Me
levanté de la cama con un vacío en el estómago, fui al cuarto de baño, me miré
en el espejo y al otro lado había un mexicano. Le pregunté qué hacía allí y me
explicó con gran amabilidad que a mi imagen ya no le salía rentable estar a mi
disposición y le había contratado a él para ocupar su lugar. Aunque el mexicano
era más bajito que yo y llevaba bigote, no daba muestras de avergonzarse por
tener que copiar mis gestos, mi forma de peinarme, de mirarme los dientes; en
cierto modo su imitación me dignificaba. Le di la bienvenida a mi casa. A fin
de cuentas, pensé, todos nos parecemos demasiado.
publicado en Revista Cantárida
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