En ningún
momento decidió quedarse a pasar la noche frente al portal de su casa viendo
caer la lluvia. Se fue quedando, simplemente, minuto a minuto, cada vez más
acurrucado tras el volante, navegando con ojos infantiles por los caminos de
agua que se formaban en el parabrisas. Estaba tan agotado de pensar que no le
quedaban fuerzas suficientes para darse una orden tan sencilla como salir del
coche. Necesitaba una tregua, un tiempo muerto sin decisiones que tomar, un
vacío mental que le permitiera descargar la tensión acumulada durante los
últimos meses. Demasiadas prisas, demasiados gritos, montañas de organigramas,
y la desesperación de esas miradas que estallan en el momento cumbre de la
reunión suplicando el relevo inmediato. Equipos completos de profesionales
quemados como viruta, arrojados al paro. Él no. Claro que no. Su impecable
coordinación de la masacre le había garantizado automáticamente la exclusión de
futuras cribas de personal. Sus jefes acababan de reconocer su valía con un
ascenso de nivel, pertenecía ya al equipo directivo, le esperaba un paquete de
prerrogativas. Ahora sólo debía procurar no malograrse como joven promesa,
rodearse de buenos cerebros que pensaran sus pensamientos y, ante todo, no
defraudar.
Intentó
relajarse y disfrutó un rato del repiqueteo de la lluvia en el techo del
vehículo. Las gotas sonaban tan cerca que casi le salpicaban. Sin poder
evitarlo, se puso a contarlas, a buscar un sentido. ¿Podía algo tan azaroso como
la lluvia tener un ritmo, o era él, que imaginaba una secuencia sonora por puro
afán de organizar, por deformación profesional? La marea que bajaba por el
parabrisas detuvo sus reflexiones. El agua, combinada con la luz ambarina de
las farolas, le estaba ofreciendo una visión peculiar del edificio donde vivía,
remarcando su importancia: la lámpara señorial del hall, el número dorado del
portal, los cristales de espejo del
primer piso y, mirando hacia arriba, el ojo de buey del ático. Una casa hermosa,
destacable, con solera y pomos relucientes. Los padres de Marina habían sido
muy generosos regalándoles el piso cuando se casaron. ¿Cuánto tardaría Marina
en asomarse? ¿Qué pensaría al no tener noticias suyas? Seguro que a estas horas
ya estaría convencida de que había fracasado, se lo imaginaría borracho y
desesperado, en la cuneta de los perdedores, y luego sobre su regazo pidiendo
chupete. Marina, la mamá dramática, la que aleja el dolor con baldes de
menta-poleo. ¿Sería capaz Marina de dar la talla a su lado ahora que tenía
éxito? Seguro que sí, era su ambiente, les pondría a los invitados trufas
envueltas en pétalos de rosa... Le entró la risa, se incorporó en el asiento y
miró el reloj del salpicadero. Era casi medianoche. Marina estaría anegada en
lágrimas viendo en la tele la reposición de Rompiendo las olas, con la niña dormida
junto a ella en el sofá.
Marina
y la niña... A su hija la quería porque no le quedaba otro remedio, pura
biología, a su mujer porque se sentía responsable de ella. Marina era débil de
carácter, una ingenua. Tenue, casi
apagada, sólo brillaba con luz propia muy de cerca, en los momentos más
íntimos, como una luciérnaga en sus manos. El resto del tiempo era una ausencia.
Al poco de comenzar a salir con ella, ya la estaba educando. No sabía nada de
nada. Se sentía desvalida ante cosas tan triviales como las miradas masculinas,
esa tosquedad del galanteo continuado en ambientes tan diferentes al suyo, con
sus libros, sus cuadros y su piano, y el padre de batín, y el despacho de su
padre, y la madre que sabía decir gracias con tantas variaciones de tono que lo
convertía casi en un idioma. Tuvo que enseñarle a ser fuerte, a plantar cara. No
evitó exponerla al dolor porque él pensaba que el dolor pone a la gente en su
lugar, atribuye, concede, y no es conveniente huir de él. Marina se había endurecido en los cuatro años
que llevaban juntos, sin embargo seguía viendo la vida desde una especie de
opacidad mental deliberada. No quería creer que el motor de la existencia es la
maldad. Que para vivir como vivía, él tenía que inmiscuirse. Ponerse todos los
días su coraza de conclusiones lógico-prácticas bien ajustada al cuerpo y a
revolver enérgicamente con la tarjeta de crédito en el balde de la mierda.
A
la una y media, Marina apagó la tele y se acercó al ventanal. Descorrió la
cortina, le vio, hizo un gesto de sorpresa y casi inmediatamente cerró. Su
sombra permaneció unos instantes tras la cortina, y luego se fue y apagó la
luz, como si no quisiera agravar su derrota. Él disfrutaba manteniéndola en vilo,
pero alrededor de las dos de la madrugada el móvil le avisó de una llamada. Era
Pedro, su condena desde la infancia, quién sino él se atrevería a llamar a esas
horas. No contestó y apagó el aparato. Instantes después, la cortina de su casa
se descorrió de un golpe, y Marina se dejó ver. Estaba hablando por teléfono y
parecía enfadada. Casi pudo oír la voz de Pedro, con diecisiete copas de más,
felicitándola por el ascenso implacable de su maridito. Marina colgó y
desapareció, dejando abierta la cortina. Regresó poco después, llevaba la niña
dormida en brazos. Cogió uno de sus bracitos y lo agitó como si fuera una
muñeca. Él, desde el coche, se negó a devolver el saludo. No le gustaban los
chantajes emocionales.
A
partir de ese momento, las horas se le cayeron encima, como preludios de un
epitafio. A las cinco pensó: Las cosas me afectan en segunda instancia. Analizo
más el hecho de sentirme afectado que el motivo de dicha afección: soy un eje
de reinterpretación. A las seis pensó: La decisión que voy a tomar es
inevitable. Consuela mucho lo inevitable, desplaza la culpa hacia un lugar
inaccesible que justifica no poder actuar de otra forma. A las siete abrió los
ojos y vio a Marina en el ventanal. No se movió y pensó: Observar cómo te mira
la persona que más te conoce y más se ha acercado a ti, es lo más parecido a
mirarte en el espejo, aunque no llega a ser tan aterrador porque esa otra
mirada jamás será la tuya, nunca podría hacerte lo que tú te harías si te
dieras la oportunidad, si bajaras la guardia y te cogieras desprevenido. A las
ocho y media, justo cuando Marina salía por el portal, estaba pensando: Si
Marina es, en cierto sentido, una creación mía, y si la he modelado a mi imagen
y semejanza, lo más probable es que tenga mis características, pero también le
habré contagiado mis defectos.
Marina se acercó al coche. Él bajó el cristal.
Ella le clavó los ojos con una mirada que
no recordaba haberle enseñado:
—No te preocupes, no te vamos a estorbar. Ya
te llamará mi abogado— y dejó caer sobre su regazo un pequeño neceser.
publicado en Luke
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