Sebastião y la sal
Sebastião
Salgado tuvo siete hijas y un hijo al que puso su nombre. Tenía una hacienda en
Aimorés, Minas Gerais, Brasil. Para proporcionar una buena educación a su prole
cortó los árboles de su propiedad y se centró en el ganado vacuno. A los 15
años el joven Sebastião se marchó a Vitória, capital provincial, a cursar el
bachillerato. Por consejo paterno, comenzó a orientar sus estudios hacia la
economía. El país vivía en una brutal dictadura, participó en las protestas
estudiantiles y en 1969 se fue con su joven esposa Lélia Wanick a París.
Lélia estudiaba
arquitectura y un día compró una cámara de fotos. Sebastião se apropió de ella,
comenzó a registrarlo todo. Poco después se trasladaron a Londres, él trabajó para
la Organización Internacional del Café y lo enviaron a África, donde sufrió un
gran impacto humanitario. Sus primeras fotos proceden de Tahova, Níger, que
estaba sufriendo la hambruna de la sequía de 1973. Al regresar, el matrimonio
decidió que Sebastião se dedicaría por entero a la fotografía, despreciando una
prometedora carrera como economista. En
1974 nació su hijo Juliano.
El primer gran
proyecto de Sebastião Salgado fue ‘Otras américas’ (1977-1984). Eran los
tiempos de la Teología de la Liberación. Visitó Ecuador, Bolivia, México… y
también Brasil, que había abandonado diez años antes y donde acababa de caer la
dictadura. Conoció así el nordeste de su país, lugar paupérrimo donde la
mortalidad infantil y el movimiento de los Campesinos sin Tierra le
sensibilizaron para ofrecernos fotos tan impactantes como la ‘tienda de
alquiler de ataúdes’. La tierra devastada y la pobreza comenzaron a ser su tema
central. El reportaje de las minas de oro de Sierra Pelada, donde 50.000
hombres trabajan como hormigas, le hizo famoso como fotógrafo de la conciencia
social.
Abandonó de
nuevo Brasil y se trasladó al Sáhel, para llamar la atención del mundo sobre el
reparto global de la riqueza. Etiopía estaba padeciendo una sequía feroz, pero
había alimentos para solucionarlo y el gobierno, en vez de distribuirlos,
ametrallaba desde los helicópteros a la población que huía hacia Sudán. Cólera,
deshidratación, diarrea y muerte. Lo tituló ‘El final del camino’, 1984-86, y
en Mali registró las espantosas fotos de ‘las personas con la piel de corteza
de árbol’. Sebastião Salgado no era consciente de que todo ese dolor
transmitido estaba afectándole.
Entre 1986 y
1991, quiso cambiar de registro y visitó treinta países para hacer un homenaje
a los constructores del mundo, la arqueología de la era industrial. ‘Workers’
le llevó entre otros a la URSS, Bangladesh, Sicilia, y terminó en Kuwait,
después de la primera guerra del Golfo, cuando Saddam Hussein incendió en su
huida los pozos de petróleo. Allí se unió a bomberos de todo el planeta en una
noche permanente, rodeado de fuego y explosiones que lo dejaron medio sordo. El
Salgado economista y el artista se fusionaron para comprender que el oro negro
era el germen del mal. Sus fotos de ‘caballos desnutridos en el paraíso’, encontrados
en un vergel árabe cuando ya abandonaba la zona, le “partieron el corazón”.
Su agonía
comenzó dos años más tarde y duraría hasta 1999. Fue ‘Exodus’, que registraba
los desplazamientos masivos de poblaciones africanas. Europa ya estaba cerrando
sus fronteras y en 1994 el avión del presidente de Ruanda fue abatido en
Tanzania. Salgado fue uno de los primeros en llegar. La represión contra los
tutsis era de un salvajismo nunca visto. Un genocidio atroz. Hizo el camino
inverso al de la población que huía y durante 150 kilómetros solo encontró en
las cunetas cadáveres destrozados, despedazados a machetazos. Regresó al
campamento de refugiados: “El infierno se instaló en la sabana. En pocos días
había allí un millón de personas. El
odio es contagioso. Somos un animal terrible, nosotros, los humanos.”
Sin embargo, el
ejército asesino de los hutus fue derrotado y entonces fueron ellos los que
tuvieron que huir de la venganza de los tutsis. Se retiraron a la región de
Goma, en el Congo. Dos millones de personas se hacinaron en un campamento
gigantesco y enfermizo. Cada día morían entre 12.000 y 15.000 personas víctimas
del cólera. Se las enterraba de mala manera a golpe de excavadora. “Cuando salí
de allí mi cuerpo estaba enfermo. Mi alma estaba enferma.” Pero lo peor aún
estaba por llegar. Un año más tarde las Naciones Unidas obligaron a los hutus a
regresar a Ruanda. Algunos se negaron y 250.000 desaparecieron en la selva.
Cuando Salgado fue a fotografiarlos, ya solo quedaban 40.000, famélicos y
completamente locos. La guerrilla congoleña se hizo cargo de ellos, los
asesinó.
“Ya no creía en
nada. No creía en la salvación de la especie humana. No podíamos sobrevivir a
tal cosa. No merecíamos vivir más. Nadie merecía vivir.”
Sebastião
Salgado estaba destrozado. Decidió no sacar ni una foto más y dejar de ser
testigo de la horrible condición humana. Regresó a Brasil para hacerse cargo de
la hacienda de su padre. Como si fuera el reflejo de su alma, tenía ante sus
ojos 600 hectáreas de tierra yerma, esquilmada. No sabía qué hacer. No quería
hacer nada. Tuvo que ser su mujer, Lélia Wanick, que siempre se encargó de sus
exposiciones y de mantener unida a la familia, la que propuso una solución
insólita, insensata, irrealizable. Regresarían a la infancia de Sebastião,
cuando en aquel lugar había un paraíso de plantas y arroyos. Volverían a
empezar para recuperar la esperanza.
Así nació el
Instituto Terra, un proyecto revolucionario que apostaba por la recuperación de
la naturaleza y de la Mata Atlántica. Plantaron 150 especies autóctonas. Al
principio se perdía el 60%, luego el 40, hasta que se produjo el milagro. En
diez años, ayudados por voluntarios, en ese lugar estéril aplastado por las
pezuñas de las vacas trasplantaron 2,5 millones de árboles. Un prodigio. Hoy en
día ese sitio tan hermoso ya no es propiedad de la familia Salgado, es un
parque nacional que pertenece a todo el mundo. Un ejemplo a seguir.
De este modo, Sebastião
Salgado recuperó la fe y volvió sacar fotos. Ya no quería denunciar la barbarie
humana sino hacer un homenaje al planeta. El proyecto ‘Génesis’ (2004-2013)
pretendía retratar paisajes, animales y gentes que vivían como al principio de
los tiempos. Comenzó en las Galápagos, siguiendo los pasos de Darwin, luego se
unió a los Nenets que viven con sus renos en Siberia, más tarde a la tribu Zo’e
de la Amazonía. Durante buena parte de este viaje le acompañaban su hijo
Juliano y el cineasta Wim Wenders, que juntos realizaron ‘La sal de la Tierra’
(2014), el documental sobre la vida y resurrección de Sebastião Salgado que he
resumido en este artículo.
“Si la sal de la
tierra se desala, ¿quién la salará?” (Mateo 5:13) Salgado en castellano
significa ‘salado’. ‘Génesis’ permanecerá en la Plaza Porticada de Santander
hasta el 15 de julio.
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