Quedamos en el Retiro, junto a
la entrada de la exposición de Andrzej Wróblewski. Hacía una temperatura
insólita para un mes de enero madrileño, casi quince grados, pero él profesor apareció
con guantes gruesos y bufanda de dos vueltas, como si acabara de nevar. Dijo
que estaba resfriado. Nos dimos la mano y entramos en el Palacio de Velázquez.
La retrospectiva del pintor polaco se titulaba
Verso/reverso. Mostraba bastantes cuadros dobles, con escenas de realismo
socialista por un lado y abstracciones geométricas por el otro. Estaban colocados
sobre paneles que había que rodear, lo cual obligaba a los guardas de seguridad
de la exposición a pedir a los visitantes que llevaran sus mochilas y bolsos bien
sujetos delante, para evitar dañar las obras. A Santiago Valcárcel lo amonestaron
por no controlar su bufanda, que una vez desenrollada le llegaba a las
pantorrillas y a punto estuvo de engancharse en un bastidor. Ese control de los
guardianes del arte encajaba con la obra expuesta, llena de fusilados, hombres desmembrados,
espirales y círculos toscos, todo con una crudeza desalentadora. La brutalidad de la invasión de Polonia por los alemanes en
la Segunda Guerra Mundial y luego el estalinismo feroz narrados por una de sus
víctimas. Una pintura plana y cadavérica.
Nos detuvimos al fondo de la sala central, junto a la
flecha que nos conducía hacia la segunda época de ese pintor desastroso venido
del telón de acero. Daban ganas de marcharse, de no perder allí mucho más
tiempo. Me gustaba tan poco que pensé que el profesor me estaba sometiendo a
alguna prueba: si ese pintor había llegado hasta allí no podía ser desconocido
para él, ni tampoco un cualquiera. Me lo tomé con paciencia.
—Durante mi infancia —dijo Valcárcel, como si vinera a
cuento— yo vivía recluido en los rincones. Sobre todo en un rincón de la cocina.
Allí me entretenía con los cuatro objetos casuales que me arrojaban los
adultos, ya sabe, pinzas de la ropa, un lapicero, un trozo de tela para
domesticar los dientes… Supongo que me gustaban los rincones porque allí me
sentía protegido, con las espaldas a cubierto, dominando siempre el panorama.
Podía mirar a los demás, ver sus evoluciones, aprender. Además en los rincones
se está más calentito, lejos de las corrientes, sin estorbarle el paso a nadie.
Fue determinante en mi vida abandonar esa actitud y alejarme del amparo de los
rincones infantiles.
Entendí que tampoco le agradaba la exposición, y que se
refería al régimen comunista como un arrinconamiento humano de trágicas
consecuencias, lo que le llevaría a denostar la obra de Wróblewski por
primitiva, superada, anodina y testimonial. O eso pensaba yo. Con las prisas,
no habíamos mirado la hoja que nos entregaron en la entrada y lo hicimos ahora.
Valcárcel señaló la foto de presentación, cuyo cuadro teníamos justo delante,
pero en posición vertical, con el título Chofer azul. Aquello era otra cosa,
nada que ver con la obra expuesta en la sala anterior. La soledad férrea de ese
cuadro te helaba la sangre. Había un grave despojamiento de las formas que
achicaba el ánimo. Wróblewski había pasado de los cuerpos rotos a la anulación
espiritual del conjunto, de la comunidad. Por ejemplo, un grupo de peces verdes
cortados por la mitad representaba mejor la atrocidad de los muertos de la
guerra que cualquier escena con cadáveres grandilocuentes. Un hombre observando
sus propias vísceras mostraba la huida hacia adentro como única vía de escape.
Un hombre atravesado por el rojo sangre del fondo parecía el retrato definitivo
de todo lo humano. Costaba creer que un autor había evolucionado tan rápido y
que era capaz de mostrarlo: te acercabas al cuadro y veías lo anterior, te
alejabas unos pasos y podías sentir los brochazos del futuro. Una visión
perturbadora, como todo lo que se hace a corazón abierto.
—¿Se da cuenta, profesor, que este hombre lo pintó todo
en solo diez años? Doscientos cuadros y ochocientos trabajos en papel…
A Santiago Valcárcel le gustaba hablar de sí mismo
cuando había que hablar de otro. A ser posible más grande que él. Y caminar
mientras hablaba. Mover las manos. Disertar.
—Un caso singular, qué duda cabe. Pero no todos los que
salen del rincón acaban en la esquina. A mí me sucedió… hace ya mucho tiempo… Porque
hay un tránsito obligado que te hace cruzar por la escena pública, cuando eres
reconocido y dejas de ser invisible. Es fácil entonces perderse y que la imagen
que los otros tienen de ti se imponga a la tuya propia. Entonces tu rincón y su
rincón se unen y forman una caja que te aprisiona dentro. Error. Grave error
para un artista. Por eso cuando sales de tu rincón y te muestras a los demás lo
mejor es convertirte en una punta de flecha. No comunicarte, sino atravesarlos
con tu determinación. De ese modo tu rincón trasciende, supera el espacio
personal y colectivo para llevarte un poco más allá, donde eres como una sombra
inquieta que espera en una esquina a la intemperie. Hay que llegar a ese lugar
como sea. Rincón, flecha y esquina. Ése es el camino del genio.
Otros profesores nos hablaban de la luz, pero Santiago
Valcárcel todo lo remitía a la geometría, al control formal y espiritual del
espacio. Para seguir sus disertaciones era mejor cerrar los ojos, plegarse a
esa concepción de líneas sentimentales y conceptuales que se cruzar y tensan el
espíritu hasta crear un obra única. Afirmaba, y en sus clases no dejaba de
insistir en ello, que se había exagerado el papel del espectador y muchas obras
no iban más allá de un juego de ping-pong entre dos conciencias que se mueven
en ámbitos diferentes. “El amanecer es implacable” solía decir, “nunca nos ha
pedido permiso”. Él mismo había tenido una carrera notable como pintor en su
juventud, con mucho éxito de crítica y público, pero lo había abandonado todo
sin dar explicaciones. Llevaba veinte años sin tocar un pincel, dedicado solo a
la enseñanza.
—Y ahora viene lo mejor
—dijo Valcárcel el entrar en la tercera sala, la más amplia—. La mayoría
de estos cuadros sólo los he visto en foto. Para mí es todo un acontecimiento.
Yo me paré en seco. Se me escapó un silbido de asombro. Lo
que había allí, incluso de lejos, era incomprensible. El impacto visual te
dejaba anonadado. Como encontrar en una sola muestra un Bacon, un Picasso, un
Mondrian, un Chagall o un Klee, sus mejores cuadros, compartiendo un mismo
espacio. Era excesivo, sublime, de una belleza casi brutal. Yo tenía entonces
veinte años escasos y no estaba preparado para aquello. El profesor me empujó
suavemente con los brazos, me alejó de él, quería que lo viera solo, ya
hablaríamos más tarde.
No sé cómo hablar de ello sin emocionarme. Cualquiera
que dude sobre las posibilidades del género humano o los límites del arte
debería ver una exposición de Wróblewski. Si el salto de la primera a la
segunda época había sido enorme, la tercera resultaba sobrenatural. En solo dos
o tres años, se había merendado el siglo XX, lo anterior y lo que vendría
después. Una esponja de lo esencial, de la substancia, del eje sobre el que
giraba y seguirá girando la vida. “Madre
con niño muerto” podía ser un icono de la pintura del siglo. Igual que “Sala de
espera I. La cola continúa”. Cada uno de aquellos cuadros era único,
excepcional, de gran relevancia para la historia del arte. Estar presenciando
aquello hacía que te sintieras importante, privilegiado, humano, como un
espectador de auroras polares, si en tu alma hubiera tal cosa.
El profesor Valcárcel me tocó el hombro, sacándome de la
ensoñación. Me enseñó el reloj, como si se hubiera terminado la clase.
Llevábamos en aquella sala casi una hora. Al verme tan emocionado, sonrió y me
dio un abrazo.
—Este hombre murió a los 29 años. En un accidente, en
las montañas Tatra. Recuerde siempre que hay gigantes que pasan a nuestro lado
y apenas percibimos de ellos la sombra.
—¿Cómo es tan desconocido?
—Para usted ya no lo es, joven amigo. Tiene suerte, yo
lo descubrí cuando ya era demasiado tarde para mí. Cuando el exceso de
interpretación me dejó inválido.
—Yo nunca tendré una obra tan importante, profesor. Mis
cuadros…
—¿Y usted qué sabe? ¿Cómo puede decir eso, si al entrar
ya quería marcharse de esta exposición? ¿Qué siente ahora?
—Ganas de correr a mi estudio y…
—Y pintar un cuadro para el Museo del Prado…
—Como mínimo.
—¿Y a qué espera? No se preocupe, le subiré la nota para
que no pierda la beca. Es más, le compro la mitad del cuadro que va a pintar
antes que acabe esta semana. Le quedan cinco días.
Acepté y nos dimos la mano. El profesor Valcárcel me
pagó el taxi y utilizamos la trasera del folleto de presentación de la
exposición de Wróblewski para formalizar el acuerdo. Él quería poner mil euros,
pero yo le dije que no exagerara y acordamos quinientos. De ese modo tan
increíble se hizo con la mitad de los derechos de “Hombre seco en el páramo”.
Cada vez que lo pienso…
Foto: Paula Arranz
Detalle de Sala de espera I. La cola
continúa, de Andrzej Wróblewski.
Andrzej Wróblewski: Vilna
(Lituania, antigua Polonia) (1927-1957). Exposición Verso/reverso. Parque del
Retiro. Palacio de Velázquez. 17 noviembre 2015-28 febrero 2016.
Enlace: http://www.espacioluke.com/2017/Enero2017/taboada.html
Enlace: http://www.espacioluke.com/2017/Enero2017/taboada.html
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