulta ajena, agresiva y, lo que es peor, decepcionante. O sea, llegamos a creer que un objeto real es la versión pobre del que aparece en pantalla.
 Renegamos cada vez más de la realidad física, y así permitimos que el espejismo virtual domine nuestro paisaje y nos imponga sus normas. Ya no nos movemos sin el móvil, que nos dice dónde estamos, cómo llegar al lugar al que nos dirigimos y, si alguien mira en su interior, también le dice quiénes somos. Si por desgracia perdemos nuestros archivos sufrimos amnesia, y miedo. Pero no nos importa. Hemos aceptado que parte de nuestro cerebro resida fuera del cuerpo con la misma resignación que aceptamos la imprenta, la máquina de vapor, la radio, la tele, o la bomba atómica. Es demasiado grande para nosotros, está cambiando el mundo, adoptemos pues el papel sumiso que nos corresponde. Entreguemos nuestra biografía, nuestra intimidad, antes sagrada, a un dispositivo electrónico sin tener garantías de que no lo utilizará en contra nuestra. Para controlarnos. Para que otros nos controlen. Para vendernos algo. Acaso nuestros propios recuerdos, si los perdemos, o si nos los roba un ladrón de memoria, que todo llegará. Sabemos que detrás de todo esto hay seres humanos y precisamente por eso conviene desconfiar. La experiencia es un escudo.
Al igual que en otras épocas, estamos desvalidos ante el nuevo fenómeno que todo lo transforma, una zancada del progreso que nos obliga a dejar atrás una parte substancial de lo que somos y a cambio sólo nos ofrece promesas, aire. Como entonces, hay conflictos y guerras, causadas o asociadas a un descubrimiento de esta relevancia, porque lo antiguo fricciona con lo nuevo como las placas tectónicas: lenta e irremediablemente. Que nada volverá a ser lo mismo es el indicativo de su poder. Sin ir más lejos, gracias a la tecnología y a la difusión instantánea de internet, la zona oscura de la realidad se ha desvelado y hemos podido comprobar que muchos de nuestros dirigentes políticos y religiosos eran más miserables de lo que sospechábamos, pero, como contrapartida,  la proliferación de tanta basura humana nos ha manchado a todos y nos ha vuelto sospechosos. Con la disculpa de vigilarse a sí mismos van a vigilar a la especie entera, estrategia tosca pero eficaz que te enseñan en cualquier universidad exclusiva con el lema en latín: No es nada personal, sólo son negocios. En un mundo semejante, las posibilidades de que nuestros datos nos salgan por la culata son todas. Se habla demasiado de la web profunda para que sea solo un rumor o leyenda. No iban a dejar algo tan importante en nuestras manos… El caso es que no disponemos de mecanismos de defensa que nos protejan  para lograr que el cambio sea gradual, asumible, humanamente aceptable. Tenemos la sensación de que la realidad nos va a pasar por encima, hagamos lo que hagamos.
Pero hay que ser cautos, desde que el Progreso es nuestro dios y señor, y discutir sus avances un anatema, ninguna mente democrática practicante debe proponer sistemas de alejamiento de la creencia. Y mucho menos organizarse en torno a la deserción. Eso sería involucionar, ser un retrógrado. Nada de desconexiones terapéuticas y paraísos sin cobertura,  aunque no esté en juego correr como una locomotora o volar como un pájaro sino nuestra propia inteligencia. Y hablarle de inteligencia a un ser humano es pinchar en hueso. O debería. Ya hemos abaratado la vida para hacerla más asequible, todo es de plástico y se desmenuza entre las manos justo después de pasada la garantía, pero ahora nosotros somos el objetivo. Si por dejadez o tontería despreciamos la realidad física en favor de una imagen grabada, la existencia misma será un decorado de cartón piedra y cualquiera podrá cambiarla sin que podamos evitarlo, porque no la veremos, entretenidos en el limbo virtual. Es un precio demasiado elevado. Quizá por ello está surgiendo una necesaria añoranza de lo real, nostalgia del verdadero tacto de las cosas, para no perder el anclaje antes del cambio inminente.
Hay que decir en favor de la realidad, aunque nos resulte escasa y decepcionante, que sigue siendo el origen de las cosas. Que esa luna tan enorme, de ciencia ficción, que aparece en nuestras pantallas, está sacada con objetivo. Que perdernos tanta belleza es una infamia. Que en el otro lado sólo hay datos, nada más que datos. Y a día de hoy el ser humano no se puede reducir a simple información codificada. No hay más que ver el ridículo que hacen cada vez que nos presentan un robot y se rompe la crisma al tropezar con un bordillo. Es una máquina, le falta alma, pensamos, o que su madre lo vista de domingo y le echen la bronca por no mirar dónde pone los pies. Los programadores olvidan la esencia y pierden perspectiva: nosotros somos sensoriales y estamos juntos. Tenemos sentido porque sentimos. Además de una estadística, como pretenden nuestros gobernantes, somos manos y brazos y corazón, incluso amamos, aunque no nos llegue el presupuesto para hacerlo. Vamos ciegos, pero cogidos de la mano. Hemos sobrevivido a cambios peores porque sabemos adaptarnos. Hasta nos permitimos la injusticia de ser optimistas en estos tiempos. Cuánta ingenuidad.

                                                                                              
Publicado en El Mundo-Cantabria 27-9-2015

Foto Jesús Ortiz

lunes, 28 de septiembre de 2015

EL MAESTRO en ACCESO LIBRE


A partir de ahora, por acuerdo con la Editorial Anagnórisis, EL MAESTRO pasa a

LIBRE ACCESO y DESCARGA GRATUITA en el enlace:

http://www.anagnorisis.es/wp-content/themes/journalized/images/libros/El_maestro.pdf

Espero que os guste y lo disfrutéis.


lunes, 7 de septiembre de 2015

LA SILLA DE GLENN GOULD en El Mundo-Cantabria

La silla de Glenn Gould


Durante los descansos del concurso de piano de Santander el pensamiento se me iba, alternativamente, hacia el fracaso y los taburetes de los pianistas. El fracaso porque es un tema recurrente en cualquier competición, ya que gana uno y los demás pierden, y la empatía hacia los perdedores arrastra las ideas con facilidad. Los taburetes porque un empleado los cambiaba entre actuación y actuación, sin que yo acertara a saber si era por capricho del intérprete o de la organización, dando preferencia a dos modelos, uno clásico con el asiento acolchado en capitoné y otro más moderno, liso y funcional. El dilema consistía en determinar si la elección del taburete influía en el fracaso como pianista.
No cabe duda que ser pianista profesional es muy difícil, además de esforzado. Hay que estudiar desde niño, ensayar cuando tus amigos juegan, torturar a los vecinos con tus progresos, superar unas pruebas cada vez más duras y, una vez obtenido el nivel suficiente y el título que lo acredita, se puede ejercer. Hablo de trabajar como pianista de orquesta, profesor de piano,  afinador con tienda de instrumentos musicales, incluso el pianista ése que ameniza las veladas turísticas y por un billete te toca lo que le pidas. No lo digo con demérito, al contrario, vivir pegado al instrumento que amas ya es un éxito, sino para contrastar lo más humilde de la profesión con lo más elevado: ser concertista de piano. Sólo los mejores de entre los mejores son concertistas, cien veces menos en proporción que las demás actividades artísticas. El motivo radica en que su arte, salvo excepciones, es reproductor, recreador, interpretan obras ajenas, la mayoría conocidas por los oyentes y con cientos de años de antigüedad. Pensemos por un momento en una librería con mil versiones de El Quijote, escritas por otros tantos autores actuales, todas con idénticas palabras y sólo diferentes en el formato, el tipo de letra o las notas a pie de página. Una locura de Borges, claro, una ficción, pero a eso precisamente se enfrenta un concertista de piano cada vez que se sienta frente al teclado. 
No es infrecuente que los pianistas de élite pierdan la cabeza por culpa de la presión de su entorno y un desmedido nivel de auto exigencia. Recordemos la película Shine (1996) con Geoffrey Rush paralizado por el Concierto para piano Nº 3 de Rajmáninov; o La pianista (2001), del perturbador Haneke, donde Isabelle Huppert se deja llevar por sus perversiones sexuales para compensar la excesiva rigidez de su temprana educación musical; o la más reciente Cuatro minutos (2006) con Hannah Herzsprung interpretando a una joven encarcelada que sorprende a todos por su modo a la vez virtuoso y violento de interpretar  a Schumann. En las tres películas el desencadenante de la locura es el maltrato paterno vinculado a una enseñanza musical con exceso de expectativas. El día que sus padres descubrieron sus dotes para el piano comenzaron a destruirlos. Por cierto, en Cuatro minutos la protagonista toca siempre de pie, no quiere hacerlo sentada para rebelarse contra lo establecido y dar rienda suelta a su pasión. 
Se puede decir que tocar el piano y fracasar van íntimamente unidos. De hecho todo el que toca el piano fracasa desde la primera nota, y pobre de él si no intenta fracasar porque entonces no llegará a ninguna parte. Hay que tener ambición, cada vez que interprete una pieza musical debe aniquilarla, demolerla, hacerla añicos, pero no puede cambiar el orden ni olvidar una sola nota. Eso está prohibido, es inmoral, una falta de respeto al autor. La obra debe ser la misma, pero trascendida. No basta con reproducir la partitura como lo haría un robot, además hay que trasmitir el alma de su creador utilizando el alma del intérprete. Establecer esa conexión. Para ello el pianista se tiene que dejar algo más que el pellejo cuando toca. La entrega ha de ser absoluta, el conocimiento de la obra, impresionante, la ejecución: carne humana hasta el delirio. Como las Variaciones Goldberg de Bach tocadas por Glenn Gould. Nadie las ha tocado tan artísticamente como él, en directo, y sus grabaciones son  las mejores, son únicas, y además son dos, lo que desafía el plural. Pero en eso consiste la genialidad: las dos son la mejor a la vez.
Glenn Gould sorprendió al mundo musical en 1955 con una versión acelerada de la Variaciones Goldberg, y en 1981, un año antes de su muerte, hizo otra más sosegada. Por ejemplo, la Variación 15 del 55 dura dos minutos y la del 81, cinco. Una interpretación diferente en cada punto de su biografía. Sólo tocó en público tres años, 34 conciertos, y luego se retiró al lago Simcoe, en Ontario, Canadá, donde había pasado su niñez, para dedicarse sólo a las grabaciones. Sin la presión del público obtenía mejores resultados. Ahora dicen que padecía el síndrome de Asperger, lo que explicaría su deseo de aislamiento y sus excentricidades. No comprendía por ejemplo cómo un pianista tenía la frialdad de dar un concierto sentado en un taburete que no le pertenecía.  Él necesitaba un objeto familiar en el escenario y no podía cargar con un piano. Iba a todas partes con una sillita que le había hecho su padre cuando tenía ocho años y siempre tocó desde una altura 35 centímetros más baja que un pianista normal. Tocaba de abajo arriba, era como una araña vibrante encaramada a un piano. Lo vivía con tanta intensidad que sus tarareos mientras tocaba están incluidos en las grabaciones, lo mismo que algunos crujidos de su silla desvencijada, como un instrumento más. Ahora se conserva en una vitrina de la Biblioteca Nacional de Canadá.
Supongo que Glenn Gould respondería afirmativamente a la pregunta de si una mala elección de taburete influye en el fracaso del pianista. A él le influyó, pero era un genio, un fuera de serie, nacen pocos cada siglo, y sus manías formaban parte de su excepcionalidad. En el concurso de piano de Santander no he visto que nadie le pusiera mala cara a la banqueta, que sólo es una banqueta pretenciosa, lo que importa es la música. Al final ganó el primer premio el español Juan Pérez Floristán, también premio del público, así todos contentos. A mí me gustó el surcoreano David Jae-Weon Huh, segundo puesto y medalla de plata, porque arriesgó mucho con una pieza de Prokofiev escogida también por otro concursante. Lo vi serio, centrado, quizá más dispuesto a fracasar que los demás, tiene futuro. Encima es alto, delgado, nada más sentarse hizo descender el asiento, con una ruedecita que tiene en un costado el taburete, porque rozaba con las piernas la parte baja del piano y, en un momento de su actuación, replegó hacia un lado y hacia atrás su pierna izquierda, para estar más desahogado, imagen sugerente que ha dado pie a este artículo. Gracias David, suerte.
publicado en EL MUNDO-Cantabria (25-8-15)


domingo, 6 de septiembre de 2015

DELFINES DE SOMO en El Mundo-Cantabria

Delfines de Somo


Dice una teoría animista que conforme vamos exterminando a los animales sus características pasan directamente a nosotros. Es una idea peregrina, una recriminación poética que amenaza con hacer real lo que ahora es solo lenguaje, pero acierta al pronosticar que si permitimos que mueran las abejas tendremos que encargarnos los humanos de la polinización. El hombre es un lobo para el hombre y una catástrofe para la naturaleza. Dentro de poco no quedarán ejemplares de muchas especies, y de otras sólo sabremos por las fotografías, los documentales o lo que salga en la pantallita del móvil. Acabaremos diciendo: eres más alto que un semáforo, porque ya nadie se acordará de las jirafas.
Hay en estos momentos una campaña muy mediática, con actores de Hollywood sinceramente preocupados, en defensa de los delfines. Quedan atrapados en las redes de pesca sin que nadie lo remedie, la gente se los come camuflados en latas de atún y son objeto de experimentos crueles, sin duda clasificados. Da pánico pensar que vamos a ser capaces de aniquilar a unos animales tan fantásticos. Hay que reconocer que sentimos debilidad por su aspecto simpático, su actitud infantil y juguetona, su capacidad para comunicarse y esa sonrisa perenne que en nuestro código significa inteligencia. Queremos a los delfines y ellos nos corresponden. Están en nuestros cuentos, en nuestras leyendas, ayudan a los náufragos, guían a los barcos, son un símbolo de bondad natural que nos vincula con el mar. Somos lo que somos por las alianzas que establecemos, y sería prudente empezar a considerar a los delfines como nuestros compañeros marinos, igual que en la tierra lo son los perros, pero sin tratarlos como a ellos.
Desde hace varias décadas, hay un colectivo humano que se ha aproximado al mar con una actitud diferente: los surfistas. Son gente valiente que busca diversión y conocimiento en algo tan elemental como es una ola. Suelen ser jóvenes, están en forma, pasan mucho tiempo oteando el horizonte, leyendo las aguas, esperando sentados en sus tablas a que el mar se mueva y agite sus músculos y sus conciencias. Se comunican entre ellos en código binario: hay olas o no hay olas. Son expertos meteorólogos, entienden de nubes y de vientos. Muchos comenzaron a practicar el surf como deporte, para darle una tregua al stress, y han terminado enganchados a la tabla de mareas, a un estilo de vida muy diferente que forma parte de esa revolución cultural ralentizada que no se basa en la confrontación sino en el deslizamiento. Taoísmo rastafari, zen para el mundo líquido, cambiar la mirada en vez de quedarse ciego, como propone la sociedad. El surf es una actitud.
En occidente lo conocemos desde 1767, cuando la tripulación del Capitán Cook observó desde el Beagle cómo los nativos hawaianos se desplazaban sobre las olas con tablas de madera tallada, pero sus orígenes son anteriores. Se tienen evidencias de que en el siglo IV los Mochicas de Perú ya construían embarcaciones para subirse a las olas, los Caballitos de Totora, elaborados con este material, un tipo de junco, o con madera de balsa, y su finalidad era exclusivamente recreativa, para disfrutar y competir. Así lo dejó escrito en 1590 el jesuita José Acosta en su Historia Natural y moral de las Indias. Y sería precisamente por inmoral que en 1821 los misioneros escoceses y alemanes lograron prohibirlo en Hawái, condenando a esa costumbre pagana al ostracismo durante casi dos siglos. Pero a principios del siglo XX los nativos hawaianos lo recuperaron en la playa de Waikiki, y de allí se extendió a Australia y California, donde en 1960 se puso de moda gracias a la película Gidget y a la música playera de grupos como los Beach Boys.
En España se surfearon las primeras olas el 10 de marzo de 1963, en el Sardinero, y lo hizo Jesús Fiochi. También en Cantabria, en Somo, se abrió hace ahora 25 años la Escuela Cántabra de Surf, pionera en el país. Repasando ambas historias encontramos un hecho curioso. Inicialmente el surf  era un deporte de temporada y en invierno los aficionados se iban a Canarias o Marruecos, los más privilegiados a Perú o Hawái. Algunos practicantes de pesca submarina se sintieron atraídos por el nuevo deporte y para aguantar el frío del agua se dejaron puestos los trajes de goma. Eran calientes pero un tanto incómodos, y con el tiempo evolucionaron hasta el actual traje de neopreno, que fue decisivo para popularizar el surf en esta zona. Lo mismo ocurrió en todo el mundo, y si bien aquí no importaba, en el Pacífico sí, porque allí hay tiburones. Para ellos, un grupo muy numeroso de color negro brillante que se mueve muy rápido, está cerca de la orilla y juega con las olas, sólo pueden ser delfines. Fue por tanto un tiburón, al confundirlos, el que creó la metáfora, y desde entonces decimos con razón que un surfista ES un delfín.
A mi entender, merece mucho la pena profundizar en esta relación amistosa con el mar y seguir el ejemplo de Somo, que en el 2010 invirtió el dinero europeo destinado a potenciar el turismo en nuevas instalaciones y en adoptar el surf como principal seña de identidad. Muchos nos acercamos por allí con frecuencia para contemplar la puesta de sol y cada día nos encontramos con más surfistas. En realidad, una multitud. Da gusto verlos, van descalzos, dando saltos, con la tabla bajo el brazo, tiritando neopreno, y si en el agua son delfines en tierra parecen pingüinos resfriados. Los hay de todas las edades, tipo y condición, como si fuera una actividad que encandila y hermana a las personas, es evidente que son el motor de Somo. A pesar del desastre ocasionado por los temporales del año pasado, nos dicen que los fondos marinos ya se han recuperado y se puede surfear con normalidad. La gente de la bahía se mueve, quizá regresen los buenos tiempos. De momento, hoy ha sido un día glorioso, el sol radiante, los vientos amables, la mar ordenada, las olas perfectas.


publicado en EL MUNDO-Cantabria (6-8-15)

  

jueves, 3 de septiembre de 2015

FUEGOS NATURALES en El Mundo-Cantabria

Fuegos naturales


            Muchos ojos y bocas se han abierto asombrados desde que en el siglo IX un monje taoísta que buscaba un elixir para alcanzar la inmortalidad inventó por casualidad la pólvora. Hay que imaginar su sorpresa ante algo tan prodigioso y la cara  que pusieron los demás monjes cuando les hizo la primera demostración. Sin duda la explosión los dejó a todos sordos, sintieron en sus cuerpos la onda expansiva, la necesidad de correr, lo inútil de cualquier refugio, pero a la vez la alegría de seguir vivos, de haber salido indemnes de la experiencia. Hasta entonces sólo el cielo había tenido un poder semejante: el trueno, el rayo, la tormenta; y controlar esa potencia destructora tuvo que infundirles miedo, perplejidad y una profunda satisfacción. Una foto del grupo mostraría idénticas expresiones a las que tenemos hoy en día nosotros cuando asistimos a unos fuegos artificiales.
            La pirotecnia nos ha fascinado desde su creación, casi inmediata al descubrimiento de la pólvora, que antes de convertirse en arma mortal fue sobre todo un juego, un entretenimiento, una máquina del tiempo que nos devuelve al territorio de la infancia con inusitada rapidez. Hay algo mágico y sobrenatural en los Fuegos, nos encantan, acudimos siempre a su llamada, hasta los niños se extrañan cuando tiramos de ellos y gesticulamos como payasos intentando explicarles la maravilla que van a ver a continuación.  Es el alarde humano por excelencia, la chulería llevada al extremo, la máxima demostración de lo que somos capaces de hacer cuando no nos ponemos beligerantes: la belleza por la belleza, y a lo bestia. Un dispendio económico del que antaño sólo disfrutaban los emperadores y ahora es el espectáculo que reúne mayor número de personas en cualquier fiesta, sea de pueblo pequeño o de la ciudad de New York. Es un acto ceremonial, la liturgia de la luz, un regalo.
            Pero también hay voces críticas contra los fuegos artificiales. Son peligrosos, es evidente, siempre hay algún herido, contienen substancias contaminantes que se esparcen a los cuatro vientos y últimamente nos quejamos de que molestan de un modo cruel a nuestras mascotas, en particular a los perros. El récord lo tienen los portugueses, que lanzaron en la Isla de Madeira más de 70.000 artefactos durante una hora en la Nochevieja del 2006, y quién sabe cuántas dentelladas aguantaron los sillones y las cortinas. Quizá llegue un día en que exista una normativa para controlar los decibelios de esta costumbre tan arraigada que ya forma parte de la naturaleza humana, pero entonces habremos perdido la necesidad de vanagloriarnos por el mero hecho de existir, algo improbable. De momento, todos los años por estas fechas estivales esperamos la llegada de los Fuegos como un espectáculo singular. Nos gusta su maravilla y también sentir que el cielo se viene abajo, algo que resulta iniciático para los pequeños y renovador para los adultos, todos dispuestos a premiar cada explosión de luz con un Ohh, con muchas haches.

publicado en EL MUNDO-Cantabria (28-7-15)