Las
putas Son-son-Son de lo peor. / La Coca-Coca-ína
es perjudicial. / Si no tienes pro-piedad,
/ si no tienes pro-piedad…
Qué difícil es reproducir una
canción por escrito, ¿verdad? A mí me
cuesta un montón, y eso que tengo muy buen oído, siempre me ha gustado cantar.
Lo cierto es que recuerdo con mayor nitidez las escenas de mi vida en las que alguien
cantaba, y más si también cantaba yo. Como en aquella excursión de la clase de
Moralidad, tendría yo seis años, acababa de dejar preescolar, en el colegio
exclusivo Blas Balaguer.
Recuerdo claramente a la payasa
contratada, Chispa, tan alta que casi rozaba el techo del autobús, cantando con
voz afinada esa canción: sus gestos explícitos, cómo se manoseaba los pechos
escuetos cuando decía Puta, cómo esnifaba el aire a dos manos con una pajita gigante
y luego ponía cara de loca acelerada. Y cómo coreábamos nosotros Si no
tienes pro-piedad. Si no tienes pro-piedad… Eran malos tiempos, tiempos
desesperados, a nuestros padres les preocupaba acabar en la cárcel y el colegio nos mostraba la cruda realidad
para pulir nuestro espíritu empresarial.
El Circuito del Vicio era
obligatorio, figuraba en el programa. Nos acompañaban cuatro monitoras, dos profesoras,
y una psicóloga. Al llegar al recinto, la payasa Chispa le pasó el micrófono a
la profe de Moralidad, que había cambiado su habitual traje azul oscuro por
un mono ceñido de cuero granate. Nos habló con voz firme y a la vez misteriosa.
Nos dijo que, a pesar de nuestra corta edad, era positivo que tuviéramos conocimiento
de los elementos de perdición que podríamos encontrarnos en nuestro camino de
personas adineradas, nuestros negocios futuros, tanto para evitarlos como para
detectarlos en los demás y tomar cartas en el asunto. Puede que ahora no
comprendiéramos bien todo lo que veíamos, pero era imprescindible dejar marcada
en nuestra mente la impronta de moralidad que nos hiciera rechazar casi por
instinto ciertas bajezas. Como las putas y la cocaína.
La combinación letal de putas y
cocaína había arrasado en la crisis de principios de siglo. Fue una epidemia, y
para el tejido empresarial como la polilla. Desde los grandes responsables
mundiales de la economía hasta el humilde ferretero de un pueblo, fueron muchos
los que acabaron destrozando sus negocios, corrompiéndose, dilapidando el
dinero público y privado en putas y cocaína. Hubo miles de detenciones, cayeron
fortunas, imperios mediáticos. Daba grima verlos ante el juez admitiendo cabizbajos que la culpa de todo la
tenían, señoría, las Putas y la Cocaína. Quizás por eso, en aquella época en el Blas
Balaguer no había chicas, alumnas, pero el profesorado era exclusivamente femenino.
—Antes
de que las autoridades admitieran la epidemia —dijo la profe de Moralidad—
existían lugares como éste. Miles de metros cuadrados dedicados sólo al vicio.
Aquí llegaban cada noche camiones de chicas, chicos, mujeres, hombres
bronceados, de todas las razas y colores… hasta animales de compañía
adiestrados para el sexo. En la entrada, para poder entrar, te obligaban a
esnifar dos rayas de un tamaño estupefaciente y debías dejar insertada una
tarjeta de crédito sin límite en una ranura con tu número asignado. Aquí se
vivía a tope, se bebía el mejor champán francés, se comía el mejor caviar ruso,
se hacían cosas sucias que no figuran ni en los mapas. El servicio médico y de
atención al cliente tenía más recursos que muchos hospitales. Nadie moría de
ataque al corazón, te bajaban y te subían cuantas veces hiciera falta. Todo el
que tenía poder aspiraba a disfrutar, aunque sólo fuera una vez, de este
paraíso en la tierra. En realidad era el infierno, como vais a ver a
continuación.
El autobús comenzó a circular a
marcha lenta por el laberinto del
Circuito del Vicio. En los cristales, superpuestas a la realidad, se
proyectaban escenas abyectas, de sexo y drogadicción. Algunos de mis compañeros
ponían cara neutra, otros curiosa, otros desagradable y, los más precoces como
yo, expectante e inquieta. La payasa Chispa lo comentaba todo, utilizando las
expresiones más guarras que yo había oído en mi vida. Las profesoras, e incluso
la psicóloga, se contoneaban por el pasillo, lujuriosas, haciendo que nos
tocaban pero sin llegar a hacerlo. El chaval que estaba a mi lado se puso a
llorar. Pasamos junto al Pabellón de los Degenerados y en las imágenes
había chicas de nuestra edad, y un poco mayores, preciosas, desnudas, bailando
provocativas para unos tipos salidos con un rastro de cocaína que les bajaban
desde la nariz hasta la barbilla. Daban lástima pero, por algún misterio de la
naturaleza, cinco chicos y yo tuvimos una erección pronunciada. Con grandes
aspavientos, la payasa Chispa nos señaló uno a uno y la profe de Moralidad nos
sacó al pasillo, para que todos se rieran de nosotros. No nos dejó cubrirnos,
al contrario. Nos obligó a poner las manos detrás la espalda y, con una fusta
de cuero rojo, nos bajó la erección a latigazos. ¡Dios, cómo dolía!
Fueron las dos horas más amargas de
mi infancia, pero estoy agradecido por haber recibido esa educación de élite,
forjada en el dolor que todo líder debe asumir. A veces, sobre todo al
atardecer, cuando veo a los trabajadores de mi empresa subir a los coches que
les llevan a sus hogares confortables, cuando vacían al fin el aparcamiento y
me quedo solo en mi despacho enorme, que ilumina como un faro de progreso la
ciudad, me sirvo un vaso de agua pura de Alaska y tarareo aquella canción: Si
no tienes pro-piedad, si no tienes pro-piedad. Entonces tengo una erección
dolorosa, pero la contengo, y la subo y la bajo a voluntad, como me enseñaron, porque
soy un empresario moderno, preparado, invulnerable.
publicado en
Revista Cantárida
Foto Paula
Arranz
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