martes, 31 de enero de 2017

LEYENDO 'LA TIZA ENVENENADA' en ELDIARIO.ES Cantabria



Leyendo La tiza envenenada


Leyendo “La tiza envenenada”, de Vicente Gutiérrez Escudero, he recordado con amargura los veinte años largos que permanecí encadenado a un pupitre, desde el primer día en el parvulario, cuando no entendí por qué había que estarse quieto, hasta que me licenciaron con un título inútil que mide 45x34 centímetros. Desde luego yo no fui un preso modelo, me domesticaron pero no consiguieron amaestrarme. Quizá de eso va el libro, de la diferencia entre educar a un humano y adiestrar a una oveja.

Leo en la página 32 que para sobrevivir a la educación hay que reivindicarse como avería, imperfección y trastorno, “uno debe afirmar hasta el más mínimo recodo de anomalía que tenga en su interior”, y pienso en todos los que somos como somos por simple oposición a lo que pretendían que fuéramos. Los que chupábamos pasillo por llevar la contraria o hacer preguntas impertinentes. Aprendimos mucho, pero no lo que ellos esperaban. Entre otras cosas que si fabricas un enemigo conoces sus mecanismos igual que él conoce los tuyos, y cabe la posibilidad de que sus métodos no sean beligerantes justo porque los tuyos lo son. Yo empecé a leer porque leer era subversivo, lo más delincuente que había a mi alcance: nadie podía controlarme cuando estaba leyendo.

También es verdad que nací en una dictadura católico-fascista y que mis primeros educadores estaban completamente chiflados. Algunos eran curas, otros militares, habían ganado una guerra y consolidar el miedo era su única obsesión. Estábamos a principios de los 60, había pan pero ninguna escapatoria. En la Escuela Nacional a las nueve en punto cantábamos el “Cara al sol” con el brazo levantado mientras el director, vestido de la Falange, recorría como si fueran barrotes nuestras piernas desnudas con su vara de mando. Era un sádico de siquiátrico. Una mañana decidió que hacíamos demasiado ruido en el recreo, lo interrumpió, cerró la puerta de entrada, nos hizo pasar en fila y nos arreo un buen sopapo a cada uno. Lo menos éramos 300. Cuando me tocó el turno, y me odió para siempre por agacharme y esquivarle, observé que tenía la mano incendiada y del tamaño de un guante de béisbol. Debía de dolerle, pero el muy cabrón sonreía, era un educador expeditivo y feliz.

Dice Vicente Gutiérrez Escudero que “puede existir Escuela sin Capitalismo pero el Capitalismo sin Escuela es insostenible”, y me viene a la cabeza aquel momento ingrato en que un compañero de facultad se negó a pasarme sus apuntes porque yo ya no era un condiscípulo suyo sino un competidor que podría arrebatarle en el futuro su puesto de trabajo. Le faltó decir “al enemigo ni agua”. A partir de ese día dejé de hacer preguntas y de animar el debate en clase. Seguí la voz del profeta Marley: “Menuda carrera de ratas. Yo digo que los rastafaris no trabajan para la C.I.A.”.

No voy a negar que en veinte años de pupitre hubo profesores humanos y competentes, pero tampoco olvido que muchos de ellos fueron expulsados, amenazados  o maniatados por la institución, pública o privada. Gente a la que le pudrieron la iniciativa a base de leyes, como esa Escuela Viva de Santibáñez que menciona Gutiérrez Escudero al final de su libro, “que sufrió presiones políticas para que acatase las normas de la Consejería y el proyecto fue abandonado”. Está claro que en Cantabria no se podía permitir semejante grado de incertidumbre educativa. La escuela es un aparcamiento de niños, no una pradera de conocimiento donde se puede trotar en libertad. Por eso el gremio, consciente de su labor, siempre ha tenido entre bastidores un único patrón: Herodes, el liquidador de niños.

En teoría no debería gustarme “La tiza envenenada. Co-educar en tiempos de colapso. Primer manifiesto anti-andragógico” porque soy pedagogo y vivo rodeado de personas que se dedican a la enseñanza. No es agradable saber que eres el peor lacayo del sistema, el domesticador de fieras que mata en los niños sus posibilidades, el ogro que los encadena a unos programas y los machaca a base de exámenes. Pero el autor también se dedica a la educación, luego en el fondo está hablando de algo más profundo que la simple parafernalia escolar. Él sabe que hay una corriente subterránea de pensamiento que no se rinde, que hace una labor de zapa, que socava los cimientos, o al menos los araña, que consigue por momentos que la escuela no parezca un circo. Los que convierten el aro por el que hay que pasar en un hula-hoop.

En Cantabria son muchos los compañeros que en los últimos años han abandonado la barricada ideológica y se han atrincherado en las bibliotecas. Desde allí procuran no indicar el camino sino enseñar a caminar, con el método mejor que existe, que cada cual se fabrique su propio cerebro y cargue con las consecuencias. A fin de cuentas se van a convertir en precariado, sus oficios están todavía por inventar, deben tener mentes resistentes que aguanten firmes en una realidad cada vez más infantil, gregaria y moralmente desequilibrada. Ellos serán la resistencia entre los cascotes.

Hay que agradecer a “La Vorágine-Cultura crítica” su colección de “Textos (in)surgentes” y a Vicente Gutiérrez Escudero su valiosa aportación con “La tiza envenenada”. Me he gastado medio bolígrafo subrayando sus páginas de gasolina. No se me ocurre mejor elogio para un libro. Gracias.

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