viernes, 30 de noviembre de 2012

ESOPO EN EL CARIBE

En Kingston, Jamaica, un cuervo rastafari había pillado un sándwich de queso y estaba subido en lo alto de una planta de marihuana a punto de comérselo. Pasó por allí un zorro estadounidense, que había ido a Kingston, Jamaica, a pillar semillas auténticas, y debido a la gran fumada de recibimiento que le dieron los colegas en la plantación estaba el pobre que alucinaba de hambre. Ante la visión del apetitoso sándwich, le dijo al cuervo:
—Joé, tío, qué suerte tienes, un sándwich como ése no se lo preparan en su palacio del cielo ni al mismísimo Hailé Selassié. ¡Qué pedazo bocata! Eres un artista, qué sensibilidad, qué dominio de la loncha, y de los detalles decorativos. Qué gusto. Cómo se nota que tú, todo tú, eres en ti mismo una buena vibración. Si el profeta Bob Marley pudiera verte ahora diría: este chico está iluminado, este chico es muy querido para mí, el Señor te ama. ¡Aleluya! 
            El cuervo rastafari, sorprendido y descolocado en mitad del mordisco, y por no hacer un feo, respondió: ¡Aleluya!, y el sándwich se deslizó desde su pico y cayó en dirección al zorro yanqui.
Pero, cuando pasaba a la altura de su pata, el cuervo lo cogió al vuelo.
            —¿De dónde has dicho que eres?
—De los Ángeles, California.
—Ya. ¿Y en los Ángeles, California, no os enseñan a elaborar mejor un discurso? Qué desastre, parece mentira que seas un zorro. Acabas de mezclar a la brava una misa evangelista de Nueva Orleáns con el buenazo de Bob Marley... Y lo de las god vibration… caramba, eso está más pasado que la cosecha del dos mil. Además: ¿a ti te parece ético vacilarle a un pobre cuervo el almuerzo de ese modo tan miserable? Piensa un poco, anda, piénsalo.
El cuervo rastafari le dio un mordisco enorme al sándwich, y miró hacia el horizonte, hacia Kingston, Jamaica. De su pico caían migas como espejismos. El zorro californiano se puso a dar vueltas, frenético:
—Tampoco te pongas así. No es fácil ser un zorro, ¿sabes? Todo el mundo te discrimina, siempre esperan lo peor, nadie confía en ti... La verdad, que conste que yo te he entrado bien, con referencias culturales, étnicas, porque nada más verte ya he notado que tú tenías estudios. Salta a la vista, llevas las plumas colocadas con mucha ilustración.
—No te cansas nunca, ¿verdad?
—¡Es que tengo hambre! Y tú tampoco ayudas mucho. Se suponía que en algún momento ibas a soltar el sándwich, y a cambio recibirías una lección inolvidable. Vamos, que eres tú el que se está enrollando fatal. Te estás perdiendo una oportunidad de aprender algo, algo importante, trascendental.
—¡Qué paliza de tío! Acabemos de una vez Si quieres un trozo de sándwich, pídemelo por favor.
Please, please, please —dijo el zorro, en ingles en el original, con el rabo entre las piernas.
Entonces el cuervo rastafari dejó caer la mitad de sándwich que le quedaba. El zorro pegó un salto prodigioso y lo engulló de un solo bocado. Luego le guiñó un ojo al cuervo, y echó a correr, partiéndose de risa, hacia Kingston, Jamaica.

                                                                                publicado en Revista Cantárida

jueves, 8 de noviembre de 2012

SIN COBERTURA MORAL

Ya era hora. En la puerta de entrada al recinto han colocado un cartel con un hombre de Vitrubio tachado con una equis. Es un detalle por parte de la Dirección. Los espacios sin cobertura moral deben estar debidamente señalizados, que nadie diga que entró sin saber dónde se metía. La gente es muy tonta, y la ley deja bien claro que el cliente debe estar informado hasta la saturación. Nada más entrar, una pantalla nueva que cuelga del techo me advierte de la pérdida de derechos legales en estas instalaciones y de la necesidad de firmar un contrato que exime a la empresa de cualquier responsabilidad.  Aquí se entra desnudo, se actúa al libre albedrio y en la salida recogen tus pedazos. Lo demás es asunto de cada cual, no hay cámaras, sólo sensores térmicos. Por suerte, una amplia curva me impide ver el interior. Puedo oír, amortiguados, distantes, gritos humanos. Pongo en marcha mi identificador, se enciende un camino en el suelo y se ilumina una puerta en la pared. Al aproximarme a ella,  aparece el rótulo: Sólo personal autorizado. El identificador le informa a la puerta de mi llegada, se abre, entro, y espero hasta oír el clic del seguro a mi espalda. Me gustan las modificaciones, la empresa se está portando. Desde la torre, la voz de Sacha me pregunta si soy yo. Me asomo al hueco de la escalera. Sacha asoma su cabeza pelada: No subas, vete al triturador número cinco. Rápido. No me gusta que me dé órdenes, le enseño un dedo pero no puede verlo. Me doy prisa en llegar a la avería. En el cajetín del filtro del triturador hay dos ojos azules todavía sanguinolentos taponando la salida. Qué asco de trabajo. Compruebo las cuchillas. Una pala rota ha destrozado toda la sección de corte. Busco un repuesto, lo cambio y luego miro el libro de control. Falta la firma de Ramón debajo de la revisión correspondiente. Añado debajo el parte de mi reparación en letras mayúsculas, para que destaque el vacío dejado por ese insensato, y luego le saco una ráfaga de fotos. Subo a la torre y hablo con Sacha del asunto. Me pide que espere, tiene una tarde muy ajetreada. Una de sus pantallas brilla enloquecida, hay una aglomeración humana cerca del triturador número catorce. El analizador de movimientos llega a la línea de caos y salta la alarma. Sacha pulsa el botón del gas, en la pantalla una mancha verdosa se extiende sobre un agrupamiento de gente. Al instante, los cuerpos se separan y la alarma enmudece. No llegan ni a monos, son como lagartijas. Que me maten si entiendo por qué lo hacen. Le recuerdo que además pagan,  y nos reímos.  Sacha se niega a aceptar mi propuesta de librarnos de Ramón, le cae fatal pero es mejor que los anteriores oficiales de mantenimiento, lo cual es cierto, y como tiene antigüedad su sueldo consolidado nos garantiza mayores beneficios. Hacemos el cálculo. No revisar el triturador le costará el sueldo de dos meses, o avisaremos al inspector, que le cobrará el doble, dice Sacha. También me recuerda que Ramón se acaba de casar, así que el pago se hará en cuatro plazos. Tengo que aceptar, y además con un 60 a 40 a su favor, porque las hojas de parte falsificadas las tiene él. Será mejor que Sacha no se descuide, un 10 por ciento es motivo más que suficiente para que le desgracie la vida. Mi dinero es sagrado.

                                                                                     publicado en Luke




domingo, 4 de noviembre de 2012

jueves, 1 de noviembre de 2012

LAS CABEZAS DE LAS PATAS


          Me gusta el olor del salitre que domina todas las cosas. Su sabor, y esa cualidad pegajosa de reclamo antiguo. La compañía de su tacto. Lo indudable de su presencia, el modo que tiene de hacer vibrar todo mi cuerpo y volverlo más receptivo aún que cuando se acerca Rafael. Sólo con el mar compites, le digo a veces, y entonces él me abraza como las olas. Y me trae al malecón porque lo necesito.
             Este es un lugar para esperar en vano.                                        
             Me quedé definitivamente ciega aquí mismo, hace hoy diecisiete años. No veo ni jota, ni sombras ni luces ni nada parecido, como si no tuviera ojos. Los demás sentidos no compensan la pérdida, pero tenerlos acentuados es un consuelo; aunque a veces me duele oír demasiado, oler demasiado, paladear lo insípido y tocar más allá de lo prudente. Siempre he sido una persona leve, con poco carácter, que procura pasar desapercibida. Recuerdo que al principio me ponía colorada pensando en todos esos ojos que me miraban y que yo no podía ver. En los ojos que me vigilaban para que no me hiciera daño, en los ojos clavados en mí con descaro y compasión, también en los ojos que me hacían vulnerable y esperaban mi caída. Ahora sólo pienso en los ojos de Rafael, que son mis dos ojos, los ojos que lleva engastados el cuerpo que amo. Y en su voz, que teje el relato de lo que ve, y que convierte lo visto en fantasía. Rafael miente como un bellaco, la mitad de lo que cuenta se lo saca de la manga.  Tener que ver por los dos, le produce serias alucinaciones.
            No hablamos, sin embargo, al subir al malecón. Guardamos un silencio reverencial. Caminamos ligeros y, cuando llegamos al final, Rafael me sienta en un noray y me deja sola. Necesito sentir el mar a mi alrededor. Su fuerza imponente al subir y bajar, la resistencia de las rocas. Todo ese poder que me da miedo y luego me transporta. Entonces recuerdo con nitidez mi último día de luz, comiendo aquí con mi familia. Puedo ver esa lámina de champiñón brillante que salta desde el borde del plato hasta mi falda, y miro hacia abajo y veo entre la niebla la cabeza de Bosco, su hocico, su lengua y el champiñón desaparece. También veo a mi madre, con su voz de flauta irritada en mi oreja izquierda, y un tenedor de plástico oscuro que pasa frente a mis ojos arrastrando mi mano, y una servilleta negra que cae sobre mi regazo, y a mi hermano que me dice al oído ya eres mayor. En el centro de la mesa hay un pollo asado, y Bosco lo vigila para que no eche a correr. Mi padre diserta sobre los huesos del pollo: los huesos de los pájaros pesan poco, astillan mal, son peligrosos para el perro, sólo hay que darle la carcasa, y si acaso las ternillas, las cabezas de las patas. Luego caen del cielo muchos puntitos de confeti, todos de color gris plateado, y cubren por completo todo el espacio, sin dejar ni un hueco en blanco, y entonces llega el enorme regalo de cumpleaños que ya no pude ver.
            Sólo Bosco se dio cuenta. Colocó su cabeza bajo mi nano y la sostuvo con decisión. Tuve un perro lazarillo antes de que los demás supieran que estaba ciega. Era lo esperado, aunque no tan de repente. YA ESTÁ, fue lo que dije, y, mientras todos callaban, el mar siguió enviando una tras otra sus olas, con total indiferencia. O completa sabiduría.
            Fue en ese instante cuando la vida se cristalizó en mi cabeza. Y ése el motivo que me hace regresar a este sitio el día de mi cumpleaños. Aquí soy inmaterial y el mundo que me rodea me habla con sus latidos. Aquí sentí por vez primera el poder del mar y de la sal. Mi primer recuerdo de ciega son unos pasos que se dibujaron en mi mente. La materia que pisaban no era real, tenía una textura que incluía sentimientos. Y el trazado de los pasos era el crujido de la sal depositada sobre las piedras del malecón.  La sombra sonora de las cosas.
            Pero éste es un lugar para esperar en vano.
           Al atardecer, le pido a Rafael que me saque de mi celebración solitaria caminando descalzo. Me gusta oírlo llegar. Recibir, como la primera vez, un tierno escalofrío. Buscarlo con las manos. Tocarlo, y verlo iluminado dentro de mi cabeza. Y luego besarlo con fuerza, con los ojos cerrados y los labios calientes por el salitre que domina todas las cosas.

                                                                           publicado en Revista Cantarida