domingo, 16 de febrero de 2014

NUNCA PROVOQUES A UN PACIFISTA-La cosecha

            Ceferino Dúo  se miró en el espejo retrovisor. Se caló la boina hasta las cejas, ensayó su mejor cara de aldeano despistado y metió la primera. Bajo la piel, su calavera se reía como una condenada.
             A unos cien metros, en la carretera general, el semáforo limitador de cincuenta por hora se puso en rojo. Lentamente, con la vengativa parsimonia de un octogenario que sabe que a pesar de su buena salud  no le van a renovar el carnet de conducir, Ceferino salió a la calzada. Se situó justo en el centro, metió la segunda y clavó el cuentakilómetros en un bochornoso y casi imposible treinta por hora. La placa metálica que llevaba cosida al cráneo vibraba por la emoción y enviaba a su columna vertebral órdenes codificadas. Separó la espalda del asiento, entreabrió la boca, se aferró al volante como si le fuera la vida en ello y... bostezó.
             El primero en llegar fue el Ford Martini negro que  había enrojecido  al semáforo. Rugía. Motor rectificado, aficionado a los rallys, la víctima ideal. Se puso a su espalda y se le pegó tanto que Ceferino llegó a ver la perilla afilada del conductor. Detuvo por completo el coche ante la línea del semáforo y el otro pegó un frenazo chirriante.
             `Será posible´, gritó la bocina del Martini.
             Ceferino negó con la cabeza. Alzó la mano derecha fingiendo parquinson, señaló con un tembloroso índice acusador hacia el semáforo y no se movió hasta que éste se puso en ámbar intermitente.
            `Tranquilo, Ceferino´ le dijeron la cervicales, ` ahora levanta el pie del freno, embraga mal, a medias, haz una sonora rascada de marcha, nuevo embrague, esta vez a fondo, acelera un poco, vete soltando el embrague y progresión lenta.´ El del Martini era un nerviosillo, buscaba un hueco y sofrenaba sus caballos a golpes de volante.
            `Quita de ahí´, pitó.
             —No hay tu tía —dijo Ceferino, y se pegó todo lo que pudo a la línea continua —. Si tienes cojones, pasa por la derecha.
            Entraron en el corte de un desfiladero. Ante ellos la carretera se estrechaba hasta un margen suicida, no había manera de adelantar. El del Martini sacó la cabeza por la ventanilla, miró hacia atrás y vio el comienzo de una caravana en el cambio de rasante, cada vez más cerca. Qué humillación. Golpeó con la cabeza el volante y volvió a pitar.
            `Te apartes, coño´.
             Ceferino quería correr. Se lo pedía el cuerpo, aunque no todas sus partes se ponían de acuerdo. Sus órganos vitales, el común denominador, las bases, estaban por la acción directa, aunque la placa metálica de la cabeza siempre tenía la última palabra. Pertenecía a la funda de un obús republicano, gracias a ella conservaba la vida, pero a cambio se había hecho con el control del comité ejecutivo. La placa metálica era la coordinadora general y su único oponente serio era la calavera, que atravesaba por una fase payasa. La calavera disfrutaba asustándolo con la edad, convocaba a los gusanos como si fueran gallinas y les decía pitas-pitas. La calavera estaba zumbada, a Ceferino le convenía seguir en el bando de la placa metálica. Y la placa indicaba que correr no era la estrategia adecuada.
            Como buen tapón de carreteras, en un alarde de estudiada desfachatez, Ceferino estabilizó su velocidad en cincuenta por hora. Entraron en una zona de obras peligrosa. El desfiladero se abrió hacia el cielo y mostró de cerca el abismo. Los arroyos mutilados descendían sin orden por la montaña y enfangaban la carretera. Ceferino se pegó al arcén. Por el carril contrario circulaban gigantescos camiones amarillos que iban cargados con enormes pedruscos húmedos y oscuros procedentes de las obras de ampliación de la autopista. En sus cabinas elevadas  llevaban diminutos conductores con cara de no estar dispuestos a detenerse por cualquier motivo, ni de tenerlo muy fácil con el suelo tan embarrado.
            El del Ford Martini pitó con impotencia. En el horizonte de la futura caravana sólo había curvas cerradas, cambios de rasante, visibilidad nula y un barranco de los de silbar al asomarse. Y así serían los siguientes doce kilómetros. Uno a uno, se le fueron adosando nuevos coches, como vértebras inquietas de una serpiente de cascabel. Al completar el primer kilómetro, la caravana contaba ya con treinta coches, cuatro furgonetas, dos camiones y un isocarro del servicio de limpieza de la zona. La mayoría tocaban la bocina, unos para activar la marcha y los demás para que se callaran los otros. El aire estaba cargado de insultos, amenazas y otras curiosidades. Una moto llegó hasta la altura de Ceferino y el conductor le tocó la ventanilla: ¿le pasa a usted algo, tiene una avería, se encuentra mal, pero es que no ve la que está montando? Por toda respuesta, Ceferino aceleró hasta sesenta por hora, ni un milímetro más. El motorista se encogió de hombros y continuó su camino. La cola era ya tan larga que sólo se podía apreciar su tamaño desde el aire. Pronto llegaría el helicóptero de tráfico con su megafonía de valkirias. Ceferino era feliz.
            En el kilómetro diez, el Ford Martini se jugó a la ruleta un siniestro total y logró adelantar. Se dejó contra las rocas veinte mil de pintura y el doble de chapa, más el guardabarros  trasero y un piloto aerodinámico encastrable que debía costar una pasta. Los fragmentos de dicha temeridad quedaron en la calzada improvisando para la caravana una nueva curva. Fue una advertencia para los demás penitentes, que automáticamente se resignaron a su suerte. El kilómetro once se rodó en un silencio casi religioso. Por la mente de los conductores circulaba la campaña televisiva de seguridad vial, con sus cabezas cortadas, tripas al aire, ciegos, parapléjicos y familiares llorando histéricos en la puerta de urgencias.  Directamente del sol, surgió el helicóptero. Traía la radio puesta a tope y desde los altavoces Julio Iglesias amenazaba con amar a alguien. Ceferino salió inmediatamente de la calzada. Algunos coches tardaron tanto en reaccionar que siguieron a sesenta por hora durante al menos doscientos metros. A partir de ahí, comenzaron a quemar neumáticos como en  una salida de boxes.
            Ceferino paró en el arcén. Borró de su cara la pose rural y comenzó a contar. Contó un total de doscientos ochenta vehículos. Entrenado como estaba, supo calibrar por la cara de desesperación y las miradas asesinas que le dirigían los conductores el tamaño del perjuicio ocasionado. Les había robado media hora de sus vidas. El helicóptero dio la vuelta y regresó al horizonte.
            Cuando la caravana se deshizo por completo, Ceferino abrió la guantera, sacó una carpeta y extrajo varios folios repletos de gráficos. Durante un buen rato hizo cábalas, cálculos exactos y aproximaciones estadísticas, y lo anotó todo. Luego guardó la carpeta, se quitó la boina, se puso unas gafas de sol y sus mitones de cuero con el logotipo de Porche. A una velocidad endiablada, regreso por un atajo a su casa. Con una nube de polvo a su espalda, sintió vibrar la placa metálica y todos los órganos ajustaron su marcha y las bases cantaron a coro el No Pasaran.
            —¡Soy eterno! —gritó Ceferino, y la calavera se descojonó hasta preocuparle.
            Al llegar a su casa, puso al fuego la purrusalda y en un acto de rebeldía contra su salud se sirvió tres dedos de orujo. No había terminado de beber cuando llegué yo.
            —¿Qué tal, abuelo?
            —De cojones. Muera la dictadura hepática. Abajo el licor y viva el aguardiente.
            —Ya veo. Hoy tocaba cobrar la pensión republicana. ¿Cuánto les has sacado a los fachas asquerosos?
            El abuelo Ceferino abrió la carpeta con orgullo. Colgué la chupa en la silla, le pasé un brazo por  los hombros y miramos el gráfico.
            —Como puedes ver, en este glorioso día le he ocasionado al perro mundo capitalista un gasto de doscientas cuarenta y cuatro mil doscientas pesetas.
             —Bien hecho, abuelo. Resistencia civil. Pasar, pasarán, pero no gratis.
            —Así se habla, Fernando. Organiza tu odio.
 
                                                                                               La cosecha, pag. 13
 



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