No eran los alumnos más brillantes pero sí los más divertidos. Convertían
mis clases de inglés en una juerga permanente, le sacaban punta a cada palabra,
hacían chistes malísimos aprovechando las confusiones entre los dos idiomas, y
al final subían el nivel del grupo porque no eran indiferentes, siempre estaban
implicados. Cuando terminaron el instituto, como no tenían dinero para ir a la
universidad, se dedicaron a trabajos esporádicos, cada vez peor pagados, y a vagar
por su pueblo tomando cervezas, luego pastillas, luego peleas y terminaron los
tres adornando el banco de la entrada de la taberna, como tres geranios. Habían
pasado dos años de su abandono de los estudios cuando me enviaron un correo
pidiéndome clases particulares. El plan que me propusieron era temerario: seis
horas los sábados, seis los domingos, y dos más cada día, al atardecer, después
de salir yo del instituto. El sistema de
pago sería el trueque, quedamos en que me pintarían la casa cuando se acumularan
las horas de clase correspondientes. Me sorprendió su seriedad, su firmeza, y sobre
todo su puntualidad británica. Los chicos no estaban para bromas, ya no hacían
chistes, hasta tradujeron sus nombres para entrar en materia, y avanzamos tan
rápido, de un modo tan contundente, que después del primer trimestre los tres
eran capaces de mantener una conversación simple en inglés. Como ya nos
habíamos hecho amigos, me comentaron su plan, me pidieron ayuda y accedí a
hacerles un pequeño préstamo y a regalarles mi vieja Vesta.
La idea fue de Robert, antes Roberto o Roby, una mañana de resaca delante
de la tele. Echaban Cómo lo hacen y el programa trataba del examen
oficial para convertirse en taxista en Londres. Los aspirantes tardaban años en
memorizar y familiarizarse con las calles de la ciudad, con los sentidos de la
marcha, con sus direcciones prohibidas. Se entrenaban en moto siguiendo un
plano desplegado sobre el manillar y la prueba definitiva para obtener el
título consistía en llevar en un coche reglamentario al examinador a una
dirección concreta, sin titubear, por la ruta mejor, no siempre la más corta,
sino la más razonable, algo que había que argumentar. Ahora los taxis llevaban Gps, y se utilizaba,
pero en última instancia tenía que haber un conductor tomando las decisiones y
los exámenes mantenían su rigidez. Robert pensó que se podían reducir esos años
de entrenamiento a un único año, aprovechando que su pueblo era pequeño y con
escasa circulación rodada. Frank, el Paco, se encargó de los aspectos
informáticos, con la ayuda de un primo suyo, y entre los dos se las apañaron
para poner cien balizas electrónicas en otros tantos lugares del pueblo.
Enrique, Henry, se encargaba de las finanzas. El día en que pusieron en marcha
el sistema, me utilizaron como primer cliente. Les dejé mi coche, claro. A las
cinco de la tarde, debajo del reloj de la plaza, les llamé por teléfono y, en
inglés corrido y sin contemplaciones, pedí que vinieran a recogerme al pie del
Big Ben.
Robert tardó dieciocho minutos en recorrer los doscientos metros que le
separaban de la plaza. Seguía un plano mental y giraba a derecha e izquierda
coincidiendo con las calles verdaderas de Londres. Las balizas electrónicas
indicaban si acertaba o no con la dirección correcta, y todo quedaba grabado. A
continuación, me recogió en el Big Ben, entendió a la primera la dirección que
le dije, improvisada, Piccadilly Circus, y me llevó hasta ella con rapidez y
dándome conversación. Revisamos en el ordenador el resultado. El plano de Londres
estaba superpuesto al del pueblo. Los errores habían sido cuatro, leves, pero
cuatro, y eso le mosqueó. Henry cometió dos y Frank siete. Tardaron otro
trimestre en minimizar los errores hasta casi el cero. Los vecinos alucinaban
viéndolos por ahí con su moto o con mi coche, dando vueltas absurdas o parados
delante de una cerca con un cronómetro en la mano y dictándole al ordenador los
lugares por lo que pasaban con la imaginación. Su inglés mejoraba tanto que
hacia el final del curso cada uno tenía su acento propio, londinense, sin
determinar, pero que daba el pego y muchos los confundirían con nativos. Robert
ya tenía el pelo claro y se lo tiñó de rubio, hasta las cejas. Frank se dio
unos toques pelirrojos, Henry un corte de pelo ultramoderno, a la última en la metrópoli.
Se marcharon la primavera pasada, hace nueve meses.
Les va muy bien. Nos comunicamos por correo electrónico todas las semanas. Viven los tres juntos, en un apartamento
pequeño pero están a punto de mudarse. Robert aprobó el examen de taxista y
trabaja con normalidad, para una empresa pequeña y familiar; su novia se llama
Elisabeth y es de Bristol. Frank suspendió el examen una vez y puede que no se
vuelva a presentar porque trabaja en una agencia de mensajería y está muy contento.
Henry, curiosamente, trabaja de contable para un paisano de esta zona, que
también logro marcharse de aquí pero no domina el idioma y le ha hecho un
contrato indefinido. Me enviaron por Navidad una boina escocesa, alguna vez
debí decir que me gustaban, y en su interior un cheque por el préstamo. No
volverán. Sus hijos serán ingleses. Estas tierras cada vez más vacías no serán
sus tierras, sólo las de sus antepasados, y cuando les hablen de ellos se les
abrirán los ojos con asombro.
publicado en Revista Cantárida
Foto Paula Arranz
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