Cuando hacía sol, mi abuela sacaba su silla de mimbre y se
sentaba a calcetar fuera de casa, en la esquina, justo donde empezaba la curva
de la carretera. Los vecinos la saludaban al pasar, los extraños, sin embargo,
pitaban, maldecían, frenaban, y si iban demasiado rápido tenían que derrapar
para no atropellarla.
Junto a la silla de mimbre mi abuela puso una banqueta
para la cesta de calcetar. Luego un tiesto. Se jugó de esta forma la vida
durante años. Entonces llegó el topógrafo que diseñaba la carretera local y
alejó la curva cinco metros de nuestra casa. Ahora mismo, mis hijos juegan al
balón en ese terreno.
publicado en Revista Cantárida
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