martes, 22 de agosto de 2017

ARENA EN LOS OJOS en ELDIARIO.ES Cantabria



Arena en los ojos


Estoy tumbado en la playa leyendo las noticias en el móvil y unos chiquillos que pasan corriendo me tiran arena a la cara. Me entra en los ojos, dejo caer el móvil y mientras me incorporo siento la certeza de que siempre ha sido así. Siempre ha sido así, aunque no se sabía, o se sabía ocultar mejor, o no existía internet para difundirlo y también ocultarlo, o emborronarlo hasta sembrar la duda de si realmente ha ocurrido, pero no importa porque la información se devora y se deglute y sin tiempo para digerirla ya se desecha. Pero siempre ha sido así. Estoy seguro.

Quizá sea porque la noticia que estaba leyendo cuando me han tirado arena a la cara habla de la salida de la cárcel de Ángel María Villar, el siguiente de la lista, con sus 30 años de reinado a su aire en el mundo del fútbol, pero sospecho que los más listos, los que mejor robaron y mangonearon, esos no han sido descubiertos. Solo han pillado a los menos diligentes, a los chapuceros y los soberbios, pero no a los señores, a los que piden la tapita en el club marítimo e incluso son amables con el camarero, a los del traje impecable y prudencia a prueba de la menor indagación.

No consigo ver nada, intento pestañear pero la cosa empeora y una voz compasiva de mujer mayor me dice que incline la cabeza, que ella me irá echando chorritos de agua hasta que se me quite la arena. Pero no se me quita, es demasiada, y lo peor es que se acrecienta la sospecha de que da lo mismo un partido con el árbitro comprado que un partido político, el que sea, porque todos están en el ajo, siempre han estado en el ajo, todos lo sabían y por interés callaban y siguen callando. Puede que también hubiera amenazas, puede que algunos murieran por resbalón de cáscara de plátano, por oportuno infarto o recurrente vejez y pérdida de memoria, pero los demás estaban al tanto y no lo denunciaron. España es un país corrupto por naturaleza.

Poco a poco el agua me va limpiando los ojos, y por eso tengo el convencimiento de que todos ellos sabían, no podían no saber, aunque quizás tampoco sabían cómo impedirlo. Creo que cada uno de ellos, al llegar a la empresa, multinacional, ayuntamiento, gobierno regional o central, congregación religiosa, a cualquier centro de poder, fueron obligados a firmar el acta de secretos oficiales, el acta de secretos pederastas, el acta de chanchullos al por mayor, el pacto con el diablo, y que lo avalaron con su vida y la de su familia, y que perderían a su cónyuge y a sus hijos, a su grupo social, a sus amigos, y los más de izquierdas a su barrio obrero al completo. Que los repudiaría todo el mundo si abrían la boca.

Al fin consigo ver algo, y la señora me dice que no se me ocurra frotarme los ojos, que podría hacerme llagas o quién sabe qué tipo de herida de consecuencias irreversibles. Le hago caso, pero me escuece mucho, y mis sospechas llegan hasta la dictadura de Franco, pero sin entrar en ella por razones obvias, que por algo era una dictadura y todo estaba permitido para los listos que lo tenían todo permitido. Casi peor fue la Transición, quién sabe cuántos y cuánto hubo que esconder entonces, cuánto hubo que permitir para sujetar a los viejos perros y permitir la llegada de los nuevos, si es que cambiaron, o solo se ocultaron los de siempre bajo nuevas capas de ocultación y olvido programado y, más tarde, ya en la democracia de facto, cuando todo parecía legal y limpio pero estaba sujeto al antes y pendiente de perpetuar su maldad en el después… Joder, cómo pica, y Felipe en el yate con su puro y sus acciones y sus valores invertidos en Bolsa y el Gal, que recordaba a una marca de champú.

“Gracias, señora, es usted muy amable… Menudos gamberros…” ¿Desde cuándo todo esto que ahora se descubre y se va descubriendo y todavía se va a descubrir? ¿Desde cuándo esta impunidad descarada? “Bueno, hombre, no se lo tome así, sólo son unos niños, estaban jugando.” ¿Desde cuándo estos jueces que se suman a la risa infame y prepotente con la risa seria del que sabe y sabe todo lo que hay que saber? “Usted lo que necesita es un poco de colirio, le vendría bien acercarse hasta una farmacia.” ¿Cómo es posible que yo sepa y todos sepamos y ellos insistan en que no hay nada que saber? ¿Cómo es posible que no seamos capaces de impedirlo o al menos mitigarlo, y que sea una excepción y no la regla? “Gracias, señora, le haré caso, ha sido usted… debería traerle una botella de agua.” “Deje, hombre, deje… vaya a la farmacia.”

Recojo la toalla y las chanclas y voy camino de la farmacia, al otro lado del paseo. Antes de salir de la playa me detengo en el chiringuito y pido un vermut para relajarme. El camarero me pone tres hielos y un chorrito ridículo, y encima me cobra cuatro euros. ¡Pero qué pasa! Le pago, no digo nada, estoy asqueado, y como sé que el vermut no se crea ni se destruye, solo se transforma, busco en la barra un culpable. Hay dos tipos con pinta de turistas que se están bebiendo la parte que me corresponde. Malditos turistas. Son una plaga. ¿Por qué no hace algo el gobierno? ¿Qué estarán maquinando esos miserables durante las vacaciones mientras yo despotrico contra ellos y contra los turistas porque tengo arena en los ojos?
                                              

sábado, 5 de agosto de 2017

TURISTAS Y ZOMBIS en ELDIARIO.ES Cantabria


Turistas y zombis


Existen tres tipos de zombis: el clásico, de contenido mágico y origen haitiano; el moderno, más literario y terrorífico; y el posmoderno, muy cinematográfico, vulgar y exagerado. Del mismo modo, dentro de los turistas encontramos el residente, tipo Marco Polo, el viajero, como Paul Bowles, y el turista víctima, o sea, cualquiera de nosotros en la época actual, este mismo verano sin ir más lejos. La analogía entre zombis y turistas es irresistible.

El zombi original era bastante majo. No tenía cuerpo, no mordía a la gente y se le consideraba un espíritu protector capaz de hacer grandes favores a quien lo tenía de su parte. Está emparentado con el concepto de ‘alma dual’ que existía en las culturas africanas y surgió en Haití como recurso psicológico para superar la esclavitud y sus nefastas consecuencias. Un hechicero lo escondía dentro de una vasija y su poseedor gozaba del amparo de un ángel bueno que atraía hacia él todo lo positivo. Se cuenta el caso de una costurera que poseía un zombi que le buscaba clientes y el de unos padres que pusieron un zombi en la punta de la pluma de su hijo estudiante para que mejorara en los exámenes. Su primer reconocimiento público data de 1697, en la novela ‘El zombi de Grand Pérou’ de Pierre-Corneille de Blessebois, que recogía el mito popular extendido por la isla.

El concepto de zombi comenzó a degradarse precisamente por influencia de la literatura. Tanto el Frankenstein de Mary Sheley, con su criatura resucitada por la ciencia, como la cataléptica y enterrada viva Lady Madeline de ‘La caída de la casa Usher’ de Allan Poe y el soñador sin sueños de la ‘La muerte de Halpin Frayser’ de Ambrose Bierce, mezclan la idea del zombi con leyendas judías como la del Golem, un cuerpo sin alma, condicionando así la imaginería popular y sustituyendo al zombi bueno por su versión más terrorífica. Luego vendría el cine para ahondar en la herida y en poco tiempo se pasó del zombi tonto y lento que va de valium, propio de la serie B del siglo pasado, hasta llegar al anfetamínico de las últimas películas, como ‘Guerra mundial Z’, donde es un ser rabioso que devora a todos los habitantes del planeta a ritmo de heavy apocalíptico.

Algo semejante le ha sucedido al turismo, que ha perdido su esencia hasta resultar irreconocible. ¿Quién se acuerda del mensaje de ‘El libro de las maravillas’ de Marco Polo, el comerciante veneciano que viajo a China y regresó fascinado por aquella cultura milenaria y nos la dio a conocer en occidente? ¿Quién lee ya ‘Los siete pilares de la sabiduría’ de T.E. Lawrence, aquel espía británico abducido por los países árabes que hizo que nos enamorásemos del desierto y sin cuya lectura es imposible comprender aún hoy lo que sucede en Oriente Medio? ¿Quién atiende a las lecciones de Paul Bowles en ‘El cielo protector’, donde nos dice que viajar es sumergirse en una experiencia crucial que te cambia la vida? ¿Cuándo y por qué convertimos ese lujo tan deseable de visitar y conocer a otras gentes en ese gesto vulgar, ordinario de recorrer miles de kilómetros para comernos una hamburguesa idéntica a la del McDonald que hay en la esquina pero en las antípodas?

Uno tiene la tentación de simplificar este fenómeno, de ponerse elitista, como suelen hacer los promotores que hablan del ‘turismo de calidad’, culpabilizando de todo al turista mismo o a las corporaciones locales que convierten en horteras sus propios recursos. Parece que todos ansían el regreso de aquellos turistas ricos que se dejaban un dineral en cada visita o de aquellos parajes desconocidos para la mayoría, ese mundo todavía por descubrir. Sería como darle galletas a un zombi o pedirle que no te muerda. Un zombi es un zombi y un turista es un turista, diría Rajoy, y poco podemos hacer para evitarlo. Ambos se han convertido en un objeto de consumo, una fuente de ingresos, un recurso económico, como la política una empresa que si no es corrupta no funciona porque pierde el incentivo, la gracia.

Hay que cambiar de filosofía, aunque la estén marginando en la enseñanza, o precisamente por eso. Este verano, a principios de julio, huyendo de la gente nos fuimos a Pateira de Fermentelos (Portugal), a un lago mágico sugerido por una página web, nada exclusivo. Había poca gente, el personal del hotel era exquisito, con una piscina en el exterior y otra climatizada para la tarde,  con un desayuno opíparo, una tranquilidad envidiable y un precio más que razonable. Nos dimos unos paseos casi solitarios, vimos amanecer a los patos, a las garzas y todo el personal aéreo que puedas imaginar, y dormimos como troncos, felices. Está a un cuarto de hora  en coche de Aveiro, donde los turistas hacen cola para subirse a unas embarcaciones tristes que los llevan a velocidad fueraborda por los canales; a media hora de Coimbra, en cuya universidad han dejado un aula abierta para que los chinos, los alemanes y nosotros nos hagamos una foto sentados en la silla del catedrático; a una hora de Oporto, donde tuve miedo a que la horda de turista con llaves inglesas  se llevara como recuerdo una tuerca del puente de Eiffel y lo tiraran abajo. De la pesadilla zombi a la paz espiritual solo distaban unos minutos de autopista.

Quizá esa sea la clave, viajar para conocer, para comprender, para crecer como persona. Intentar hablar su lengua, perderse en sus calles y pueblos, comer su comida, adquirir sus hábitos durante unos días. Resistirte a que te conviertan en un objeto, a que te recolecten como si fueras una fruta de temporada,  a que te paseen por la ‘ruta del tourist’ igual que a un zombi sin alma. Ser tú, y entonces ellos serán ellos, y ninguno una estadística.

Enlace:http://www.eldiario.es/norte/cantabria/primerapagina/Turistas-zombis_6_670592952.html