-Mi marido
pensó que era una broma, un disparate. Que ese tipo de cosas sólo las hacen las
mujeres trastornadas por la menopausia. El muy imbécil estaba a punto de
llevarse la sorpresa de su vida y todavía me miraba con esa estúpida arrogancia
suya parecida a un escupitajo. Cuánto desprecio, cuánta soberbia, y qué torpeza
la suya al no sospechar lo que se le venía encima. Incluso me ofreció el
cuello: Adelante, acaba conmigo; porque eso es lo que quieres,
¿no?, acabar conmigo. Qué payaso, y qué pobre hombre. Sin darse cuenta
estaba repitiendo la secuencia, y no sabía que para mí lo único importante era
que él repitiese la secuencia. Le oía hablar sin prestarle atención porque lo
de menos eran los detalles, que escogiera decir una frase o la contraria, que
dijera dos o cuatro burradas seguida, lo normal, ruido de fondo, la clave
estaba en que después de una casilla pasara a la siguiente, y luego a la
siguiente, que no se saliera de su modo habitual de ser y entonces todo
encajaría a la perfección.
`Te aseguro
que hay algo atroz en el hecho de ser capaz de prever con tanta exactitud lo que hará una persona con la que vives desde
hace cuarenta años y utilizarlo en su contra. Pero supongo que tú lo
comprendes, eres mujer, eres mi abogado, has decidido estar de mi parte. Por
eso no te miento si te digo que en el último instante mi marido me dio lástima,
me sentí responsable por no haberle ayudado a mejorar, por no haberle ofrecido
otra alternativa que esos amigotes suyos tan simples. Qué hatajo de estúpidos…
Recuerdo que estábamos un domingo, poco después de navidades, tomando el
aperitivo con ellos y con sus mujeres, y uno que tiene una barriga enorme dijo
que según su médico aquello no era grasa, era semen a borbotones, y todos nos
reímos a carcajadas. ¿No ves la secuencia? Ellos en la barra y nosotras
sentadas en una mesa a su lado, como gallinas cluecas, riendo la poca gracia de
aquellos barrigudos. Yo no protesté, pero fue horrible lo que hizo mi cabeza
con esa escena cuando estuve a solas. La volvió contra mí. El asco que me daban
ellos, me lo di yo, porque yo formaba parte de ellos. Y toda la porquería que
estaba escondida y podrida salió de repente convertida en odio. Me vomité toda
por dentro.
`A mediados
de enero pillé la primera depresión, y el resto del mes aguanté a base de
medicamentos. En febrero estaba peor, y me dije que tenía que hacer algo, algo
definitivo. Es curioso, la maldad es sencilla de comprender pero muy difícil de
ejecutar si no tienes costumbre. Tuve que prepararme para ello, tuve que
ejercitarme, pensar como una mala persona. ¿Te dije que leí unos cuantos libros
sobre la guerra? Impresiona lo meticulosa que es la gente cuando se trata de
hacer daño a los demás. Allí se dice que lo primero es crear un enemigo y lo
último destruirlo de modo que jamás levante la cabeza. Y eso es lo que yo
decidí hacer con mi marido. Estudiarlo en detalle para luego atacarlo y
demolerlo. Fui como una espía infiltrada en mi propia vida. Observaba a Miguel
y anotaba los pasos de la secuencia. Me observaba a mí misma, disimulando,
haciendo de mí misma para que él no notara la diferencia, y también anotaba la
secuencia. Ponía la tele, escogía los programas conflictivos, buscaba pelea
para sacarle de quicio, y lo más ruin y malsano de sus reacciones quedaba
registrado, así como las claves que disparaban la secuencia. Me obsesioné con
las pautas. Sabía que no podía ganar, que todo sería perder, que después sería
otra... pero de eso se trataba, ¿no?
`Y por fin
llegó el momento, en Semana Santa. Miguel estaba relajado, llevaba quince días
de vacaciones tocándose las pelotas sin hacer otra cosa que beber los vermús
que yo le servía. Ese día salió muy caluroso y tuve mucho cuidado en salar bien
la comida para que se pusiera ciego a beber. A las nueve de la noche, su
discurso era ya de lo más elocuente: Las mujeres sois la hostia, la extrema
derecha natural, unas putas reaccionarias que domestican a los hombres, unas
conejas que llenáis el mundo de muertos de hambre, y tú eres la peor. Después
de ‘tú eres la peor’, a mí me correspondía
decir: Miguel, por favor, no bebas más. En vez de eso dije: No me faltes al
respeto, y dejé una pausa, y añadí: Ten cuidado. Al oír la amenaza se puso como cualquier
hombre con dos copas y una única neurona. Como un diccionario de insultos. Fue
entonces cuando me ofreció el cuello y, en vez de quedarme cortada, le dije que
iba a la cocina a buscar hielo para el bourbon. Me puse el delantal, caminé por
el pasillo de puntillas, me agaché detrás del sillón, y cuando Miguel se dio
cuenta de mi presencia lo que vio fue una mujer vibrando descontrolada, con un
manojo de puerros en una mano y un cuchillo cebollero en la otra. Y una cara de
loca de mucho preocupar. Di un paso hacia él y entonces echó a correr. Llamó a
la policía desde la casa de los vecinos y, cuando llegaron, yo parecía la
virgen santísima haciendo purrusalda para cenar. La amante esposa preocupada
por su marido borracho que no controla nada: gracias agentes por traérmelo a
casa, son ustedes muy amables, ¿quieren una tapita? Así figura en el informe.
Nadie me oyó amenazarlo, está pillado. Lo único que ahora queda por hacer, y
para eso necesito tu ayuda, es pedirle al juez mucho más de lo razonable para
mí. Las dos casas, los coches, todo, y luego ir renunciando a ello según avance
el juicio, de modo que al final yo tenga lo mío y a la vez él se sienta
satisfecho. Miguel es muy primario, debe creer que ha ganado y que hará un buen
negocio librándose de una loca peligrosa como yo. De ese modo no le volveré a
ver, y después de lo que he hecho
necesito esa garantía.
publicado en Revista Cantárida
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