Mientras echaba la siesta en el jardín, un petirrojo vino a beber al
cenicero y murió nicotinizado. Estaba tieso junto al paquete de tabaco, tenía
una pata levantada, como si estuviera pidiendo un último cigarrillo. Fui a
enterrarlo en la jardinera grande, la que tengo junto al muro, pero me dio
mucho asco porque estaba llena de babosas todavía vivas que se retorcían entre
los granos azules del veneno de los caracoles. Entonces vi una topera reciente,
ensanché la boca con la mano, enterré al petirrojo, y de paso le cambié la pila
gastada al ahuyentador ultrasónico de topos. En lo alto de la loma se escuchó
un cencerro ancestral: tolón. Luego otros tres tolones, perfectamente
sincronizados. Eran las cuatro de la tarde.
A eso de las seis, cuando estaba fumigando el jardín con veneno selectivo
de hoja ancha, llegaron a la puerta de mi casa las frisonas. Aparcaron a lo
largo de la cerca, en doble fila. Esperé los cinco minutos acordados, para ver
si se estaban quietas, y luego les abrí la cancela. Entraron primero las de una
fila y detrás las de la otra, con medio metro exacto de separación entre ellas.
Recorrieron juntas el perímetro del jardín y luego se quedaron dos vacas en
cada punto cardinal. Estuvieron de perfil un rato, marcando postura, y a
continuación se pusieron todas a la vez mirando hacia la casa. Quedaban perfectas:
una rosa de los vientos al estilo rural. Como aquello sólo era un ensayo,
transcurridos un par de minutos levanté el brazo y lo hice girar en el aire.
Claudio me estaba vigilando desde la loma con los prismáticos, recibió la señal,
emitió la orden con el aparato y las vacas se reagruparon al instante. Luego
abandonaron la propiedad, ordenadamente. Llegaron al borde de la carretera,
esperaron delante del paso de cebra y, cuando los coches dejaron un hueco,
cruzaron con rapidez, empujándose unas a otras como colegialas. Sonreí. Me
parecieron graciosas, hermosas… ¡el futuro!
Estoy encantado, ya se lo he
dicho a Claudio. La boda de mi hija Rosa merece lo mejor, y de todo lo
contratado por un dineral que no puedo ni declarar lo suyo con las frisonas es lo
que voy a pagar más a gusto. Va a ser la sensación de la fiesta: vacas radio
controladas. Y de paso le daré en los morros a Agustín por llamarme palurdo
caótico. Todavía va diciendo por ahí que mi hija pescó a su hijo, y fastidiando
con eso de que su almacén de construcción le da cien mil vueltas a mi granja.
Es un chulo miserable, en plena crisis no vende un saco de cemento pero no
falta al vermut de los domingos. Quiero que vea, que compruebe de cerca, lo que
es la tecnología aplicada a la vaca. ¡Aplicada, albañil! Ese tipo se piensa que
todavía vamos por ahí interrumpiendo el tráfico con nuestro ganado. Él tiene
cuatro ordenadores en la oficina de su almacenucho y cree que nosotros no hemos
modernizado a nuestros animales. Tenemos las vacas monitorizadas, las manejamos
a distancia. Hacen lo que queremos, como queremos, cuando queremos, todo
inalámbrico, onda corta, GPS. Pero si ahora están cambiando las campanas de la
iglesia y mientras duran los arreglos hasta el cura le ha confiado la señal
horaria a Claudio. Tres meses ya y ni un solo fallo. Un reloj con toques de
cencerro. En fin.
Cuando pienso que mi Rosa se va a casar con el hijo de ese depredador... Yo
soy Peatón Costas, el alcalde, yo he cambiado Cifuentes y tengo ganadería
puntera, y él no es más que vendedor de arena y cemento. Por culpa de la
avaricia de tipos como ése, esta región está sembrada de chalés. Casitas de
juguete que quieren imitar lo tradicional pero en realidad nos insultan a
todos. Sobra hormigón y faltan frisonas. El futuro está en la vaca. Para vivir
en esta tierra hay que tener estiércol en el alma. Dios, se me enciende la
sangre: voy a perder a mi Rosa... Debo pensar en otra cosa. Debo centrarme.
Hay halcones en el aire, y también he visto un gavilán y un aguilucho,
creo que son demasiados pajarracos encima de la boda. La niña quiere decir el
Sí y que lancemos a su espalda brazadas de palomas. Un capricho que dice mucho
de su clase. Yo hubiera lanzado gallinas albinas, de las que cría Fulgencio,
pero la que se casa es ella. Si quiere palomas blancas las tendrá, y podrán
volar sin ser molestadas. Menos mal que ayer compré munición para la escopeta.
Hay que limpiar el cielo.
en La cosecha, pag. 69
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