A media tarde me llamó por
teléfono el Jefe de Protocolo. Quedamos en el Estambul, una cafetería muy
discreta que todavía conserva aquellos reservados de antaño y, por la longitud
de su infrecuente sonrisa y la ansiedad con que observaba al camarero mientras
le servía un armañac, comprendí que se encontraba en un grave apuro. Me confesó,
después de un trago de media copa, que estaba desesperado. El retiro prematuro
de dos de sus colaboradores más estrechos y la incorporación a su equipo de una
nueva remesa de jóvenes incomprensibles, acelerados, vituperantes, le costaba
adjetivar, había mermado considerablemente su control sobre el departamento, lo
cual auguraba un desastre durante la visita del recién nombrado Ministro de
Cultura austriaco. El Señor Peter Handke no era un papanatas que iba a
confundir en público a Ligeti con un liguero, como su antecesor, había que ser
exquisito, estar a la altura de un gran escritor. Además, vendría acompañado por
los pesos pesados de la industria editorial de su país, que traían contratos y
alianzas necesarias en estos momentos de precaria precariedad, según dijo. Luego
se puso muy zalamero y me soltó eso de: Necesito tu magia, pero se le borró la
sonrisa cuando le recordé mis honorarios. Aceptó, mientras pedía otro armañac
que, por supuesto, me dejaba pagar, y añadirlo a mis gastos.
Una vez en mi estudio, puse
en marcha a mis colaboradores y les impuse un ritmo acelerado. Tenían que
actualizar el perfil de Peter Handke,
localizar a su traductor, a su biógrafo y, de paso, traerme en moto inmediatamente
su última novela, en la que me perdí sin temor antes de llegar a la página
diez. Saqué en claro, como tantas otras veces, el carácter bergsoniano de
Handke y la tremenda desolación que hay en sus libros. Comencé a trazar un plan
basado en el instante, en su poder de percepción de lo inmediatamente real, en
su innegable habilidad para trasformar una simple brizna de hierba en motivo de
trágica interioridad. Le pedí al Jefe de Protocolo un plano detallado de los
movimientos previstos para el Ministro, y me envió a uno de sus subalternos,
que me lo explicó todo inclinado sobre un plano pero sin hacer marca alguna.
Tuve que memorizarlo, previa firma del acta
de secretos oficiales.
En una semana el plan
estaba listo. Organizamos una serie de actos culturales que prácticamente
acordonaban a Peter Handke y restringían sus movimientos a la zona de
vigilancia policial, lo cual fue del agrado del Jefe de Protocolo. En un
kilómetro cuadrado habría, entre otros, tres exposiciones de pintores tremendistas,
una conferencia de su mejor traductor, dos obras de café-teatro tan minimalistas
que no admitían espectadores, y una hermosa y sugerente performance con un
hombre descomunal y desnudo pastando en un jardín de camelias. Escogiera lo que
escogiera Handke en sus escasos ratos libres, encontraría satisfactorias todas
las propuestas. El Jefe de Protocolo quiso conocer entonces el plan B, motivo real
de mi contrato, y de nuevo no le gustó el presupuesto.
Hubo una ronda de
conversaciones con todos los implicados. Yo mismo hablé con el escritor Javier
Marías y le puse sobre la mesa el diagrama estratégico. El futuro premio Nobel,
que conoce a Handke, se prestó a la
comedia muerto de risa y aceptó siempre que se le permitiera contárselo después
al Ministro. Le encantó que pensáramos en esas cosas, dijo, y saber que yo
diseñaba casualidades le resultó encomiable y civilizado. No fue tan fácil
convencer a la directiva de un equipo de futbol regional, ni al representante
de Iker Casillas, que afirmó que no entendía el cometido. No entiendo el
cometido, insistía, como asustado cuando le acercaban un libro de Handke. Pero
el guardameta supo estar a la altura y se apuntó porque había leído El miedo
del portero al penalti.
Yo creo que la prensa se
excedió en sus calificativos al Jefe de Protocolo, pero lo cierto es que las
fotos recorrieron el planeta y dieron una imagen impecable de nuestro país. Hay
que ver a Javier Marías, Iker Casillas y Peter Handke sentados en la grada, hablando
de futbol como chavales de colegio y haciendo risas deportivas. Y la cara de
sorpresa del escritor austríaco cuando Javier Marías le entregó el plan donde
se detallaba cómo se le había inducido a huir de la zona de seguridad policial en
un taxi y acabar en las afueras, en aquel campo de futbol iluminado donde,
casualidad, le esperaban un amigo escritor y el mejor portero del mundo. Handke se emocionó por el homenaje. Tengo en
mi despacho una gigantesca foto suya, en concreto de su ojo izquierdo, con una
lágrima congelada justo en el borde del párpado, casi a punto de caer.
publicado en Espacio Luke
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