Leyendo La tiza envenenada
Leyendo “La tiza
envenenada”, de Vicente Gutiérrez Escudero, he recordado con amargura los
veinte años largos que permanecí encadenado a un pupitre, desde el primer día
en el parvulario, cuando no entendí por qué había que estarse quieto, hasta que
me licenciaron con un título inútil que mide 45x34 centímetros. Desde luego yo
no fui un preso modelo, me domesticaron pero no consiguieron amaestrarme. Quizá
de eso va el libro, de la diferencia entre educar a un humano y adiestrar a una
oveja.
Leo en la página
32 que para sobrevivir a la educación hay que reivindicarse como avería,
imperfección y trastorno, “uno debe afirmar hasta el más mínimo recodo de
anomalía que tenga en su interior”, y pienso en todos los que somos como somos
por simple oposición a lo que pretendían que fuéramos. Los que chupábamos
pasillo por llevar la contraria o hacer preguntas impertinentes. Aprendimos
mucho, pero no lo que ellos esperaban. Entre otras cosas que si fabricas un enemigo
conoces sus mecanismos igual que él conoce los tuyos, y cabe la posibilidad de
que sus métodos no sean beligerantes justo porque los tuyos lo son. Yo empecé a
leer porque leer era subversivo, lo más delincuente que había a mi alcance:
nadie podía controlarme cuando estaba leyendo.
También es
verdad que nací en una dictadura católico-fascista y que mis primeros
educadores estaban completamente chiflados. Algunos eran curas, otros
militares, habían ganado una guerra y consolidar el miedo era su única obsesión.
Estábamos a principios de
los 60, había pan pero ninguna escapatoria. En la Escuela Nacional a las nueve
en punto cantábamos el “Cara al sol” con el brazo levantado mientras el
director, vestido de la Falange, recorría como si fueran barrotes nuestras
piernas desnudas con su vara de mando. Era un sádico de siquiátrico. Una mañana
decidió que hacíamos demasiado ruido en el recreo, lo interrumpió, cerró la
puerta de entrada, nos hizo pasar en fila y nos arreo un buen sopapo a cada
uno. Lo menos éramos 300. Cuando me tocó el turno, y me odió para siempre por agacharme y
esquivarle, observé que tenía la mano incendiada y del tamaño de un guante de
béisbol. Debía de dolerle, pero el muy cabrón sonreía, era un educador
expeditivo y feliz.
Dice Vicente Gutiérrez Escudero
que “puede existir Escuela sin Capitalismo pero el Capitalismo sin Escuela es
insostenible”, y me viene a la cabeza aquel momento ingrato en que un compañero
de facultad se negó a pasarme sus apuntes porque yo ya no era un condiscípulo
suyo sino un competidor que podría arrebatarle en el futuro su puesto de
trabajo. Le faltó decir “al enemigo ni agua”. A partir de ese día dejé de hacer
preguntas y de animar el debate en clase. Seguí la voz del profeta Marley:
“Menuda carrera de ratas. Yo digo que los rastafaris no trabajan para la
C.I.A.”.
No voy a negar que en veinte
años de pupitre hubo profesores humanos y competentes, pero tampoco olvido que
muchos de ellos fueron expulsados, amenazados
o maniatados por la institución, pública o privada. Gente a la que le
pudrieron la iniciativa a base de leyes, como esa Escuela Viva de Santibáñez
que menciona Gutiérrez Escudero al final de su libro, “que sufrió presiones
políticas para que acatase las normas de la Consejería y el proyecto fue
abandonado”. Está claro que en Cantabria no se podía permitir semejante grado
de incertidumbre educativa. La escuela es un aparcamiento de niños, no una
pradera de conocimiento donde se puede trotar en libertad. Por eso el gremio,
consciente de su labor, siempre ha tenido entre bastidores un único patrón:
Herodes, el liquidador de niños.
En teoría no debería gustarme
“La tiza envenenada. Co-educar en tiempos de colapso. Primer manifiesto
anti-andragógico” porque soy pedagogo y vivo rodeado de personas que se dedican
a la enseñanza. No es agradable saber que eres el peor lacayo del sistema, el
domesticador de fieras que mata en los niños sus posibilidades, el ogro que los
encadena a unos programas y los machaca a base de exámenes. Pero el autor
también se dedica a la educación, luego en el fondo está hablando de algo más
profundo que la simple parafernalia escolar. Él sabe que hay una corriente
subterránea de pensamiento que no se rinde, que hace una labor de zapa, que
socava los cimientos, o al menos los araña, que consigue por momentos que la
escuela no parezca un circo. Los que convierten el aro por el que hay que pasar
en un hula-hoop.
En Cantabria son muchos los
compañeros que en los últimos años han abandonado la barricada ideológica y se
han atrincherado en las bibliotecas. Desde allí procuran no indicar el camino
sino enseñar a caminar, con el método mejor que existe, que cada cual se
fabrique su propio cerebro y cargue con las consecuencias. A fin de cuentas se
van a convertir en precariado, sus oficios están todavía por inventar, deben
tener mentes resistentes que aguanten firmes en una realidad cada vez más
infantil, gregaria y moralmente desequilibrada. Ellos serán la resistencia
entre los cascotes.
Hay que agradecer a “La
Vorágine-Cultura crítica” su colección de “Textos (in)surgentes” y a Vicente
Gutiérrez Escudero su valiosa aportación con “La tiza envenenada”. Me he
gastado medio bolígrafo subrayando sus páginas de gasolina. No se me ocurre
mejor elogio para un libro. Gracias.
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