El tráiler de Costal se llevaba la apisonadora de la curva de Pedrín y
tuvieron que meterse en la cuneta para facilitarle la maniobra. El hijo de
Julián, el del estanco, era el encargado de cortar el tráfico. Aunque les miró
y levantó las cejas en señal de reconocimiento, no dio muestras de notar nada
extraño. Sin duda pensaría que iban a la feria del ganado o al médico de la
ciudad, y eso que ella no estaba arreglada como para ir a ninguna parte. Un
kilómetro más adelante, donde Pinal, ella se puso a llorar. Le pidió que
detuviera la furgoneta y vomitó por encima de un murete nuevo con aspecto de
cartón piedra. Su gesto quedó falso, premeditado, una exhibición de humanidad
que a estas alturas a él le pareció fuera de lugar. Pero no le dijo nada. No
tenía nada que decir. Otros con mucha más fuerza de voluntad habían sucumbido,
y no es justo cebarse con los débiles.
La verdad, si lo pensaba fríamente, ellos dos nunca se habían dicho
demasiado. Se comunicaban con miradas y silencios. Se había casado con ella al
volver de la guerra, era mucho más joven que él, extraña para ser campesina. Si
los críos no andaban cerca de la casa, parecía que estaba deshabitada. Jamás se
levantaban la voz, no acostumbraban a gastar palabras en reproches ni en
elogios, hablaban lo justo para una vida sencilla de cortar hierba, alimentar a
los animales y ocuparse de que los niños crecieran sanos. Tampoco respetaban
otra filosofía que la esencial: la del que asume con entereza que las cosas son
como son. Y era un hecho que, desde que habían terminado la carretera nueva,
ella lloraba. Lloraba cuando veía pasar a toda velocidad coches último modelo
que antes no pasaban por allí. Lloraba cuando alguno se detenía y sus ocupantes
les sacaban fotos y les miraban como simples elementos del paisaje. Lloraba,
sobre todo, porque ahora tenía la ciudad a tan solo media hora de distancia en
coche, lo mismo que tardaba en llegar andando desde su casa al pueblo.
Ella lloraba, y después de llorar la cabeza se le adelantaba al cuerpo.
Llegó a decirle a su hijo más pequeño que en el pueblo no amanecía ni anochecía,
que eso ocurría en otra parte. En el último mes, él le había deshecho la maleta
cuatro veces. A la quinta se iba sin maleta. Intentó hacerla entrar en razón,
preguntó, y la respuesta fue que no podía evitarlo. Entonces le dijo que la
llevaría él mismo. A primera hora de esa mañana, él había sacado del banco una
tercera parte de los ahorros familiares y se los había puesto en bandeja a la
altura de las rodillas. Estaban en el centro del pueblo. Le pidió por última
vez que se quedara.
—Amelia, por favor, que me dejas con dos críos pequeños…
Ella no le respondió, se limitó a coger el dinero y lo guardó en el bolso.
Siguiendo al tráiler de Costal, llegaron a lo alto de la loma desde la
que se dominaba aquel pueblo disperso. A pesar de lo lento que iba el camión,
sólo tardaron un par de minutos. Él pensó con horror que le habían robado las
curvas. La carretera nueva era silenciosa y negra como un muerto. ¿Dónde
estaban los baches ancestrales, cómo sabrían los perros cuándo ladrar a los
tractores? Mareados por el olor del alquitrán, que aún persistía en el aire,
giraron la rotonda civilizada en la que ya no habría posibilidad de cruzarse
con nadie. Al enfilar la bajada, vieron que la casa de Polén había desaparecido
bajo una montaña de tierra de desecho. El sombrero de piedra de la chimenea
yacía roto junto al arcén. Cifuentes ya no volvería a ser el mismo, ahora que huir
era tan fácil. En un par de minutos lineales llegaron al valle y desembocaron
en la autovía. El se puso unos mitones de cuero con el logotipo de Porche, un
regalo absurdo que ella le había hecho semanas antes. Se metió en la calzada
sin marcar intermitente ni reducir la velocidad y a continuación se puso a
correr como un pijo borracho. Parecía disfrutar en especial adelantando a todos
los vehículos último modelo, pero la carrocería de la furgoneta no estaba por
la labor y amenazaba con desprenderse del chasis. Entonces ella volvió a
llorar, ahora con gruesos lagrimones que trazaron en su cara dos cauces
sólidos, como de cera líquida, que confluían en su barbilla y le goteaban
directamente sobre el escote. Él miró con ternura el rosario de pecas mojadas
que bajaba hacia sus pechos y pensó que nunca más volvería a contarlas una a
una. Regresó al carril de los lentos y adoptó un aire sombrío.
Entraron en la ciudad. Buscaron una pensión. Una pensión decente. Se
despidieron a la puerta de un hipermercado. Ella estaba seca, no lloraba más,
sólo sonreía como de lejos, como entregada. Él le dio un abrazo mustio que ella
recibió con los brazos caídos. Le pidió que se cuidara, a fin de cuentas era la
madre de sus hijos.
La cosecha, pag. 19
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