Empujo con el hombro la hoja de la
puerta y entro en el estudio. El detector de movimiento siente mi presencia y
comienza a encender las luces, gradualmente, empezando por el círculo de
lámparas siena tostado, luego el círculo naranja, el burdeos, y por último el
gran foco central, que cuelga del vértice de la cúpula sujeto por un cable de
acero. Debajo de él, está la escultura. Cubierta con una sábana. Terminada. A
su alrededor las huellas de una escoba que ha barrido con prisa. Quedan
astillas de madera oscura, serrín pardo y una tirita ensangrentada, rota,
atrapada entre las dos cuñas de haya que equilibran el pedestal. Al lado de la
escultura, un foco ilumina el tocón de las hachas, vacío. A la izquierda hay un
muro largo, una panoplia de hachas, más de cien, sujetas en los soportes,
perfectamente afiladas y en uso. Un hueco. Falta la Marley. Siento una extraña
inquietud, y entonces le busco a él.
Ramón está tirado sobre la franja de papel
de estraza donde coloca en orden los fragmentos de madera sacados a la
escultura. Como un desecho más. Como si la obra se lo hubiera quitado de encima
una vez concluida. Sin embargo, no se encuentra en el lugar correspondiente, al
final de la serie, rebozado con vino y serrín. Está junto al primer trozo de
roble, que aún conserva la forma del árbol, parcialmente abrazado a él, y con
la Marley clavada en uno de los bordes para mantenerlo sujeto. En la otra mano,
una botella de Remi Martin, agotada, le impide escapar a él. Algo ha salido
mal.
—¡Ramón!
A
pesar del grito, Ramón no hace el menor movimiento, pero al pronunciar su
nombre el equipo de música se pone en marcha. Suenan los primeros acordes de Small
axe (hacha pequeña), y Bob Marley canta:
¿Por qué
alardeáis,
jugando a
ser listos sin ser inteligentes?
Trabajáis
la injusticia
para
alimentar vuestra vanidad, sí.
—Va-ni-dad
—balbucea Ramón, y se aferra al mango del hacha. Se abraza al madero.
Si tú eres un árbol grande,
nosotros somos el hacha pequeña,
afilada
para talarlo,
lista
para derribarlo,
oh sí.
Ramón
resopla. Parece encontrar postura y comienza a roncar; agitadamente. Yo retiro
la sábana que cubre la escultura. La primera impresión es de horror. Una imagen
sobrecogedora. Miro hacia otro lado, y contengo la respiración antes de volver
a mirar.
Es...
un ser humano, que ha echado a correr. Ha echado a correr sin saber, o
queriendo ignorar, que su universo de posibilidades está restringido por la
forma del árbol. Se ha sentido preso y se ha revuelto como una fiera. Los pies,
las manos, los hombros, la cadera desbocada... todo se ha proyectado hacia
delante y golpeado contra los límites. Pero el horror no consiste en eso. El
horror está en el intento. En no aceptar la derrota inicial, no acatar la
realidad, lo cual ha transformado a ese hombre en un ser dúctil, moldeable,
cuyas piernas se retuercen y en efecto corren pero girando para alcanzarse por
el otro lado. El resultado es una especie de hombre centrifugado, invertebrado,
con la carne aplastada contra el molde, dando con su cuerpo forma al árbol. Su
prisión. Y perdiendo al hacerlo su propia forma, la posibilidad de una forma. Como
un feto más grande que el útero. Como un pollo intentando eclosionar en un
huevo de acero. Como un aborto monstruoso que se bebe el formol y ocupa todo el
frasco. A este hombre trasfigurado no se le ven por ninguna parte los ojos. Y
Marley dice:
Ningún corazón débil prosperará,
y a quien le
guste el infierno caerá en él,
será quemado en él,
se consumirá
en él,
desaparecerá...
—¡Alto!
El
equipo de música se detiene. Me pitan los oídos. Me pongo en cuclillas y me tapo
las orejas. Al incorporarme, el silencio lo daña todo. Camino por el estudio
para oír mis pasos. Luego, me dirijo corriendo hacia las escaleras y subo a la
galería superior, que rodea la cúpula. Miro en todas direcciones y no hay nada.
Ni casas, ni gente, ni el débil rumor de una ciudad lejana. Sólo una vasta
planicie, calcinada por el sol. Pero sin sol. Regreso al lado de Ramón:
—Al fin estás solo, Ramón. Solo y sin
testigos.
Al escucharme, Ramón se agita, suelta de
pronto el hacha, rueda de lado y el fragmento de madera al que se abrazaba queda
expuesto ante mí. Puedo ver el golpe de la Marley en el borde superior. Sigo el
dibujo de las vetas y encuentro el problema. Había en el interior de la madera
un nudo oculto, lo que un día fue un brote estéril, una rama que no llegó a
crecer. El nudo tenía forma de oreja humana. Observo la escultura y comprendo
que ese primer golpe era la esencia del fracaso. Esa oreja, arrancada antes de
llegar a ser, dejó en la madera una imposibilidad inicial y con ella una
advertencia. Pero la soberbia de Ramón le precipitó a seguir,
indefectiblemente, y la escultura nació muerta.
—Nada sirve de nada, maldito necio.
Siento
lástima por Ramón. Y casi al mismo tiempo un odio voraz hacia él. Me agacho a
su lado y dejo mi melena escarlata colgando sobre su cabeza. Mi pelo se engalana
de pronto con la antracita de sus rizos, y a mis manos le crecen uñas negras de
ébano. Quiero aniquilarlo en este mismo instante. Matarlo por haberme
equivocado al darle aliento. Pero su estúpido cuerpo humano ronca y duerme. Yo
me evaporo hacia su interior y, con desgana, oriento sus sueños.
publicado en Luke