Algunas
personas lo tienen difícil desde el principio.
Cuando
Sebastián era un niño pequeño y le llamaban Sebín, por lo gordo que estaba, se
lanzaba contra las paredes convencido de que podía atravesar la materia. El
golpe era siempre brutal, perdía el conocimiento, y al recuperarlo afirmaba
haber estado en el Otro Lado. Se consideraba invulnerable, su voluntad era más fuerte
que la realidad, su inteligencia estaba más allá de la lógica, nunca se rendía
a la evidencia. Una fractura de cráneo a los ocho años dio por concluida su
infancia exacerbada. Tener que aceptar la solidez de la materia fue su primer
trauma, la primera depresión que lo dejó en los huesos.
A
los catorce años Sebastián era delgado como la aguja del minutero. Vivía
enfrentado con el tiempo de un modo salvaje. Vestía de negro y sus pensamientos
eran siniestros hasta el escarnio. Haber perdido la batalla con la materia no
le había enseñado nada, salvo a tener mal perder, a ser feroz e insensato. Su
rebelión era visceral, incontrolada. Se negaba a consentir los hechos de forma
consecutiva. Siempre que pensaba en continuar adelante con una acción se
atascaba, se quedaba paralizado como si de pronto comprendiera la falta de
interés que tienen los acontecimientos cuando se suceden los unos detrás de los
otros. Odiaba la sincronía, y en cuanto detectaba un patrón, una secuencia, se
lanzaba con desesperación a romperla con excentricidades. Sólo le servía lo
imprevisible. Cada segundo desafiaba al segundo siguiente, le retaba a ser
cualquier cosa con tal de no ser lo esperado. Algo agotador. Intenso hasta la
implosión. Los propios intestinos suplicaban
abandonar el cuerpo de Sebastián. Una semana antes de su dieciséis
cumpleaños sufrió el primer colapso. Dejó de vivir, sin más: pesaba cuarenta
kilos.
Estuvo
muerto setenta y dos horas. Luego volvió a la vida del mismo modo inexplicable
que se había ido. Los médicos detectaron entonces una peculiaridad difícil de comprender,
o de aceptar. Sebastián era un laboratorio químico autónomo. Su cuerpo era
capaz de sintetizar un sinnúmero de sustancias por voluntad propia, ajeno a lo
exterior, por deseo, no por necesidad. Todo un privilegio para cualquier
humano, pero una gran desgracia para una mente tan caótica y obcecada en nadar
contra corriente. El tiempo es un concepto y cualquier desafío no conceptual está
destinado al fracaso. Sebastián lo
comprendió, se estabilizó, engordó, y durante varios años vivió una tregua
prometedora. Se acostumbró a la rutina de los días y las noches. Al paso de las
estaciones. A inyectarse desde su propio interior el producto químico concreto que
necesitaba para estar equilibrado. A los veinte años todo el mundo lo confundía
con una persona normal.
Pero la vida cotidiana del héroe le usurpa la gloria, y Sebastián no se rendía a ser humillado por la materia y después por el tiempo, de modo que mezcló en un revoltijo todas sus perturbaciones y se enfrentó a pecho descubierto contra el espacio. De alguna manera ordenó a su cuerpo que no fabricara substancias químicas para protegerlo. Ser yonqui de sí mismo lo debilitaba, lo mantenía en un plácido aturdimiento, en una cobardía vital. Tenía un sino, y a todo le añadía un sin embargo.
Pero la vida cotidiana del héroe le usurpa la gloria, y Sebastián no se rendía a ser humillado por la materia y después por el tiempo, de modo que mezcló en un revoltijo todas sus perturbaciones y se enfrentó a pecho descubierto contra el espacio. De alguna manera ordenó a su cuerpo que no fabricara substancias químicas para protegerlo. Ser yonqui de sí mismo lo debilitaba, lo mantenía en un plácido aturdimiento, en una cobardía vital. Tenía un sino, y a todo le añadía un sin embargo.
Yo
fui su noveno psiquiatra. Llegó a mis manos con veintisiete años y
completamente destrozado. Pesaba cincuenta kilos escasos. Se entretenía dejando
de respirar en mi presencia, llegando al desmayo. Casi nunca sabía dónde se
encontraba, describía paisajes espeluznantes, sostenía que viajaba con
facilidad entre las diferentes dimensiones de la realidad. En su cabeza sólo
quedaba de la razón una sombra indigente, un algo desgarrado y lleno de niebla. Un torpe
balbuceo. Me costó meses llegar hasta él, y si me permitió la entrada fue
porque se encontraba solo, necesitaba un amigo. Con el corazón en la mano, le
puse delante dos pastillas diarias y un somnífero de impacto para ir a la cama.
Poco a poco logró coordinarse con el tiempo y dejar de viajar por el espacio. “Tiene
que haber una vida para mí”, me dijo en una sesión, “me conformaría con poca
cosa”. Ese día lloramos con ganas.
Sebastián
lleva ya tres años trabajando como jardinero y ayudante de mantenimiento en
este psiquiátrico, del que nunca sale. No toma medicación, salvo la que se
proporciona desde dentro y cuya fórmula es personal e intransferible. Está tan
escandalosamente cuerdo, y tiene tanta capacidad para no estarlo, que con
frecuencia le pido consejo para acceder a algún paciente cuya perturbación no
alcanzo a comprender hasta que él me la explica. A fin de cuentas, ha sido explorador de la
mente, estuvo perdido, venció y fue derrotado, pero vive para contralo. Ayer
mismo me comentó que todavía conserva el don de la adivinación. Tuvo que
desarrollarlo para encontrar el camino de regreso. Por demencial que fuera el
estado en que se encontraba, buscaba entenderlo, poder describirlo, encerrarlo
en palabras. Escribía estas palabras en su cabeza, las recordaba, las pulía
como poemas y la evocaba como ensalmos. Logró saber siempre lo que sucedería
mañana. Se volvió muy diestro en las predicciones, que le ocupaban todo el día.
Al principio se equivocaba con frecuencia, acertaba por casualidad, por suerte
y por simple chiripa, y sufría pensando que el tiempo que había dedicado a formular
una previsión no cumplida era tiempo baldío, perdido. Por simple
perfeccionismo, para obtener mejores resultados, comenzó a ajustar sus actos a
sus predicciones hasta obtener un cien por cien de aciertos. Ahora vive
anticipándose a sí mismo. Sólo es libre de diseñar futuros posibles,
realizables, ajustados como una cadena a su persona. Igual que cualquiera de
nosotros.
publicado en Revista Cantárida