Llegamos al rellano de la buhardilla. Mi madre me
había pillado jugando en el Puerto Nuevo y echaba humo. Sacó las llaves del
bolso, abrió, entramos, cerró la puerta y me sujetó por el cuello de la
camiseta. Dejé la compra en el suelo. Estaba completamente ida. Me pegó un
tortazo corriente, pero hice teatro y me dejé caer como un muerto sobre cinco kilos de azúcar de
rebajas que reventaron bajo mi peso y se extendieron por todo el recibidor. Me
quedé inmóvil en el suelo, fingiendo que no podía respirar. Mi madre se asustó,
quiso venir en mi ayuda y resbaló sobre el azúcar. Cayó de culo,
aparatosamente, y se rompió la costura de la falda. Desde el suelo, yo la miré
con una larga sonrisa.
—¡Me cago en tu padre...
Crío de mierda. Quítate de mi vista ahora mismo!
Sin
rechistar, me fui a mi cuarto, y la mala leche hizo que me quedara dormido.
Poco después, me despertó el sonido del timbre de la puerta. Había oscurecido y
olía a empanadillas de bonito. Salté de la cama y esperé a que mi madre pasara
junto a mi cuarto y me abriera. En cuanto lo hizo, sin hablarnos, fuimos a
atender la llamada. Mientras mi madre inspeccionaba por la mirilla, yo preparé
mi pose de chico duro, con los puños apretados y cara de perro. Ella abrió de
golpe:
—¡Qué pasa. Quién es. Nando, llévale esa cerveza
a tu padre!
—Ahora voy —dije yo, entre dientes, como teníamos
ensayado.
En el
rellano había un hombre desastrado, cubierto con una gabardina mugrienta y una
gorra con visera. Era un pobre, un mendigo. Su presencia no resultaba violenta
porque después de pulsar el timbre se había alejado de la puerta y la luz de la
escalera lo mostraba con claridad. Pero tenía algo raro.
—Buenas noches —dijo—. Perdonen que…
—¡Sabe usted qué hora es!
El mendigo se encogió ante mi madre.
Humilló la cabeza y desde esa postura nos observó unos instantes. Luego enseñó
las palmas de las manos.
—¿Me podría dar usted un plato de sopa, algo caliente,
lo que sea?
Mi madre le miró con incredulidad. El mendigo
se aproximó a la puerta, se despojó de la gorra que cubría sus cabellos canos y
nos miró con inocencia. Vimos sus ojos galácticos, su piel rosada.
—No soporto la luz del sol —afirmó—. Soy
albino.
—Los albinos sí soportan la luz del sol
—dije yo, porque yo era el listillo.
—No les miento. Nadie me da trabajo y tengo
que pedir limosna de noche.
Dudamos. Pero no podíamos dudar. Mi madre optó
por la retirada.
—De acuerdo, espere un momento. Voy a
preguntar a mi marido. Si tardo mucho, váyase.
Y
cerró la puerta, sin portazo pero con firmeza. Yo salí pitando hacia mi cuarto.
Busqué `albino´ en el diccionario, no entendía algunas cosas pero me hice una
idea aproximada, y por suerte me dieron otra palabra de regalo. Entonces busqué
`fotofobia´ y supe que al mendigo no solo le molestaba la luz sino que además
le hacía daño, característica que compartía con los vampiros.
Salí de mi cuarto con el diccionario
abierto y me crucé con mi madre, que llevaba en la mano un tazón de sopa con
trozos de filete del mediodía.
—Dice la verdad —informé. Ella asintió
con aprobación y una pizca de orgullo. Apenas abrimos la puerta, el mendigo
encendió la luz de la escalera. Mi madre le ofreció una silla y la esquina de
la mesa del recibidor, pero él rechazó la oferta. No quería ensuciarnos la
casa, comería sentado en las escaleras.
Y allí nos quedamos los dos, como
pasmarotes, viendo al mendigo cucharear la sopa. Encendí la luz de la escalera
en tres ocasiones, aunque el hombre no dejó de masticar ni un solo instante.
Para llegar al pulsador, yo tenía que desplazarme a oscuras hasta el centro del
rellano, pero en ningún momento tuve miedo. Sabía que los vampiros no comen
sopa. Mi madre le trajo una manzana grande, por si se quedaba con hambre, y el
mendigo se la metió en el bolsillo de la gabardina. Me entregó el tazón vació.
Luego se despidió con una inclinación de cabeza y un sencillo Gracias.
Cerré la puerta. Mientras mi madre terminaba
de preparar la cena, le hice compañía en la cocina, y comencé a leerle la
definición de fotofobia. Me pidió que me callara. Observé que estaba
restregando sin piedad el tazón de sopa con el estropajo de las sartenes. De
pronto se detuvo, y pude ver cómo lamía la cuchara sucia que había utilizado el
mendigo hasta dejarla inmaculada. Comenzó a llorar. Yo no sabía qué hacer y me
pegué a ella. Me abrazó. Luego intentó borrar con una caricia la marca del
sopapo y, entre sollozos, dijo:
—Dios mío, cuándo volverá tu padre de
la mar.
publicado en Revista Cantárida. Incluido, excepto la ilustración, en
LA COSECHA (Arte Activo Ediciones)
LA COSECHA (Arte Activo Ediciones)
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