Delfines de Somo
Dice una teoría animista que conforme vamos exterminando a los animales sus características pasan directamente a nosotros. Es una idea peregrina, una recriminación poética que amenaza con hacer real lo que ahora es solo lenguaje, pero acierta al pronosticar que si permitimos que mueran las abejas tendremos que encargarnos los humanos de la polinización. El hombre es un lobo para el hombre y una catástrofe para la naturaleza. Dentro de poco no quedarán ejemplares de muchas especies, y de otras sólo sabremos por las fotografías, los documentales o lo que salga en la pantallita del móvil. Acabaremos diciendo: eres más alto que un semáforo, porque ya nadie se acordará de las jirafas.
Hay en estos momentos una campaña muy mediática, con actores de Hollywood sinceramente preocupados, en defensa de los delfines. Quedan atrapados en las redes de pesca sin que nadie lo remedie, la gente se los come camuflados en latas de atún y son objeto de experimentos crueles, sin duda clasificados. Da pánico pensar que vamos a ser capaces de aniquilar a unos animales tan fantásticos. Hay que reconocer que sentimos debilidad por su aspecto simpático, su actitud infantil y juguetona, su capacidad para comunicarse y esa sonrisa perenne que en nuestro código significa inteligencia. Queremos a los delfines y ellos nos corresponden. Están en nuestros cuentos, en nuestras leyendas, ayudan a los náufragos, guían a los barcos, son un símbolo de bondad natural que nos vincula con el mar. Somos lo que somos por las alianzas que establecemos, y sería prudente empezar a considerar a los delfines como nuestros compañeros marinos, igual que en la tierra lo son los perros, pero sin tratarlos como a ellos.
Desde hace varias décadas, hay un colectivo humano que se ha aproximado al mar con una actitud diferente: los surfistas. Son gente valiente que busca diversión y conocimiento en algo tan elemental como es una ola. Suelen ser jóvenes, están en forma, pasan mucho tiempo oteando el horizonte, leyendo las aguas, esperando sentados en sus tablas a que el mar se mueva y agite sus músculos y sus conciencias. Se comunican entre ellos en código binario: hay olas o no hay olas. Son expertos meteorólogos, entienden de nubes y de vientos. Muchos comenzaron a practicar el surf como deporte, para darle una tregua al stress, y han terminado enganchados a la tabla de mareas, a un estilo de vida muy diferente que forma parte de esa revolución cultural ralentizada que no se basa en la confrontación sino en el deslizamiento. Taoísmo rastafari, zen para el mundo líquido, cambiar la mirada en vez de quedarse ciego, como propone la sociedad. El surf es una actitud.
En occidente lo conocemos desde 1767, cuando la tripulación del Capitán Cook observó desde el Beagle cómo los nativos hawaianos se desplazaban sobre las olas con tablas de madera tallada, pero sus orígenes son anteriores. Se tienen evidencias de que en el siglo IV los Mochicas de Perú ya construían embarcaciones para subirse a las olas, los Caballitos de Totora, elaborados con este material, un tipo de junco, o con madera de balsa, y su finalidad era exclusivamente recreativa, para disfrutar y competir. Así lo dejó escrito en 1590 el jesuita José Acosta en su Historia Natural y moral de las Indias. Y sería precisamente por inmoral que en 1821 los misioneros escoceses y alemanes lograron prohibirlo en Hawái, condenando a esa costumbre pagana al ostracismo durante casi dos siglos. Pero a principios del siglo XX los nativos hawaianos lo recuperaron en la playa de Waikiki, y de allí se extendió a Australia y California, donde en 1960 se puso de moda gracias a la película Gidget y a la música playera de grupos como los Beach Boys.
En España se surfearon las primeras olas el 10 de marzo de 1963, en el Sardinero, y lo hizo Jesús Fiochi. También en Cantabria, en Somo, se abrió hace ahora 25 años la Escuela Cántabra de Surf, pionera en el país. Repasando ambas historias encontramos un hecho curioso. Inicialmente el surf era un deporte de temporada y en invierno los aficionados se iban a Canarias o Marruecos, los más privilegiados a Perú o Hawái. Algunos practicantes de pesca submarina se sintieron atraídos por el nuevo deporte y para aguantar el frío del agua se dejaron puestos los trajes de goma. Eran calientes pero un tanto incómodos, y con el tiempo evolucionaron hasta el actual traje de neopreno, que fue decisivo para popularizar el surf en esta zona. Lo mismo ocurrió en todo el mundo, y si bien aquí no importaba, en el Pacífico sí, porque allí hay tiburones. Para ellos, un grupo muy numeroso de color negro brillante que se mueve muy rápido, está cerca de la orilla y juega con las olas, sólo pueden ser delfines. Fue por tanto un tiburón, al confundirlos, el que creó la metáfora, y desde entonces decimos con razón que un surfista ES un delfín.
A mi entender, merece mucho la pena profundizar en esta relación amistosa con el mar y seguir el ejemplo de Somo, que en el 2010 invirtió el dinero europeo destinado a potenciar el turismo en nuevas instalaciones y en adoptar el surf como principal seña de identidad. Muchos nos acercamos por allí con frecuencia para contemplar la puesta de sol y cada día nos encontramos con más surfistas. En realidad, una multitud. Da gusto verlos, van descalzos, dando saltos, con la tabla bajo el brazo, tiritando neopreno, y si en el agua son delfines en tierra parecen pingüinos resfriados. Los hay de todas las edades, tipo y condición, como si fuera una actividad que encandila y hermana a las personas, es evidente que son el motor de Somo. A pesar del desastre ocasionado por los temporales del año pasado, nos dicen que los fondos marinos ya se han recuperado y se puede surfear con normalidad. La gente de la bahía se mueve, quizá regresen los buenos tiempos. De momento, hoy ha sido un día glorioso, el sol radiante, los vientos amables, la mar ordenada, las olas perfectas.
publicado en EL MUNDO-Cantabria (6-8-15)
Dice una teoría animista que conforme vamos exterminando a los animales sus características pasan directamente a nosotros. Es una idea peregrina, una recriminación poética que amenaza con hacer real lo que ahora es solo lenguaje, pero acierta al pronosticar que si permitimos que mueran las abejas tendremos que encargarnos los humanos de la polinización. El hombre es un lobo para el hombre y una catástrofe para la naturaleza. Dentro de poco no quedarán ejemplares de muchas especies, y de otras sólo sabremos por las fotografías, los documentales o lo que salga en la pantallita del móvil. Acabaremos diciendo: eres más alto que un semáforo, porque ya nadie se acordará de las jirafas.
Hay en estos momentos una campaña muy mediática, con actores de Hollywood sinceramente preocupados, en defensa de los delfines. Quedan atrapados en las redes de pesca sin que nadie lo remedie, la gente se los come camuflados en latas de atún y son objeto de experimentos crueles, sin duda clasificados. Da pánico pensar que vamos a ser capaces de aniquilar a unos animales tan fantásticos. Hay que reconocer que sentimos debilidad por su aspecto simpático, su actitud infantil y juguetona, su capacidad para comunicarse y esa sonrisa perenne que en nuestro código significa inteligencia. Queremos a los delfines y ellos nos corresponden. Están en nuestros cuentos, en nuestras leyendas, ayudan a los náufragos, guían a los barcos, son un símbolo de bondad natural que nos vincula con el mar. Somos lo que somos por las alianzas que establecemos, y sería prudente empezar a considerar a los delfines como nuestros compañeros marinos, igual que en la tierra lo son los perros, pero sin tratarlos como a ellos.
Desde hace varias décadas, hay un colectivo humano que se ha aproximado al mar con una actitud diferente: los surfistas. Son gente valiente que busca diversión y conocimiento en algo tan elemental como es una ola. Suelen ser jóvenes, están en forma, pasan mucho tiempo oteando el horizonte, leyendo las aguas, esperando sentados en sus tablas a que el mar se mueva y agite sus músculos y sus conciencias. Se comunican entre ellos en código binario: hay olas o no hay olas. Son expertos meteorólogos, entienden de nubes y de vientos. Muchos comenzaron a practicar el surf como deporte, para darle una tregua al stress, y han terminado enganchados a la tabla de mareas, a un estilo de vida muy diferente que forma parte de esa revolución cultural ralentizada que no se basa en la confrontación sino en el deslizamiento. Taoísmo rastafari, zen para el mundo líquido, cambiar la mirada en vez de quedarse ciego, como propone la sociedad. El surf es una actitud.
En occidente lo conocemos desde 1767, cuando la tripulación del Capitán Cook observó desde el Beagle cómo los nativos hawaianos se desplazaban sobre las olas con tablas de madera tallada, pero sus orígenes son anteriores. Se tienen evidencias de que en el siglo IV los Mochicas de Perú ya construían embarcaciones para subirse a las olas, los Caballitos de Totora, elaborados con este material, un tipo de junco, o con madera de balsa, y su finalidad era exclusivamente recreativa, para disfrutar y competir. Así lo dejó escrito en 1590 el jesuita José Acosta en su Historia Natural y moral de las Indias. Y sería precisamente por inmoral que en 1821 los misioneros escoceses y alemanes lograron prohibirlo en Hawái, condenando a esa costumbre pagana al ostracismo durante casi dos siglos. Pero a principios del siglo XX los nativos hawaianos lo recuperaron en la playa de Waikiki, y de allí se extendió a Australia y California, donde en 1960 se puso de moda gracias a la película Gidget y a la música playera de grupos como los Beach Boys.
En España se surfearon las primeras olas el 10 de marzo de 1963, en el Sardinero, y lo hizo Jesús Fiochi. También en Cantabria, en Somo, se abrió hace ahora 25 años la Escuela Cántabra de Surf, pionera en el país. Repasando ambas historias encontramos un hecho curioso. Inicialmente el surf era un deporte de temporada y en invierno los aficionados se iban a Canarias o Marruecos, los más privilegiados a Perú o Hawái. Algunos practicantes de pesca submarina se sintieron atraídos por el nuevo deporte y para aguantar el frío del agua se dejaron puestos los trajes de goma. Eran calientes pero un tanto incómodos, y con el tiempo evolucionaron hasta el actual traje de neopreno, que fue decisivo para popularizar el surf en esta zona. Lo mismo ocurrió en todo el mundo, y si bien aquí no importaba, en el Pacífico sí, porque allí hay tiburones. Para ellos, un grupo muy numeroso de color negro brillante que se mueve muy rápido, está cerca de la orilla y juega con las olas, sólo pueden ser delfines. Fue por tanto un tiburón, al confundirlos, el que creó la metáfora, y desde entonces decimos con razón que un surfista ES un delfín.
A mi entender, merece mucho la pena profundizar en esta relación amistosa con el mar y seguir el ejemplo de Somo, que en el 2010 invirtió el dinero europeo destinado a potenciar el turismo en nuevas instalaciones y en adoptar el surf como principal seña de identidad. Muchos nos acercamos por allí con frecuencia para contemplar la puesta de sol y cada día nos encontramos con más surfistas. En realidad, una multitud. Da gusto verlos, van descalzos, dando saltos, con la tabla bajo el brazo, tiritando neopreno, y si en el agua son delfines en tierra parecen pingüinos resfriados. Los hay de todas las edades, tipo y condición, como si fuera una actividad que encandila y hermana a las personas, es evidente que son el motor de Somo. A pesar del desastre ocasionado por los temporales del año pasado, nos dicen que los fondos marinos ya se han recuperado y se puede surfear con normalidad. La gente de la bahía se mueve, quizá regresen los buenos tiempos. De momento, hoy ha sido un día glorioso, el sol radiante, los vientos amables, la mar ordenada, las olas perfectas.
publicado en EL MUNDO-Cantabria (6-8-15)
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