No arrojar basura a la mar
En Navidad se pone uno más
blandito de lo normal y busca algo amable que contar, sobre todo en un año tan
retorcido como este, quizá para simular que no ha pasado nada o que no es tan
grave como parece: los refugiados sin refugio, el Brexit, Rajoy incorrupto, el
pato Donald y su plutocracia…
Esto sucedió a principios de
otoño, en el embarcadero del Paseo Marítimo, al atardecer, cuando medio
centenar de personas esperábamos la última lancha para cruzar la bahía. Era
sábado, había hecho un día preciso pero ahora hacía fresquito, rascaba un poco,
y la mayoría enredábamos con los jerséis para no resfriarnos durante el
trayecto. Una niña pequeña, que intentaba meterse la manga de una chaquetilla,
le dejó un momento la pelota a su hermano, menor que ella, le costaba
mantenerse en pie, y en vez de sujetarla el niño la cogió con las dos manos y
de la misma la soltó. La pelota pegó un par de botes y se fue rodando por el
muelle hasta caer al mar.
Automáticamente la niña echó a
correr, tendría unos cuatro años. Allí no hay barandilla, así que varios
adultos nos lanzamos tras ella, mientras la madre agarraba al niño, que
intentaba seguir a su hermana. La cogimos por los pelos, literalmente: una
señora la enganchó por la coleta y yo por el cuello de la chaquetilla. No se
resistió. Una vez controlada, nos asomamos todos al borde. La pelota de tenis
verde estaba allí abajo, tan tranquila, meciéndose en las olas, la mar un poco
revuelta.
Fueron tres segundos, no más. En
el primero ella se lamentó por la pelota, en el segundo miró nuestras caras y
supo que no íbamos a hacer nada, y en el tercero soltó un chillido tan agudo
que retrocedimos, sorprendidos. ¡Qué chorro de voz, qué barbaridad, qué
poderío! Se pasó tanto de decibelios que nos echamos a reír. Ella se enfadó
mucho, claro, y golpeó el suelo con el zapato y puso cara de sois todos unos
idiotas y declaró: “Es mi pelota. Mía”.
A continuación se puso a llorar
con mucho sentimiento. No con lágrimas de niño caprichoso actual sino más
hondo, como si su relación con la pelota fuera estrecha y significativa. Esa
conexión peculiar que solo los críos y los perros tienen con su pelota. Su
madre vino a consolarla: “No te preocupes, tienes muchas más, cuando lleguemos
a casa…”. Ella la interrumpió: “Sí, pero… es mi pelota preferida. La mejor”. A
la madre no le convenció ese argumento, quizá muy trillado: “Pues entonces
haberla cuidado mejor…” La niña miró a su hermano, estuvo a punto de decir que
la culpa había sido de él, pero no quiso delatarlo y rompió a llorar de nuevo,
ahora a voz en grito, como si estrenara pulmones.
El gesto noble de la niña nos
llamó la atención a todos. La vida está demasiado mal para pasar por alto algo
así, de modo que una chica mencionó un palo, otro dijo un gancho y yo mismo
dije ‘un bichero’. El hombre que estaba a mi lado sabía dónde había uno, allí
mismo, al otro lado del Palacete. Él y yo fuimos juntos hasta donde estaba
amarrada la zódiac de Salvamento Marítimo y les pedimos prestado su bichero.
Desde allí se oía llorar a la niña, menudo futuro como soprano, pero les
dijimos que era muy maja y que se lo merecía y se pusieron en marcha sin
pensárselo dos veces.
Nosotros volvimos al embarcadero.
Para entonces la niña ya había congregado a su alrededor a una pequeña
multitud. Todos le decían cosas agradables a ver si dejaba de llorar, pero ella
señalaba hacia el agua, inconsolable. Llegamos a su lado y le explicamos que
todo estaba solucionado: “Hemos traído ayuda. Mira. Ahí llegan.” Le señalamos
la zódiac, que entraba en esos momentos en la dársena, y ella paró
inmediatamente de llorar. Aquello era más grande que su pelota, había que verlo
todo, y se limpió los ojos con las mangas de la chaquetilla, a dos manos.
Los de Salvamento Marítimo estuvieron
muy profesionales y simpáticos. No usaron el bichero sino una pértiga con red,
y podían haber cogido la pelota a la primera, pero hicieron un poco de teatro
para la niña y la dejaron escapar varias veces antes de atraparla. Nosotros,
por supuesto, de público entregado, jaleándoles: “¡Uuuuiiii”, y cuando la
cogieron les dimos un fuerte aplauso.
La pelota se la entregaron a un
hombre en la parte baja de la rampa y luego pasó de mano en mano hasta llegar a
las de la niña, como una ofrenda. Ella se la llevó al pecho y dijo gracias, muy
bajito. Su madre le indicó que también a los hombres de la zódiac y entonces lo
dijo más alto y más largo, sonriéndoles: “Muchas gracias”. Estaba un poco
avergonzada por la que acababa de montar.
La escena finalizó con la llegada
de la lancha. Uno a uno fuimos embarcando, entre sonrisas y comentarios
agradables. Todos coincidíamos en que eso, eso precisamente, es un servicio
público. Había sido tan bonito que daban ganas de sacar conclusiones. No lo
hicimos, al menos yo no lo hice, porque en la cabina de la lancha pone:
“Prohibido arrojar basura a la mar”.