Fuegos naturales
Muchos ojos y bocas se han abierto
asombrados desde que en el siglo IX un monje taoísta que buscaba un elixir para
alcanzar la inmortalidad inventó por casualidad la pólvora. Hay que imaginar su
sorpresa ante algo tan prodigioso y la cara
que pusieron los demás monjes cuando les hizo la primera demostración. Sin
duda la explosión los dejó a todos sordos, sintieron en sus cuerpos la onda
expansiva, la necesidad de correr, lo inútil de cualquier refugio, pero a la vez
la alegría de seguir vivos, de haber salido indemnes de la experiencia. Hasta
entonces sólo el cielo había tenido un poder semejante: el trueno, el rayo, la
tormenta; y controlar esa potencia destructora tuvo que infundirles miedo,
perplejidad y una profunda satisfacción. Una foto del grupo mostraría idénticas
expresiones a las que tenemos hoy en día nosotros cuando asistimos a unos
fuegos artificiales.
La pirotecnia nos ha fascinado desde
su creación, casi inmediata al descubrimiento de la pólvora, que antes de
convertirse en arma mortal fue sobre todo un juego, un entretenimiento, una máquina
del tiempo que nos devuelve al territorio de la infancia con inusitada rapidez.
Hay algo mágico y sobrenatural en los Fuegos, nos encantan, acudimos siempre a
su llamada, hasta los niños se extrañan cuando tiramos de ellos y gesticulamos
como payasos intentando explicarles la maravilla que van a ver a continuación. Es el alarde humano por excelencia, la
chulería llevada al extremo, la máxima demostración de lo que somos capaces de
hacer cuando no nos ponemos beligerantes: la belleza por la belleza, y a lo
bestia. Un dispendio económico del que antaño sólo disfrutaban los emperadores
y ahora es el espectáculo que reúne mayor número de personas en cualquier
fiesta, sea de pueblo pequeño o de la ciudad de New York. Es un acto
ceremonial, la liturgia de la luz, un regalo.
Pero también hay voces críticas
contra los fuegos artificiales. Son peligrosos, es evidente, siempre hay algún
herido, contienen substancias contaminantes que se esparcen a los cuatro
vientos y últimamente nos quejamos de que molestan de un modo cruel a nuestras
mascotas, en particular a los perros. El récord lo tienen los portugueses, que
lanzaron en la Isla de Madeira más de 70.000 artefactos durante una hora en la
Nochevieja del 2006, y quién sabe cuántas dentelladas aguantaron los sillones y
las cortinas. Quizá llegue un día en que exista una normativa para controlar
los decibelios de esta costumbre tan arraigada que ya forma parte de la naturaleza
humana, pero entonces habremos perdido la necesidad de vanagloriarnos por el
mero hecho de existir, algo improbable. De momento, todos los años por estas
fechas estivales esperamos la llegada de los Fuegos como un espectáculo
singular. Nos gusta su maravilla y también sentir que el cielo se viene abajo, algo
que resulta iniciático para los pequeños y renovador para los adultos, todos dispuestos
a premiar cada explosión de luz con un Ohh, con muchas haches.
publicado en EL MUNDO-Cantabria (28-7-15)
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