Benito caminaba por la alameda con las manos
embutidas en las mangas de la camisa. Su paso era resuelto, vivaz, y la
expresión de su cara hablaba de una ilusión, una esperanza, tal vez una cita.
De pronto, se escuchó un siseo que se convirtió en ladrillo y le acertó de
lleno en la cabeza.
Benito
cayó al suelo, se llevó las manos a la cabeza y entre los dedos comenzó a salir
la sangre a borbotones. Varias personas corrieron hacia él, pero se detuvieron
a su lado sin decidirse a actuar. Se cruzaron algunos comentarios y exclamaciones
de horror. Una mujer palideció y estuvo a punto de desmayarse. La sangre comenzó
a formar un charco de considerables dimensiones. Ahora, todas las miradas se
dirigieron hacia el ladrillo.
¿Quién ha sido?, pregunté yo, que iba impecablemente
vestido, con una bolsa de deporte que no encajaba para nada con mi estilo.
¿Quién ha sido?, repetí, y la pregunta
corrió de boca en boca y docenas de ojos otearon la alameda infructuosamente.
No había nadie a la vista que demostrara con su actitud ser el culpable. Era
evidente que el responsable había abandonado la escena. Sin embargo, toda la
gente de la alameda estaba ahora rodeando a Benito, inmóvil en el suelo, y los
murmullos dijeron que no se había visto a nadie alejándose de la zona, ni
corriendo... Además, un simple vistazo al ladrillo dejaba claro que no
pertenecía a los elementos constitutivos de la alameda. Tampoco había obras o
reparaciones a la vista, luego el agresor lo había traído de otro lugar y,
probablemente, con la intención de convertirlo en arma arrojadiza. Hubo un
entornamiento general en las miradas, recelo, escrutinio avieso, y cada cual
intentó imprimir en su cara los signos de la inocencia mientras buscaba en los
de los demás los de la culpabilidad.
¿Quién
ha sido?, volví a preguntar, y en esta ocasión mis palabras iban dirigidas
a los presentes. Todos comprendieron que el culpable era uno de ellos. Nadie se
atrevía a moverse, no fuera que los demás interpretaran sus movimientos como el
inicio de una huida. Se hizo un silencio apropiado y, durante unos instantes,
por el mero hecho de ser sospechosos todos parecieron compartir la culpa.
¿Qué
pasa, mamá?, preguntó una niña tirándole de la falda a una mujer obesa que
no apartaba la mirada del creciente charco de sangre y olisqueaba el aire como
si intentara acordarse de algo.
¿Habrá
que llamar a una ambulancia, no?, dijo un joven. Y a la policía,
añadió una mujer.
Yo
me agaché, separé la mano ensangrentada de la cabeza de Benito, le tomé el
pulso y solté inmediatamente la mano, que golpeó contra el suelo y dejó caer un
medallón con una C pequeña encerrada en un círculo.
Está muerto, dije.
Como
si acabara de mencionar el sida, la gente se dispersó en todas direcciones sin
preocuparse de volver la vista atrás. En menos de dos minutos la escena quedó
desierta.
Sólo yo permanecí junto al cadáver, como si
meditara petrificado. Luego, me sacudí un polvo invisible de encima de los
hombros, dejé la bolsa de deporte en el suelo, la abrí y saqué una toalla
blanca. Giré la cabeza en todas direcciones y, cuando me aseguré de que nadie
observaba mis actos, golpeé suavemente el cuerpo de Benito con el dorso del
zapato y le tiré la toalla encima.
—¿Cuántas
veces más tendremos que repetirlo para que lo comprendas, hijo?
Benito
me miró con ojos apagados. Pero no dijo nada. Sollozaba su última rabieta
abrazado al ladrillo de cartón.
de La cosecha, pag. 149
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