Balance de daños
Te despiertas en
el presente y en singular. Te tocas, te reconoces, te levantas de la cama por
tu propio pie, te lavas el sueño de tu propia cara, te desperezas con el frío
de tu nevera y metes tu desayuno en tu microondas. Mientras esperas, enciendes
el móvil, se ilumina la portada del periódico y Donald Trump es el presidente
de los Estados Unidos. ¡Qué barbaridad! ¡No puede ser! No te lo crees. Seguro
que es una broma del Mundo Today. Suena tan diabólico… Pero estás todavía en pijama, no sabes a qué atenerte, intentas
ordenar tus sentimientos. Una voz interior te dice que Trump es
estadísticamente imposible. No te cabe en la cabeza. Entonces salta la alarma
del microondas, te tomas el café con
leche de dos tragos rápidos, toses un poco, y cuando dejas la taza en el
fregadero ya tienes la cocina llena de gente. “Nosotros NO hemos escogido a
Trump, éste NO es nuestro presidente”, dices bien alto, enfatizando el NO, como
si fueras el portavoz de una asamblea. Has pasado del singular al plural, para no
quedarte solo. Es normal. Aunque no seas americano ni éste sea tu presidente.
Toma nota detallada.
Son las ocho de
la mañana. Tu ordenador se enciende solo. Tu trabajo consiste en elaborar un
informe preliminar y por ese motivo estás sentado delante de la pantalla a la
hora prefijada. Te conectas a internet para seguir el curso de la tragedia. Parece
que llegas tarde, la consternación mundial comenzó de madrugada y ha sido tan
fuerte que ni Hillary Clinton se ha atrevido a dar la cara para reconocer su
derrota. La extrema derecha europea, con Le Pen a la cabeza, ya ha felicitado efusivamente
al candidato electo, y el Ku Klux Klan confirma en estos instantes que le dio
su apoyo incondicional en las urnas: “Donald Trump es uno de los nuestros, él sabe
que los negros no son blancos”, declara a la cámara un encapuchado que lleva
sobre la capucha una gorra de Trump. Es tan disparatado, tan grotesco. Los
perdedores lloran, se dejan caer al suelo, buscan culpables, todos sin
excepción piden la cabeza de las empresas encuestadoras y dudan abiertamente de
que la estadística sea una ciencia. La colmena está irritada. La inteligencia
chilla al unísono porque no se lo esperaba y siente verdadero pavor. El enemigo
ya no está a las puertas, el enemigo ha entrado en casa, nos han metido un
Caballo de Troya lleno de paletos y descerebrados que están a punto de tomar el
poder. “¿Es la democracia deseable si ganan los Otros?”, titula un rotativo
neoyorkino. Se nota en muchos artículos
de prensa que sus redactores escriben como bomberos ante un incendio desproporcionado,
con más visceralidad que sentido común. Dicen las barbaridades que se esperan
de ellos: Cómo hemos llegado a esto, Trump tirará la bomba, Trump nos va a
exterminar, Trump es el apocalipsis, Todos somos Donald Trump.
A las nueve y
media, en mitad del jaleo, los que saben exactamente lo que vale el peine
informan al público de que las Bolsas caen, pero poco. Apenas unas décimas de
incertidumbre. Después de las palabras tranquilizadoras del presidente electro Donald
Trump, que no ha soltado su primer discurso con espuma en la boca, un negro
encadenado en una mano y una mujer “cogida por el coño” en la otra, sino que ha
dicho con cara de circunstancias que será el presidente de todos, como dicen
todos los presidentes, pues la cosa se ha calmado bastante. Lo razona así un
analista iluminado, teólogo de la economía: “Si el dinero es Dios y la Bolsa su
representante en la tierra, que no haya caído la Bolsa significa que Donald
Trump es del agrado de Dios”. Y el hombre se calienta y sigue: “Porque es un
hecho indudable que todos obedecemos al Dinero, nos plegamos a sus deseos,
sentimos su omnipresencia y su cualidad trascendente, ya que es material e
inmaterial a la vez. No somos nada ante
el Dinero: ¿acaso podemos dudar de sus designios? Si el Dinero ha puesto en la
presidencia a Donald Trump por algo será”. Sin comentarios. Mientras tanto, en las grandes
ciudades norteamericanas, con la misma desesperación primaria que me llevó a mí
a decirlo, hay miles de personas gritando que Donald Trump NO es su presidente.
Pero se equivocan, hay pruebas, sesenta millones de votos, y se lo explica
Robert de Niro, que había expresado su deseo de partirle la cara al magnate y
ahora no podrá hacerlo porque estaría golpeando al presidente de la nación. Hay
que saber perder, porque no se puede ganar siempre, no por otra cosa.
Cerca del
mediodía me hago cargo de lo que puedo
esperar en las próximas horas. Una vez formado el bucle de reacciones airadas a
la elección de Trump, se repetirá hasta la
noche. Mientras sus partidarios lo festejan en privado sus detractores expresarán
su indignación en público. Trump lo tiene difícil, su biografía le persigue, su
abuelo regentaba un burdel, su primer trabajo fue como gorila para cobrar a los
morosos en los edificios de su padre, su fortuna procede del mismo lugar
pantanoso de donde proceden todas, y no ha pagado impuestos en veinte años
porque le sale del flequillo, como un bravo Corleone. Que sea el presidente es
una burla, algo infame, ensucia la Casa Blanca y las conciencias. La gran
pregunta del día tendrá un tono pragmático: ¿Si Donald Trump, haciendo lo que ha
hecho y diciendo lo que dice, ha llegado adonde ha llegado, a partir de ahora
todo vale? Mucha gente no va a saber cómo explicárselo a sus hijos. Además
internet lo está inflando todo, exagera las repercusiones, está generando miedo
a nivel global. Se excede en sus atribuciones virtuales. Dibuja un monstruo
informe y aterrador, tipo Lovecraft. Pero la realidad no es así, tiene
contornos, formas definidas, principio y fin, puede ser grande pero nunca inconmensurable.
Donald Trump no es Goscilla aunque tenga el botón nuclear porque Goscilla es
ficticio y Donald Trump, desgraciadamente, no. Era ficticio el payaso de las
elecciones, su objetivo consistía únicamente en apelar a los más bajos
instintos humanos para lograr votos, que son acciones de la empresa más grande
que ha tenido a su alcance. Pero ahora se ha hecho con el mando y le toca crear
suculentos dividendos. Donald Trump está atrapado en el laberinto político,
rodeado de hienas que le ríen las gracias pero que se lo van a comer crudo si
no cumple con su cometido: convertir los Estados Unidos en una corporación empresarial.
Trump no es el problema, la red domesticada confunde deliberadamente el
objetivo. El problema es que la democracia ya no es rentable, no permite hacer
negocios con libertad y habrá que hacer recortes democráticos. Nos espera un
futuro antropófago, donde el hombre será una hamburguesa para el hombre. Ésa es
la cuestión.
A las dos en
punto de la tarde el ordenador me avisa y se apaga. Tengo que comer y empezar a
elaborar el informe. Es importante registrar las primeras impresiones y dejar
constancia escrita para analizar más tarde la evolución del pensamiento
colectivo y del mío propio. Debo ser frío y a la vez permeable. Este es uno de
esos momentos históricos que recuerda toda una generación, algún día me
preguntarán ‘dónde estabas tú’ cuando Donald Trump creó de la USA Corporation. Tengo
que inventar una coartada, puede que dentro de unos años pensar sea ilegal y
declarar que hacía lo que estoy haciendo me perjudique. Diré que tenía una
empresa de auto-observación y que ofrecía mis conclusiones al mercado libre,
para la regulación del consumo. No diré la verdad pero tampoco estaré
mintiendo, la empresa que me paga está al servicio de una causa moral elevada que
pretende compensar el desequilibrio social, sin ánimo de lucro pero dentro una
rentabilidad razonable que le permite sobrevivir como producto de consumo. No
hay madurez sin paradoja. Por mi parte, tengo que cumplir el contrato, que
especifica libertad, naturalidad e inmediatez. Visto lo visto, mi primer
consejo es matar a Donald Trump. Así de simple. Abro el ordenador con una nueva
clave y lo escribo sin dudarlo en la casilla correspondiente: Matar a Trump. El
programa marca en rojo la palabra matar y me obliga a dar explicaciones.
Escribo: “No me refiero, como es obvio e ilegal, a pegarle un tiro o dañarle
físicamente en modo alguno. Quiero decir que Donald Trump, el Donald Trump que
conocemos, debe morir en el plazo que hay desde hoy hasta su investidura, y en
caso contrario no debe ser investido. No podemos permitirnos que Donald Trump
exista, luego su imagen y lo que representa deben ser destruidos sin contemplaciones.
La inversión moral empleada para desechar sus ideas obsoletas ha sido demasiado
grande, hay que reeducar a Trump hasta que se ajuste al protocolo civilizado”. El
programa acepta mi explicación, la borra para proteger mi anonimato y desactiva
la casilla para impedirme usarla de nuevo. El ordenador se apaga y me obliga a
comer.
En la nevera
solo tengo una caja de muslos de pollo y una cerveza. Mientras devoro pongo la
tele para ver cómo le va a Donald Trump.
El reality continua, el presidente electo se ha atrincherado en su torre
particular, miles de manifestantes en su contra rodean el edificio y los
fotógrafos esperan el atardecer para pillar un contraluz sangriento y comparar
la torre con Mordor, como esperan sus maduros televidentes. Sin embargo las
aguas se están calmando, Hillary Clinton acaba de dar una rueda de prensa y
pide una oportunidad para el nuevo presidente, una oportunidad para la paz. Se
cierra el espacio aéreo sobre el edificio Trump, que necesita libertad de
movimiento, aunque hay tantos guardaespaldas, miembros del servicio secreto y
policías que no caben en el helipuerto. Ahora Donald Trump vuela en su
helicóptero hacia la Casa Blanca. En la única toma que nos ofrecen, lleva las
manos abiertas, impacientes, esperando echar mano al botín. Barak Obama lo
recibirá en el Despacho Oval, pero que se olvide de la foto familiar con los
dos matrimonios sonriendo porque no quiere ofender la memoria de su padre, y
por extensión del género humano. La cadena corta en seco para echar publicidad.
De McDonald. En mitad de las noticias. Por lo ‘Donald’ Trump. La tele está
llegando a un nivel oligofrénico preocupante. Apago de mala leche y regreso al
ordenador.
Me quedan por
delante otras cinco horas. Se espera de mí que ahonde en mis argumentos y que
los refuerce y confirme, o que cambie de opinión según me vaya enfriando. El
asesinato moral de Donald Trump me sigue convenciendo, aunque el empleo de la
palabra matar me aproxima al campo de acción retórica de ese impresentable. De
momento lo voy a considerar contaminación léxica proveniente del personaje, del
mismo modo que el tono apocalíptico responde a la paranoia inducida por los
medios de comunicación. No
creo que seamos conscientes del daño que nos estamos haciendo, del daño que vamos
acumulando en esta realidad exacerbada que nos ofrece más de los que somos
capaces de asimilar. Como niños aplastados por una montaña de osos de peluche.
Con un pensamiento endeble y asustadizo. Porque Donald Trump dejará de ser
Donald Trump o será una marioneta teledirigida. El demonio es otro. Lo peor es
que ha evidenciado lo evidente: somos machistas, racistas, xenófobos y
mezquinos hasta la raíz. Pero ese tipo de franquezas sólo se le toleran a un
borracho, sólo se dicen en las tabernas. Es cierto que somos insignificantes,
torpes e idiotas, pero saberlo nos ha hecho humanos. Nuestra historia es la
crónica de un despropósito, aprendimos a contar y a escribir para organizar
esclavos, calcular sus raciones de comida y elevar pirámides majestuosas que
expresaran la dimensión de nuestro miedo a la muerte. ¿Acaso una pirámide no es
una cagarruta geométricamente idealizada? No tenemos otro conocimiento que el
que emana de los cementerios. No querer morir, nos hizo vivir. Ahora hemos
alcanzado la cualidad de las hormigas, estamos interconectados a una red que
nos une por la coincidencia de nuestros pensamientos, que globalmente son: sexo,
darle golpes a una pelota, espiar al
vecino, hacer el ridículo y buscar a tientas una salida del laberinto. La
sabiduría siempre ha sido entre los humanos un bien escaso. Yo solo soy un
escriba que elabora un informe, y creo que con frecuencia lo peor que te puede
pasar es lo mejor que te podía suceder. Alimento para la rebelión. Quien ha
visto el mar inmenso no se sorprende de estas cosas.