martes, 18 de julio de 2017

SEBASTIÃO Y LA SAL en ELDIARIO.ES Cantabria



Sebastião y la sal



Sebastião Salgado tuvo siete hijas y un hijo al que puso su nombre. Tenía una hacienda en Aimorés, Minas Gerais, Brasil. Para proporcionar una buena educación a su prole cortó los árboles de su propiedad y se centró en el ganado vacuno. A los 15 años el joven Sebastião se marchó a Vitória, capital provincial, a cursar el bachillerato. Por consejo paterno, comenzó a orientar sus estudios hacia la economía. El país vivía en una brutal dictadura, participó en las protestas estudiantiles y en 1969 se fue con su joven esposa Lélia Wanick a París.

Lélia estudiaba arquitectura y un día compró una cámara de fotos. Sebastião se apropió de ella, comenzó a registrarlo todo. Poco después se trasladaron a Londres, él trabajó para la Organización Internacional del Café y lo enviaron a África, donde sufrió un gran impacto humanitario. Sus primeras fotos proceden de Tahova, Níger, que estaba sufriendo la hambruna de la sequía de 1973. Al regresar, el matrimonio decidió que Sebastião se dedicaría por entero a la fotografía, despreciando una prometedora carrera como economista.  En 1974 nació su hijo Juliano.

El primer gran proyecto de Sebastião Salgado fue ‘Otras américas’ (1977-1984). Eran los tiempos de la Teología de la Liberación. Visitó Ecuador, Bolivia, México… y también Brasil, que había abandonado diez años antes y donde acababa de caer la dictadura. Conoció así el nordeste de su país, lugar paupérrimo donde la mortalidad infantil y el movimiento de los Campesinos sin Tierra le sensibilizaron para ofrecernos fotos tan impactantes como la ‘tienda de alquiler de ataúdes’. La tierra devastada y la pobreza comenzaron a ser su tema central. El reportaje de las minas de oro de Sierra Pelada, donde 50.000 hombres trabajan como hormigas, le hizo famoso como fotógrafo de la conciencia social.

Abandonó de nuevo Brasil y se trasladó al Sáhel, para llamar la atención del mundo sobre el reparto global de la riqueza. Etiopía estaba padeciendo una sequía feroz, pero había alimentos para solucionarlo y el gobierno, en vez de distribuirlos, ametrallaba desde los helicópteros a la población que huía hacia Sudán. Cólera, deshidratación, diarrea y muerte. Lo tituló ‘El final del camino’, 1984-86, y en Mali registró las espantosas fotos de ‘las personas con la piel de corteza de árbol’. Sebastião Salgado no era consciente de que todo ese dolor transmitido estaba afectándole.

Entre 1986 y 1991, quiso cambiar de registro y visitó treinta países para hacer un homenaje a los constructores del mundo, la arqueología de la era industrial. ‘Workers’ le llevó entre otros a la URSS, Bangladesh, Sicilia, y terminó en Kuwait, después de la primera guerra del Golfo, cuando Saddam Hussein incendió en su huida los pozos de petróleo. Allí se unió a bomberos de todo el planeta en una noche permanente, rodeado de fuego y explosiones que lo dejaron medio sordo. El Salgado economista y el artista se fusionaron para comprender que el oro negro era el germen del mal. Sus fotos de ‘caballos desnutridos en el paraíso’, encontrados en un vergel árabe cuando ya abandonaba la zona, le “partieron el corazón”.

Su agonía comenzó dos años más tarde y duraría hasta 1999. Fue ‘Exodus’, que registraba los desplazamientos masivos de poblaciones africanas. Europa ya estaba cerrando sus fronteras y en 1994 el avión del presidente de Ruanda fue abatido en Tanzania. Salgado fue uno de los primeros en llegar. La represión contra los tutsis era de un salvajismo nunca visto. Un genocidio atroz. Hizo el camino inverso al de la población que huía y durante 150 kilómetros solo encontró en las cunetas cadáveres destrozados, despedazados a machetazos. Regresó al campamento de refugiados: “El infierno se instaló en la sabana. En pocos días había allí  un millón de personas. El odio es contagioso. Somos un animal terrible, nosotros, los humanos.”

Sin embargo, el ejército asesino de los hutus fue derrotado y entonces fueron ellos los que tuvieron que huir de la venganza de los tutsis. Se retiraron a la región de Goma, en el Congo. Dos millones de personas se hacinaron en un campamento gigantesco y enfermizo. Cada día morían entre 12.000 y 15.000 personas víctimas del cólera. Se las enterraba de mala manera a golpe de excavadora. “Cuando salí de allí mi cuerpo estaba enfermo. Mi alma estaba enferma.” Pero lo peor aún estaba por llegar. Un año más tarde las Naciones Unidas obligaron a los hutus a regresar a Ruanda. Algunos se negaron y 250.000 desaparecieron en la selva. Cuando Salgado fue a fotografiarlos, ya solo quedaban 40.000, famélicos y completamente locos. La guerrilla congoleña se hizo cargo de ellos, los asesinó.

“Ya no creía en nada. No creía en la salvación de la especie humana. No podíamos sobrevivir a tal cosa. No merecíamos vivir más. Nadie merecía vivir.”

Sebastião Salgado estaba destrozado. Decidió no sacar ni una foto más y dejar de ser testigo de la horrible condición humana. Regresó a Brasil para hacerse cargo de la hacienda de su padre. Como si fuera el reflejo de su alma, tenía ante sus ojos 600 hectáreas de tierra yerma, esquilmada. No sabía qué hacer. No quería hacer nada. Tuvo que ser su mujer, Lélia Wanick, que siempre se encargó de sus exposiciones y de mantener unida a la familia, la que propuso una solución insólita, insensata, irrealizable. Regresarían a la infancia de Sebastião, cuando en aquel lugar había un paraíso de plantas y arroyos. Volverían a empezar para recuperar la esperanza.

Así nació el Instituto Terra, un proyecto revolucionario que apostaba por la recuperación de la naturaleza y de la Mata Atlántica. Plantaron 150 especies autóctonas. Al principio se perdía el 60%, luego el 40, hasta que se produjo el milagro. En diez años, ayudados por voluntarios, en ese lugar estéril aplastado por las pezuñas de las vacas trasplantaron 2,5 millones de árboles. Un prodigio. Hoy en día ese sitio tan hermoso ya no es propiedad de la familia Salgado, es un parque nacional que pertenece a todo el mundo. Un ejemplo a seguir.

De este modo, Sebastião Salgado recuperó la fe y volvió sacar fotos. Ya no quería denunciar la barbarie humana sino hacer un homenaje al planeta. El proyecto ‘Génesis’ (2004-2013) pretendía retratar paisajes, animales y gentes que vivían como al principio de los tiempos. Comenzó en las Galápagos, siguiendo los pasos de Darwin, luego se unió a los Nenets que viven con sus renos en Siberia, más tarde a la tribu Zo’e de la Amazonía. Durante buena parte de este viaje le acompañaban su hijo Juliano y el cineasta Wim Wenders, que juntos realizaron ‘La sal de la Tierra’ (2014), el documental sobre la vida y resurrección de Sebastião Salgado que he resumido en este artículo. 

“Si la sal de la tierra se desala, ¿quién la salará?” (Mateo 5:13) Salgado en castellano significa ‘salado’. ‘Génesis’ permanecerá en la Plaza Porticada de Santander hasta el 15 de julio.

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