Juan es grande y bastante bruto, tira
de pico mucho más que yo y por eso se considera mi superior. Cuando estoy
sacando con la pala material de la zanja me machaca la cabeza y si quiero que se calle tengo que darme
prisa o de lo contrario me lanza el pico, me llama vago, y ahora te toca picar a
ti. Entonces descansa y tengo que aguantarle su cháchara otro cuarto de hora
más. Es incansable. Todo lo dice, todo lo comenta, como una radio con piernas.
Una vez se entrevistó a sí mismo durante toda la mañana, a dos voces, daba miedo
oírle. Estábamos metidos en una zanja imposible, llena de cantos rodados
sujetos por una tierra dura como el hormigón, una condena, al golpear saltaban
tantas chispas que parecíamos soldadores: ¿Y dígame, Juan, qué opinión le
merece su jefe? Verá usted, yo creo que mi jefe es un auténtico hijoputa, con
denominación de origen. ¿Y su mujer? Una hija de puta, ésa entra en un burdel y
la echan por golfa. ¿Y el padre de ella, el antiguo jefe? El mayor hijo de puta
que ha parido madre. ¿Y el gobierno? No tenemos gobierno, sólo son una
cuadrilla de mentirosos hijos de puta. Durante horas, Juan llamó hijos de puta
a todos los seres del universo desde el principio de la creación hasta el final
de los tiempos. Parecía un reloj que en vez de tic-tac hace hijoputa-hijoputa. La
verdad es que aquellos guijarros estaban acabando con nosotros, era difícil
tomárselo bien. Cuando nos fuimos a comer, a Juan le hervía la sangre. Recuerdo
que repitió patatas con costilla y luego montó un cristo porque el filete era pequeño:
No tenéis vergüenza, esto no se le sirve a un hombre, ¡que yo no trabajo en una
oficina, coño! No quiso ni café ni copa, por no hacerles gasto, y regresamos al
trabajo mucho antes de la hora. A eso de las cuatro de la tarde, encontramos
enterrada una superficie granate, casi negra. Juan la golpeó y la piedra le
devolvió un trallazo que subió por el mango del pico y le obligó a soltarlo. Un
sonido casi metálico. La tapa del infierno, dijo. Una mala señal porque si hay
que llamar al jefe la excavadora se come nuestro sueldo. Pensé que entonces
perdería definitivamente los nervios, pero ocurrió lo contrario. Al mencionar
la excavadora Juan se apaciguó, como si la dificultad extrema lo suavizara, lo
templara, lo volviera más inteligente. Incluso empleaba otro vocabulario, con
palabras robadas de la boca del jefe y pronunciadas con sarcasmo: Esto que
tenemos aquí es un serio contratiempo, Juan, hay que ser expeditivo y acabar
con ella a la voz de ya, somos profesionales altamente cualificados. Juan estaba
cabreado, pero manso. Se escupió en las manos, bajó a la zanja con la barra de
hierro larga, golpeó la piedra, tanteando, y luego le habló. Le dijo bonita,
guapa, qué haces ahí que no sales a tomar el sol; ven, cariño, ven, que nos
vamos a casar y tendremos hijos pedruscos. Yo me reía desde fuera de la zanja,
no me dejaba entrar para ayudarle, y si no se lo montó con la piedra fue porque
yo estaba delante. Tardó más de una hora en desenterrarla. Luego tuvimos que bailar
la piedra entre los dos, meter tierra en la zanja y hacer una rampa. Nos llevó
un rato largo sacarla de allí con la ayuda de unas tablas y una soga. Antes de
marcharnos, Juan grabó en la piedra, con una docena de golpes de cincel, el
nombre de Marta. Fue la primera vez que se lo vi hacer. Luego le he visto poner
Rosa, Laura, Juana, y a una gigantesca le puso Margarita. Pero yo creo que la
que importa de verdad se llamaba Marta. O se llama, no lo sé, a mí no me gusta
preguntar, no sea que me pregunten, he tenido trabajos peores que éste.
publicado en Revista Cantárida
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