Arena en los ojos
Estoy tumbado en
la playa leyendo las noticias en el móvil y unos chiquillos que pasan corriendo
me tiran arena a la cara. Me entra en los ojos, dejo caer el móvil y mientras
me incorporo siento la certeza de que siempre ha sido así. Siempre ha sido así,
aunque no se sabía, o se sabía ocultar mejor, o no existía internet para
difundirlo y también ocultarlo, o emborronarlo hasta sembrar la duda de si
realmente ha ocurrido, pero no importa porque la información se devora y se
deglute y sin tiempo para digerirla ya se desecha. Pero siempre ha sido así.
Estoy seguro.
Quizá sea porque
la noticia que estaba leyendo cuando me han tirado arena a la cara habla de la
salida de la cárcel de Ángel María Villar, el siguiente de la lista, con sus 30
años de reinado a su aire en el mundo del fútbol, pero sospecho que los más
listos, los que mejor robaron y mangonearon, esos no han sido descubiertos.
Solo han pillado a los menos diligentes, a los chapuceros y los soberbios, pero
no a los señores, a los que piden la tapita en el club marítimo e incluso son
amables con el camarero, a los del traje impecable y prudencia a prueba de la
menor indagación.
No consigo ver
nada, intento pestañear pero la cosa empeora y una voz compasiva de mujer mayor
me dice que incline la cabeza, que ella me irá echando chorritos de agua hasta
que se me quite la arena. Pero no se me quita, es demasiada, y lo peor es que
se acrecienta la sospecha de que da lo mismo un partido con el árbitro comprado
que un partido político, el que sea, porque todos están en el ajo, siempre han
estado en el ajo, todos lo sabían y por interés callaban y siguen callando.
Puede que también hubiera amenazas, puede que algunos murieran por resbalón de
cáscara de plátano, por oportuno infarto o recurrente vejez y pérdida de
memoria, pero los demás estaban al tanto y no lo denunciaron. España es un país
corrupto por naturaleza.
Poco a poco el
agua me va limpiando los ojos, y por eso tengo el convencimiento de que todos
ellos sabían, no podían no saber, aunque quizás tampoco sabían cómo impedirlo.
Creo que cada uno de ellos, al llegar a la empresa, multinacional,
ayuntamiento, gobierno regional o central, congregación religiosa, a cualquier
centro de poder, fueron obligados a firmar el acta de secretos oficiales, el
acta de secretos pederastas, el acta de chanchullos al por mayor, el pacto con
el diablo, y que lo avalaron con su vida y la de su familia, y que perderían a
su cónyuge y a sus hijos, a su grupo social, a sus amigos, y los más de
izquierdas a su barrio obrero al completo. Que los repudiaría todo el mundo si
abrían la boca.
Al fin consigo
ver algo, y la señora me dice que no se me ocurra frotarme los ojos, que podría
hacerme llagas o quién sabe qué tipo de herida de consecuencias irreversibles.
Le hago caso, pero me escuece mucho, y mis sospechas llegan hasta la dictadura
de Franco, pero sin entrar en ella por razones obvias, que por algo era una
dictadura y todo estaba permitido para los listos que lo tenían todo permitido.
Casi peor fue la Transición, quién sabe cuántos y cuánto hubo que esconder
entonces, cuánto hubo que permitir para sujetar a los viejos perros y permitir
la llegada de los nuevos, si es que cambiaron, o solo se ocultaron los de
siempre bajo nuevas capas de ocultación y olvido programado y, más tarde, ya en
la democracia de facto, cuando todo parecía legal y limpio pero estaba sujeto
al antes y pendiente de perpetuar su maldad en el después… Joder, cómo pica, y
Felipe en el yate con su puro y sus acciones y sus valores invertidos en Bolsa
y el Gal, que recordaba a una marca de champú.
“Gracias,
señora, es usted muy amable… Menudos gamberros…” ¿Desde cuándo todo esto que
ahora se descubre y se va descubriendo y todavía se va a descubrir? ¿Desde
cuándo esta impunidad descarada? “Bueno, hombre, no se lo tome así, sólo son
unos niños, estaban jugando.” ¿Desde cuándo estos jueces que se suman a la risa
infame y prepotente con la risa seria del que sabe y sabe todo lo que hay que
saber? “Usted lo que necesita es un poco de colirio, le vendría bien acercarse
hasta una farmacia.” ¿Cómo es posible que yo sepa y todos sepamos y ellos
insistan en que no hay nada que saber? ¿Cómo es posible que no seamos capaces
de impedirlo o al menos mitigarlo, y que sea una excepción y no la regla?
“Gracias, señora, le haré caso, ha sido usted… debería traerle una botella de
agua.” “Deje, hombre, deje… vaya a la farmacia.”
Recojo la toalla
y las chanclas y voy camino de la farmacia, al otro lado del paseo. Antes de
salir de la playa me detengo en el chiringuito y pido un vermut para relajarme.
El camarero me pone tres hielos y un chorrito ridículo, y encima me cobra
cuatro euros. ¡Pero qué pasa! Le pago, no digo nada, estoy asqueado, y como sé
que el vermut no se crea ni se destruye, solo se transforma, busco en la barra
un culpable. Hay dos tipos con pinta de turistas que se están bebiendo la parte
que me corresponde. Malditos turistas. Son una plaga. ¿Por qué no hace algo el
gobierno? ¿Qué estarán maquinando esos miserables durante las vacaciones
mientras yo despotrico contra ellos y contra los turistas porque tengo arena en
los ojos?