Es lamentable que nosotros,
campesinos amantes de la tierra, forzados por las adversas circunstancias,
hayamos terminado esperando con ilusión la llegada de la sequía. Aunque
nuestras cosechas, lo poco que podemos sacar de los exiguos terrenos donados
por el gobierno, se marchiten bajo el sol ardiente, esperando una lluvia que no
llega, no podemos evitar alegrarnos. Y cuanto más pertinaz es la sequía más
aumenta nuestro gozo. Si no llueve no
hay arroyos, los ríos bajan lamiendo las piedras y dejándose la sustancia en el
camino, la humedad desaparece del ambiente y, entonces, el pantano comienza a
retroceder. Cuando esto sucede, nos trasladamos a la orilla y allí ponemos
nuestras tiendas de campaña, preparamos la fiesta y nos sentamos a esperar.
El
pantano suele retroceder muy deprisa. La alarma provocada por la sequía hace
que la gente, allá lejos, en la ciudad donde viven nuestros hijos, sienta un
apetito voraz de agua y los efectos en el pantano se dejan sentir de inmediato.
Una mañana, de pronto, alguien avista la punta del pararrayos surgiendo de
entre las aguas y ésa es la señal para el inicio del festejo. Se sirven
bebidas, se prepara comida y la gente va sacando de los baúles sus mejores
galas. Todavía pasarán varios días hasta que logremos ver el campanario de
nuestra iglesia, tal vez dos o tres semanas hasta que podamos caminar de nuevo
por nuestro pueblo, pero tenemos paciencia porque es una oportunidad que quizá
no se repita en una década. Somos viejos y para muchos puede ser la última vez.
Merece la pena esperar porque al
bajar las aguas la vida vuelve a tener sentido. Los caminos absurdos que ahora terminan
ahogados en el pantano recuperan de repente su utilidad, nos conducen en
direcciones posibles, vivas, y recobran sus nombres propios sin que los preceda
el título "antiguo camino de..." Muchos preferirían que se arrancaran
de cuajo las piedras y el asfalto, que el pueblo se demoliera para ayudar al
olvido, y así no pasarían tanta vergüenza. Pero todo vuelve a resurgir, aunque
lleno de barro, recordándonos que ese cieno sepulta nuestro miedo, el valor que no tuvimos para
enfrentarnos al gobierno, y también funciona como una metáfora de la
podredumbre que generan las decisiones de los gobernantes sobre sus débiles
súbditos, que no tiene otro remedio que acatar sus órdenes. Y cuando el cieno
se seca, viene el polvo, y el polvo siempre te arrastra hacia el pasado.
Si
la sequía es determinante, al fin podemos caminar en dirección al pueblo y
solazarnos en la memoria. La iglesia, las casas, las cercas de piedra, algunos
aperos de labranza, todo está allí como lo dejamos. Sin embargo el agua no es
como el viento, que borra las cosas ráfaga a ráfaga y atrapa en sus remolinos
las voces y puede convertir un pueblo deshabitado en un pueblo de fantasmas. El
agua el lenta y silenciosa, sepulta los objetos en tu ausencia, no eres un pez
para presenciarlo, y cuando te vuelves a encontrar con tu pueblo te niegas a
reconocerlo. Si evoca recuerdos es porque los llevas encima, porque su poder de
evocación es casi nulo. No quiero decir que la presencia física del pueblo no
suscite la aparición de pasajes de la memoria que no recuperaríamos si el
pueblo hubiera desaparecido, no, no es eso, ocurre que todo está teñido del
color del lodo y hay que arañar ese lodo para llegar a la substancia de cada
lugar. Eso requiere bastante esfuerzo, no físico, ya que no limpiamos el
pueblo, sino esfuerzo mental. Tan duro como desenterrar personas. Por eso cada
vez que el pueblo emerge de las aguas es mayor la sensación de estar
presenciando un pasado amortajado e inasequible. Una batalla perdida. Somos de
aire, el agua nos echó de nuestras tierras.
Supongo que hubiéramos preferido un
pueblo en ruinas y que el tiempo y las lagartijas lo borraran ante nuestros
propios ojos. Pero nuestro pueblo se mantiene en conserva, como dormido, y es
insólito que pueda sobrevivir a nuestra memoria. Se puede cimentar una leyenda
en base a un pueblo desaparecido, porque son necesarias las contradicciones y
los diferentes puntos de vista de los que forjan ese mito, pero no se puede
hacer nada cuando la leyenda sale de las aguas para llamarte mentiroso. No
puedes ni desvirtuar los recuerdos a tu antojo, así nadie se atreve a contar
nada, espera a que sus oyentes puedan verlo con sus propios ojos, y de esta
forma todo se olvida y el pueblo se muere mucho más rápido que si se lo hubiera
tragado la tierra. De ahí nuestro rencor y nuestra furia.
Los
pantanos son falsos y dañan el alma. A nosotros éste nos arruinó la vida. Nos
robó nuestras casas, nuestros campos, nuestra iglesia, el paisaje de la
infancia, los árboles de los enamorados, las tumbas de nuestros muertos… Por
eso, el último día de la fiesta, cuando vuelve la lluvia y las aguas comienzan
a subir de nuevo, sacamos los palos. Nos reunimos todos en la plaza y, después
de la bendición del cura, nos liamos a garrotazos los unos con los otros. Sin
ley y con saña, como merecemos, hasta que ninguno queda en pie. Hay mucha sangre, huesos rotos, y algún
herido grave que morirá en el invierno. Uno menos, decimos. Cuanto antes
acabemos, mejor.
publicado en Revista Cantárida
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