jueves, 26 de diciembre de 2013
sábado, 21 de diciembre de 2013
PASTOR A LA INTEMPERIE-reseña
Presentación de Pastor a la intemperie de Alberto
Muñoz
Casa de Cultura Conde San Diego. Cabezón de la Sal. 20 de
diciembre 2013
Pastor
a la intemperie es un libro complejo, y para hablar de él no tengo más
remedio que retroceder en el tiempo. Hace aproximadamente
dos mil años, en la ciudad griega de Rodas, los escultores Agesandro, Polidoro
y Atenodoro esculpieron en mármol la obra que conocemos como Laocoonte y sus
hijos. En ella se representa al sacerdote Laocoonte, que juró celibato pero
consumó su matrimonio bajo la estatua de Apolo y además tuvo la desfachatez de
avisar a los troyanos de que el Caballo de Troya era una trampa, y por todo ello
dos serpientes marinas enviadas por Poseidón lo mataron a él y a sus hijos. Una
muerte horrorosa, venganza de los dioses, reflejada como nunca antes en una
escultura. Transmite el dolor físico y psíquico con tal precisión que lo hace
real. El historiador Plinio decía que estaba al nivel de todo lo esculpido e
incluso pintado hasta la fecha. Pero desapareció. Muchos siglos. Se pensaba que
era una leyenda. En 1506 reapareció, mutilada. El papa Julio II envió a
Sangallo y a Miguel Ángel a verificar el hallazgo. Se quedaron pasmados. Miguel
Ángel no volvió a ser el mismo. De allí salió el imponente Moisés al que su
creador le preguntaba: ¿Por qué no hablas? Al encontrar Laocoonte y sus
hijos, el arte acababa de recuperar uno de los eslabones perdidos que
dieron fin a la época clásica griega. Antes de esa escultura, de ese grupo
escultórico de tres figuras enlazadas, se representaban figuras serenas,
equilibradas, un arte para ser adorado, temido y como mucho observado, distante.
Pero en esta obra se pedía la presencia de un espectador, alguien que sintiera
la obra, que la viviera. La expresividad de Laocoonte, la perspectiva forzada, sus
músculos casi sombreados, su postura, su pelo, su barba… están en escorzo:
facilitan y exigen una manera de mirar. Por eso los personajes no están
muertos, no han muerto, están muriendo ahora. De este modo, al crear una
secuencia, los escultores fijaron el tiempo, al escoger como recurso un
escorzo, fundieron fondo y forma y, al añadir al espectador, triangularon el
espacio del arte. Desde entonces, Nosotros, que somos tiempo, que tenemos
mirada que interpreta, y que no sabemos hacer nada si no estamos vivos, somos
el principio, el sentido y el objeto del arte. Lo reclamamos como un derecho
natural, y a cambio tenemos que dar explicaciones. De hecho el arte que más se
ha desarrollado en los tiempos modernos es el arte de explicar el arte,
llegando a la obra máxima, la que sólo contiene su explicación.
Por este motivo antes de hablar de Pastor
a la intemperie, de Alberto Muñoz, es necesario situarse en un contexto
artístico amplio. En una dimensión poética no habitual. Por una parte es un
libro de poemas, pero por otra es una propuesta artística. Parece sólo un libro,
pero cuando lo abrimos nos encontramos a la derecha con un poema mecanografiado
y numerado, y a la izquierda el mismo poema, escrito con recortes de periódico
o revista en un collage que ha sido fotografiado. (Se nota la huella humana de
las tijeras, y no hay que descartar que se pinchó con ellas y sangró y se puso
una tirita). Son el mismo poema, pero no son iguales, ni en imagen ni en
contenido. La imagen está claro que es diferente, pero respecto al contenido hay
palabras cambiadas, versos movidos, comas o puntos que desaparecen. Modificaciones,
variaciones. El poema de la derecha, mecanografiado, parece ser una corrección
del poema de la izquierda. Posterior a él. Entre ellos hay distancia, tiempo
real. Y si se admite un antes y un ahora del poema, se da la posibilidad de un
después. El lector puede leer primero el de la derecha y luego retroceder, ahora
como espectador, a la imagen del Cómo lo hizo de la izquierda. Pero
también puede ir al revés y evolucionar en la misma dirección temporal del
poeta. Y a continuación, claro, debe comparar ambas versiones. Haga lo que
haga, avance o retroceda, estará jugando con el reloj que le acaban de regalar,
y, al tener que comparar, escribirá el tercer poema, un poema imprevisible
porque su fundamento es el salto. Si tenemos en cuenta que un poema se suele
presentar congelado en el tiempo, cerrado como una ostra, y que el lector es el
encargado de abrirlo con la fuerza de su razón, en Pastor a la intemperie,
al poder escoger entre varios momentos del mismo poema, en un tiempo flexible,
multiplicamos las posibilidades de acceder al significado, porque en alguna
posición la ostra estará un poco más abierta. Un detalle por parte de Alberto: generosidad
poética, pedagogía práctica. Primero ha creado una secuencia para compartir con
nosotros el proceso de creación del poema; luego nos proporciona un reloj para que
participemos creando un nuevo poema que amplíe el original, y el libro en su
conjunto, el concepto que encierra, triangula nuestra posición como lectores
implicados. Sin nosotros, no existe. Lo mismo que Laocoonte hace dos mil
años y, afortunadamente, lo mismo que antes de ayer. En 1963, el miembro del
grupo de arte conceptual Fluxus, Robert Morris, hizo una escultura que
es en apariencia una caja con sonido. Si te quedas lejos, no te enteras de nada
y te encoges de hombros, pero, si te acercas, puedes escuchar una grabación con
el sonido del serrucho cuando cortaba esa madera concreta, y puedes leer el
título que dice: Caja con el sonido de su propia construcción. Si más tarde te
acercas de nuevo a la escultura, oirás el martillo y quizás unos clavos que se
cayeron al suelo… La postura estética adoptada por Alberto Muñoz en Pastor a
la intemperie comparte este espíritu de la obra de arte conceptual: para
ser Idea Intensa, primero se convierte en Objeto. Un gesto muy valiente, pero a
un precio muy alto, porque significa quemar las naves antes de zarpar. Es
meritorio renunciar a la fijeza, tirar hacia adelante con un verso que no se
para quieto, saber que cuando el lector pase la página puede haber avanzado más
que tú… y tener el temple de controlarlo todo para atraer de nuevo al lector en
cada uno de los poemas… Decía Viktor Shklovski, formalista ruso, “El camino
tortuoso, el camino en que el pie siente las piedras, el camino que vuelve
atrás, ése es el camino del arte.” Pero ya sabemos que hay arte sin riesgo, ni
poesía sin cadáver. Por lo tanto, al entrar en el territorio del significado, lo
que dicen los poemas, nos vamos a encontrar con la fusión, muy bien
soldada, de dos disciplinas artísticas dentro de un discurso sin
contemplaciones. Versos vigorosos, ricos, duros. A fin de cuentas lo que vamos
a presenciar tiene el carácter ritual de un sacrificio humano, un sacrificio mental,
ofrecido paso a paso. Insisto, sin contemplaciones.
En el primer poema, sin ir más
lejos, comienza ya la demolición. No estamos en el exterior, sino en el
interior. Hay un poeta iluminado, a la intemperie del pensamiento. Por propia
voluntad, ha puesto en funcionamiento la mente, y su mente genera ideas que
delimitan su territorio. Es importante el dinamismo. Todo fluye con extremada rapidez.
¿Cómo
puede evitar la verdad
la luz que
descubre la melena del riesgo?
Ahora, manda
la palabra rabia cerca del mar
al lado del
transparente infierno.
Entra fuerte, con exuberancia
vitalista, confiando en el impulso como generador. Y, por si no ha quedado
clara su postura al presentarnos este libro en Este formato, lo grita bien alto
en el segundo poema:
¡Me
repugna perder inestabilidad!
Y en el cuarto:
palabras
que plasman el porqué
de la caída
de un turbulento fantasma
que busca
volver al lugar sin reglas.
Está claro que Alberto
quiere libertad, aunque sabe que es peligroso adoptar una actitud huidiza.
Además es consciente de estar comenzando, como dice, a Explorar el límite
falso del mundo. Menciona el Vértigo, el grito interior, el espejo, el
pecado y, constantemente, el riesgo. Pero la decisión es firme. Si de
verdad se arriesga es por:
la
excitante mutación que se refugia
en tu olfato
cuando madura expuesto
al dolor como
una masa de pan
Se nota que tiene
familiaridad con las palabras. Sabe darles forma, modelarlas. Ha tenido que
rajar mucho periódico para encontrarlas y conoce los vínculos que las unen a
los sentimientos. Incluso se permite bromas como la del poema octavo:
Empieza
con admirable seguridad la división
por afinidad
fructífera del riesgo.
Riesgo y división. En el siguiente
poema, el décimo, las presentaciones se terminan de repente. El desahogo
inicial no debe ir más lejos. Y se produce la primera confrontación seria entre
ambos lados. Alberto, en la izquierda, recortando palabras, escribe en el
noveno poema: El cuerpo prueba el equipaje de la soledad. Sin embargo el
Poeta, a la derecha, escribe: En su cuerpo se clavan las púas de la soledad.
O sea, una maleta de cartón contra una púa que se clava… Pero en realidad esta
dialéctica entre ambos ya lleva varios poemas sucediendo. En el quinto poema, por
ejemplo, Alberto dijo: Deja su obra despellejada, y el otro puso: Y
su obra late despellejada. Imagínate por un momento la obra en carne viva
latiendo… Está claro que Alberto es mucho más blando que el Poeta. Más blando Antes
que Después. El Poeta, que pule y perfecciona, está tirando de él, le pide con
insistencia que se deje de vainas, que se le ve el plumero. Más marcha. Alberto
replica:
Es
dolorosa la esperanza que empuja
hacia el frío
método del triste invento.
Buen corte. El primero del libro. El
poema once comienza con Un ineludible cambio de carácter. Alberto tiene
miedo a la rutina, la autocomplacencia. Después de las presentaciones hay que
entrar en materia. El viaje busca entonces un sentido, y para hacerlo utiliza
la evocación. Los símbolos que le proporciona la realidad: vivida, soñada o
culturalmente adquirida. Acuden entonces
los animales, y la infancia. Comienza una disección para buscar las herencias
de la vida, del pensamiento.
Hay
medusas dentro del espíritu
visionario
que acoge al enemigo.
Mientras
llega la transparencia,
resucita a un
buitre sin plumas,
Y,
más adelante, en el poema 15:
Fulmina la
suerte con sutileza,
explora el
corazón del lobo.
…
soñando el
niño que fui.
Los versos buscan La
brecha del tiempo, la huida hacia la nada para mantener
vulnerable el ser.
(Hasta aquí hemos
hablado de Alberto y de esa otra entidad llamada el Poeta pero, ¿qué pasa
conmigo? Yo soy el otro elemento de esta obra. Leo el poema de la derecha,
luego el de la izquierda, o viceversa, juego a buscar las variaciones, las subrayo,
y me demoro en cada poema un tiempo considerable. Me regodeo. El artefacto
funciona en mí. Facilita el deseo de comprender, incita mi curiosidad y de este
modo acentúa el Sentimiento. Vivo más cada poema. Desde luego, dos disciplinas
artísticas trabajando a la vez en mi favor, es una ventaja.)
Decía por tanto que huimos hacia la
nada para mantener vulnerable el ser. Pero no vamos agobiados, lo hacemos con
alegría. Alberto me da un codazo y dice, guiñando el ojo:
No es fácil
acuchillar a un dinosaurio
Alberto y el Poeta, y
ahora yo, que somos cuadrilla, nos movemos como príncipes del pensamiento en
este paraíso con elefantes, rinocerontes, un cisne negro, y nos sentimos muy
acompañados por esas ideas tan recurrentes. Relaja de tanto pensar. Somos…una
araña/ entregada a una cirugía caligráfica esencial. No sé… Demasiado
bonito para ser cierto. A mí me huele a peligro por todas partes. Me siento
como un tigre que comprende que ha caído en una trampa justo cuando el suelo empieza
a desplomarse. Y en efecto, comienza entonces la caída. En el poema 21:
Un disparo
sensorial surge silencioso
por una
esquina de la inocencia.
Ocurre que, en una distracción,
mientras la soledad buscaba consuelo con el juego de los símbolos, la urgencia
de la poesía, feroz agujero negro, que ya venía avisando al enfrentar a Alberto
y al Poeta, nos ha arrojado al abismo. De golpe, no hay otro modo. Iba
conduciendo yo, poema 27, y lo último que escucho es el grito de Alberto:
¡Ten cuidado
con las cunetas!
Tarde. Siempre es tarde. Y el Abismo
incluye sentir la caída y esperar el batacazo. No es como el Vacío, el Vacío
tiene su gracia, si te pones es de algodón, pero el Abismo está fabricado con
tu miedo, y te agarras y te rasgas y te rompes y al final te haces pedazos. Ineludiblemente.
No es recomendable el puñetero abismo abisal. Caemos, pues, en picado. Dando
manotazos y rompiendo palabras. Expresiones de la caída: Abismo interior,
Irresistible delirio, Senda de la desesperanza, La ciénaga, La herida de la
verdad, Los dientes de la verdad. Sus preguntas:
-¿Cuál es
la trayectoria oculta de la fascinación?
-¿Propicia la
gravedad del pánico
la
remodelación del signo?
Eso, ¿la propicia? Seguimos
cayendo, pasa junto a nosotros el poema 28. Comienza diciendo:
Partitura
de palabras en el año cero.
Hay un disco de un
grupo llamado Pere Ubú, que se titula Datapanik en el año cero. ¿Quiere Alberto
ocultar el pánico? ¿Tanto miedo tiene que se esconde detrás de un disco y mira
por el agujero? ¿Alucino yo, que sobre-interpreto el texto? ¿Importa? Voy a
compartir el porrazo, eso fijo. Y además, según caemos, Alberto está perdiendo
los papeles. No menciono los versos porque le temo a la Yacuza, pero le llama
pesadilla asiática a toda esa poesía… asiática, de libélulas, mucho incienso y
poco intenso, que en retorcido se dice: poca intensidad y mucha INCIENSIDAD.
Menos mal que en este libro hay caña, de tibia de pirata sonando en el cofre
del muerto, y el Poeta entra de nuevo en acción y le apaga los humos a Alberto
y si para él la poesía asiática es un canon, le da la vuelta y es la suya un
canon pasajero. Por faltar. Juegan a eso los dos, a distorsionarse. Yo no
me meto en peleas, que no me gustan, y no olvido que seguimos cayendo. En el
último verso del 28, una mujer camina en el alambre. Tiene cara de llamarse Solo
Palabra. Pasa hacia arriba el poema 29, lento, y Alberto dice:
El viento
sur aviva las lágrimas
y ya nadie
escucha a los caballos.
Qué triste. Oigo
perfectamente el No-escuchar. Un paisaje desolado en el que nada escucha. Llega
el poema 30 y estoy hecho polvo. Me implico demasiado, siento el peso de la
lectura. Menos mal que Alberto se apiada de mí y lo termina diciendo:
El aire
fresco suaviza el descenso
y, por
primera vez, el silencio
detiene el
tiempo.
Le tomo la palabra. Vamos a hacer un
paréntesis. Relajarnos. Meter un anuncio, o protestar. Decir que la Asociación
Gubernamental de Pastores no ha querido patrocinar Pastor a la intemperie y
ya se están arrepintiendo. Como yo de meterme en este libro, salir no va a ser
tan fácil. Acorralado por el verso. Miro el poema de la derecha y el de la
izquierda y apenas hay ya variaciones. No veo por ninguna parte a Alberto, ni
al Poeta, ni a mí. Aquí no ha quedado nadie. Aquí la vida es imposible. Tengo
que pasar de página.
¡Qué
triste desconcierto del corazón!
Dice Alberto en el poema 31. Pero no
levantamos cabeza. Yo, por mi parte, intento expresar ese tercer poema al que
aludía al principio, pero tengo dificultades porque, para hablar de un
poema, empiezo a utilizar sus palabras, sus versos, y me siento mal porque me
quedo corto si no escribo el poema completo, o sea, todos y cada uno de sus
versos. El libro se está cerrando sobre mí.
Camino ahora con los
pies de Alberto, me pongo sus alas negras. Como ya no se puede caer más
abajo del fondo, comienza inevitablemente la elevación. Pero este ascensor es
una chatarra, y el poema 33 insiste en que ascendemos con Los cadáveres de
uno mismo. Presiento que nos acercamos a una despedida. Comienzan a sonar
por la megafonía del ascensor poemas más cortos. Como ajenos a nosotros. Una
nueva condición, un reconocimiento. Alberto y el Poeta, que ahora se hace
llamar Muñoz, están de acuerdo en todo. Se
abren las puertas, hay ecos de una tormenta reciente. Estamos en el territorio
oscuro, en lo más hondo de la mente. Ante nosotros, gigante, la Palabra, como
un diamante negro. Sus bordes tallados iluminan el desconcierto. Alberto Muñoz
ha desaparecido. No me atrevo a seguir y busco ayuda. Saco a Borges del estante
y dice: Estoy solo y no hay nadie en el espejo. Qué majo: Gracias
por rematarlo, Maestro, ¡cuidado con el escalón! Entonces Borges Ciego y yo
caminamos sobre las aguas del Río de la Plata hasta llegar al mar. Seguimos al sol y cuando las olas son el
único horizonte, Borges golpea con su bastón la sal de las aguas. Se eleva
entre la espuma Emily Dickinson y exclama: ¡Ah, el Mar!/Pudiera yo amarrar
–Esta noche-/¡En Ti! Su apelación a la paradoja de lo inestable me devuelve
a Pastor a la intemperie. Buen libro éste, carajo, te hace cosas.
En el poema 35, se aclara el asunto.
Todo esto lo ha montado:
Un falso
pastor en el epicentro del sentido.
En el poema 36, comienzan las explicaciones
del artista. Qué canalla, él lo sabía todo. Ahora nos viene con que El alma
es tan real… Y lo que nos ha hecho, miserable, han sido Martillazos con
ternura… Qué poca vergüenza. Y encima no se le ve el pelo por aquí, se ha
escondido detrás de la palabra pura. Se ha largado, y le ha dejado la palabra a
la Palabra, precisamente. Qué insensatez. ¿No sabe que la Palabra desvela y
quita el sueño? Nosotros ignoramos, pero la Palabra sabe…
Extiendo ahora ante mí los siete
poemas siguientes, como notas musicales. No quiero leerlos de uno en uno. Ahora
soy yo el que tiene prisa. Lo hago, y entonces observo que todo el rato me he
referido a Pastor a la intemperie como un libro, pero yo estoy haciendo
este comentario semanas antes de que exista como objeto real. Leo fotocopias e
imagino que son un libro; pienso que paso la página pero en realidad muevo una
hoja, la cambio de montón en montón, o se cae al suelo. Qué raro es todo. Me
pregunto si sería acertado hablar de Poesía Hipodérmica. Los Siete Poemas que tengo
ante mí, hablan por sí solos, pero una grabación no sería capaz de
registrarlos. Es lo que tiene la poesía cuando, en palabras de Alberto: Traspasa
la frontera del fenómeno. Este tipo de poesía no se debe comentar, sería
como contarle a alguien que el asesino es el mayordomo. Hablar demasiado puede
ser un fraude. Y ya decía Voltaire que no hay mejor modo de aburrir a alguien
que querer contarlo todo.
Vamos a considerar el resto del
libro como algo privado, íntimo. En el poema 39 hay un parto: en la izquierda hay
una niña dispuesta al sacrificio y en la derecha su hijo dispuesto al
sacrificio. Hay que tener pudor, esto es ya teología. Juro por Lou Reed que
los poemas que quedan hasta llegar al 52, son magníficos. Todo el libro lo es.
Su propuesta artística lo logra, con creces. Pero hay que acercarse, como a la
caja de Robert Morris, hay que acercarse a la distancia de la piel. Hay un
poema de Guillermo Balbona, titulado “Y sin embargo”, en cuya estrofa final,
leemos:
Desmayado en
la caricia imposible
el escorzo de
la palabra
busca una
respuesta
que lleve
hasta tu nombre.
Creo que Alberto Muñoz ha conseguido
con Pastor a la intemperie colocar en escorzo todo un libro utilizando
un método interdisciplinar eficiente. Un valor añadido. Para finalizar me
quedaré, en el aspecto poético, con estos versos del poema 50:
No te
abraces al minuto
que la boca
del momento
te devora sin
descanso.
Y, en el aspecto
artístico, contaré aquel muy bueno de Saki: Iba Jesucristo caminando por el mar
de Galilea, de pronto se resbala y se rompe la nuca contra la cresta de una
ola.
miércoles, 18 de diciembre de 2013
PASTOR A LA INTEMPERIE de ALBERTO MUÑOZ-presentación
PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE POEMAS
PASTOR A LA INTEMPERIE de
ALBERTO MUÑOZ
Nº 3 de CANTÁRIDA POESÍA
VIERNES 20 DE DICIEMBRE
a las 19 HORAS
en la CASA DE CULTURA CONDE SAN DIEGO
de CABEZÓN DE LA SAL
Intervienen, junto al autor:
EMILIO CARRERA, editor
FIDEL DE MIER, Poeta
FRANCISCO TABOADA, poeta
con música de
MACUEL CABANIÑAS
PASTOR A LA INTEMPERIE de
ALBERTO MUÑOZ
Nº 3 de CANTÁRIDA POESÍA
VIERNES 20 DE DICIEMBRE
a las 19 HORAS
en la CASA DE CULTURA CONDE SAN DIEGO
de CABEZÓN DE LA SAL
Intervienen, junto al autor:
EMILIO CARRERA, editor
FIDEL DE MIER, Poeta
FRANCISCO TABOADA, poeta
con música de
MACUEL CABANIÑAS
miércoles, 4 de diciembre de 2013
EMPANADILLAS DE BONITO-La cosecha
Llegamos al rellano de la buhardilla. Mi madre me
había pillado jugando en el Puerto Nuevo y echaba humo. Sacó las llaves del
bolso, abrió, entramos, cerró la puerta y me sujetó por el cuello de la
camiseta. Dejé la compra en el suelo. Estaba completamente ida. Me pegó un
tortazo corriente, pero hice teatro y me dejé caer como un muerto sobre cinco kilos de azúcar de
rebajas que reventaron bajo mi peso y se extendieron por todo el recibidor. Me
quedé inmóvil en el suelo, fingiendo que no podía respirar. Mi madre se asustó,
quiso venir en mi ayuda y resbaló sobre el azúcar. Cayó de culo,
aparatosamente, y se rompió la costura de la falda. Desde el suelo, yo la miré
con una larga sonrisa.
—¡Me cago en tu padre...
Crío de mierda. Quítate de mi vista ahora mismo!
Sin
rechistar, me fui a mi cuarto, y la mala leche hizo que me quedara dormido.
Poco después, me despertó el sonido del timbre de la puerta. Había oscurecido y
olía a empanadillas de bonito. Salté de la cama y esperé a que mi madre pasara
junto a mi cuarto y me abriera. En cuanto lo hizo, sin hablarnos, fuimos a
atender la llamada. Mientras mi madre inspeccionaba por la mirilla, yo preparé
mi pose de chico duro, con los puños apretados y cara de perro. Ella abrió de
golpe:
—¡Qué pasa. Quién es. Nando, llévale esa cerveza
a tu padre!
—Ahora voy —dije yo, entre dientes, como teníamos
ensayado.
En el
rellano había un hombre desastrado, cubierto con una gabardina mugrienta y una
gorra con visera. Era un pobre, un mendigo. Su presencia no resultaba violenta
porque después de pulsar el timbre se había alejado de la puerta y la luz de la
escalera lo mostraba con claridad. Pero tenía algo raro.
—Buenas noches —dijo—. Perdonen que…
—¡Sabe usted qué hora es!
El mendigo se encogió ante mi madre.
Humilló la cabeza y desde esa postura nos observó unos instantes. Luego enseñó
las palmas de las manos.
—¿Me podría dar usted un plato de sopa, algo caliente,
lo que sea?
Mi madre le miró con incredulidad. El mendigo
se aproximó a la puerta, se despojó de la gorra que cubría sus cabellos canos y
nos miró con inocencia. Vimos sus ojos galácticos, su piel rosada.
—No soporto la luz del sol —afirmó—. Soy
albino.
—Los albinos sí soportan la luz del sol
—dije yo, porque yo era el listillo.
—No les miento. Nadie me da trabajo y tengo
que pedir limosna de noche.
Dudamos. Pero no podíamos dudar. Mi madre optó
por la retirada.
—De acuerdo, espere un momento. Voy a
preguntar a mi marido. Si tardo mucho, váyase.
Y
cerró la puerta, sin portazo pero con firmeza. Yo salí pitando hacia mi cuarto.
Busqué `albino´ en el diccionario, no entendía algunas cosas pero me hice una
idea aproximada, y por suerte me dieron otra palabra de regalo. Entonces busqué
`fotofobia´ y supe que al mendigo no solo le molestaba la luz sino que además
le hacía daño, característica que compartía con los vampiros.
Salí de mi cuarto con el diccionario
abierto y me crucé con mi madre, que llevaba en la mano un tazón de sopa con
trozos de filete del mediodía.
—Dice la verdad —informé. Ella asintió
con aprobación y una pizca de orgullo. Apenas abrimos la puerta, el mendigo
encendió la luz de la escalera. Mi madre le ofreció una silla y la esquina de
la mesa del recibidor, pero él rechazó la oferta. No quería ensuciarnos la
casa, comería sentado en las escaleras.
Y allí nos quedamos los dos, como
pasmarotes, viendo al mendigo cucharear la sopa. Encendí la luz de la escalera
en tres ocasiones, aunque el hombre no dejó de masticar ni un solo instante.
Para llegar al pulsador, yo tenía que desplazarme a oscuras hasta el centro del
rellano, pero en ningún momento tuve miedo. Sabía que los vampiros no comen
sopa. Mi madre le trajo una manzana grande, por si se quedaba con hambre, y el
mendigo se la metió en el bolsillo de la gabardina. Me entregó el tazón vació.
Luego se despidió con una inclinación de cabeza y un sencillo Gracias.
Cerré la puerta. Mientras mi madre terminaba
de preparar la cena, le hice compañía en la cocina, y comencé a leerle la
definición de fotofobia. Me pidió que me callara. Observé que estaba
restregando sin piedad el tazón de sopa con el estropajo de las sartenes. De
pronto se detuvo, y pude ver cómo lamía la cuchara sucia que había utilizado el
mendigo hasta dejarla inmaculada. Comenzó a llorar. Yo no sabía qué hacer y me
pegué a ella. Me abrazó. Luego intentó borrar con una caricia la marca del
sopapo y, entre sollozos, dijo:
—Dios mío, cuándo volverá tu padre de
la mar.
publicado en Revista Cantárida. Incluido, excepto la ilustración, en
LA COSECHA (Arte Activo Ediciones)
LA COSECHA (Arte Activo Ediciones)
martes, 26 de noviembre de 2013
HACHA PEQUEÑA
Empujo con el hombro la hoja de la
puerta y entro en el estudio. El detector de movimiento siente mi presencia y
comienza a encender las luces, gradualmente, empezando por el círculo de
lámparas siena tostado, luego el círculo naranja, el burdeos, y por último el
gran foco central, que cuelga del vértice de la cúpula sujeto por un cable de
acero. Debajo de él, está la escultura. Cubierta con una sábana. Terminada. A
su alrededor las huellas de una escoba que ha barrido con prisa. Quedan
astillas de madera oscura, serrín pardo y una tirita ensangrentada, rota,
atrapada entre las dos cuñas de haya que equilibran el pedestal. Al lado de la
escultura, un foco ilumina el tocón de las hachas, vacío. A la izquierda hay un
muro largo, una panoplia de hachas, más de cien, sujetas en los soportes,
perfectamente afiladas y en uso. Un hueco. Falta la Marley. Siento una extraña
inquietud, y entonces le busco a él.
Ramón está tirado sobre la franja de papel
de estraza donde coloca en orden los fragmentos de madera sacados a la
escultura. Como un desecho más. Como si la obra se lo hubiera quitado de encima
una vez concluida. Sin embargo, no se encuentra en el lugar correspondiente, al
final de la serie, rebozado con vino y serrín. Está junto al primer trozo de
roble, que aún conserva la forma del árbol, parcialmente abrazado a él, y con
la Marley clavada en uno de los bordes para mantenerlo sujeto. En la otra mano,
una botella de Remi Martin, agotada, le impide escapar a él. Algo ha salido
mal.
—¡Ramón!
A
pesar del grito, Ramón no hace el menor movimiento, pero al pronunciar su
nombre el equipo de música se pone en marcha. Suenan los primeros acordes de Small
axe (hacha pequeña), y Bob Marley canta:
¿Por qué
alardeáis,
jugando a
ser listos sin ser inteligentes?
Trabajáis
la injusticia
para
alimentar vuestra vanidad, sí.
—Va-ni-dad
—balbucea Ramón, y se aferra al mango del hacha. Se abraza al madero.
Si tú eres un árbol grande,
nosotros somos el hacha pequeña,
afilada
para talarlo,
lista
para derribarlo,
oh sí.
Ramón
resopla. Parece encontrar postura y comienza a roncar; agitadamente. Yo retiro
la sábana que cubre la escultura. La primera impresión es de horror. Una imagen
sobrecogedora. Miro hacia otro lado, y contengo la respiración antes de volver
a mirar.
Es...
un ser humano, que ha echado a correr. Ha echado a correr sin saber, o
queriendo ignorar, que su universo de posibilidades está restringido por la
forma del árbol. Se ha sentido preso y se ha revuelto como una fiera. Los pies,
las manos, los hombros, la cadera desbocada... todo se ha proyectado hacia
delante y golpeado contra los límites. Pero el horror no consiste en eso. El
horror está en el intento. En no aceptar la derrota inicial, no acatar la
realidad, lo cual ha transformado a ese hombre en un ser dúctil, moldeable,
cuyas piernas se retuercen y en efecto corren pero girando para alcanzarse por
el otro lado. El resultado es una especie de hombre centrifugado, invertebrado,
con la carne aplastada contra el molde, dando con su cuerpo forma al árbol. Su
prisión. Y perdiendo al hacerlo su propia forma, la posibilidad de una forma. Como
un feto más grande que el útero. Como un pollo intentando eclosionar en un
huevo de acero. Como un aborto monstruoso que se bebe el formol y ocupa todo el
frasco. A este hombre trasfigurado no se le ven por ninguna parte los ojos. Y
Marley dice:
Ningún corazón débil prosperará,
y a quien le
guste el infierno caerá en él,
será quemado en él,
se consumirá
en él,
desaparecerá...
—¡Alto!
El
equipo de música se detiene. Me pitan los oídos. Me pongo en cuclillas y me tapo
las orejas. Al incorporarme, el silencio lo daña todo. Camino por el estudio
para oír mis pasos. Luego, me dirijo corriendo hacia las escaleras y subo a la
galería superior, que rodea la cúpula. Miro en todas direcciones y no hay nada.
Ni casas, ni gente, ni el débil rumor de una ciudad lejana. Sólo una vasta
planicie, calcinada por el sol. Pero sin sol. Regreso al lado de Ramón:
—Al fin estás solo, Ramón. Solo y sin
testigos.
Al escucharme, Ramón se agita, suelta de
pronto el hacha, rueda de lado y el fragmento de madera al que se abrazaba queda
expuesto ante mí. Puedo ver el golpe de la Marley en el borde superior. Sigo el
dibujo de las vetas y encuentro el problema. Había en el interior de la madera
un nudo oculto, lo que un día fue un brote estéril, una rama que no llegó a
crecer. El nudo tenía forma de oreja humana. Observo la escultura y comprendo
que ese primer golpe era la esencia del fracaso. Esa oreja, arrancada antes de
llegar a ser, dejó en la madera una imposibilidad inicial y con ella una
advertencia. Pero la soberbia de Ramón le precipitó a seguir,
indefectiblemente, y la escultura nació muerta.
—Nada sirve de nada, maldito necio.
Siento
lástima por Ramón. Y casi al mismo tiempo un odio voraz hacia él. Me agacho a
su lado y dejo mi melena escarlata colgando sobre su cabeza. Mi pelo se engalana
de pronto con la antracita de sus rizos, y a mis manos le crecen uñas negras de
ébano. Quiero aniquilarlo en este mismo instante. Matarlo por haberme
equivocado al darle aliento. Pero su estúpido cuerpo humano ronca y duerme. Yo
me evaporo hacia su interior y, con desgana, oriento sus sueños.
publicado en Luke
martes, 5 de noviembre de 2013
FIDEL DE MIER en HIKA ATENEO de BILBAO
VIERNES 8 de NOVIEMBRE a las 19,30
en HIKA ATENEO de BILBAO
http://www.hikaateneo.org/es/2013/10/28/fidel-de-mier-liburuaren-aurkezpena/
presentación del libro de poemas
PÁGINAS DEL LIBRO DE LA MELANCOLÍA
de FIDEL DE MIER
editado por CANTÁRIDA POESÍA
Intervienen, junto al autor:
EMILIO CARRERA, editor
FRANCISCO TABOADA, poeta
jueves, 10 de octubre de 2013
TEATRO JUVENIL.El Maestro-prólogo
EL MAESTRO-prólogo
Nada más comenzar El Maestro notamos
en su tono un cierto cansancio, negatividad, y durante el trascurso de la obra
esa sensación se va acrecentando. Como si llegáramos a una realidad consumada,
vista para sentencia. En la primera escena ya sabemos que han matado al Maestro,
que es la tercera noche que pasan los vecinos con las luces de sus casas
encendidas, que duermen de día, que se sienten moralmente acorralados e
incapaces de encontrar una solución. Están rendidos, agotados, y sus
conversaciones tan sobadas que se han convertido en torturas verbales que sólo sirven
para sacar lo peor de cada cual. Ni el conocimiento exacto de los hechos y sus
motivaciones sirve de consuelo. La verdad, una vez más, se presenta aquí como algo
innecesario e indeseado, sus profetas como unos monstruos, y las respuestas
“naturales” como una solución transitoria que elude el castigo sin aportar
elementos que arriesguen por una justicia sana, aunque sea con carácter excepcional.
No hay cohesión grupal, los vecinos no pueden ni se atreven a ser una nueva
Fuenteovejuna, algo demasiado ingenuo para unos tiempos tan complejos. Incluso
el hecho de ser un pueblo juega en su contra. Están indefensos, viven en el
culo del mundo, son los últimos parias de la tierra, los que si progresan
acabarán en el suburbio de una ciudad. Subyace
en la obra, por tanto, una denuncia y un lamento. Hemos contaminado el campo
con nuestra manera de ser despiadada y ahora todos somos urbanitas, impersonales
seres de colmena. Hemos destrozado el último refugio que nos quedaba.
Queramos o no, el campo ya no existe.
Las premisas que lo conformaban se vinieron abajo hace tiempo, y la vida
aislada y autosuficiente es un mero exotismo. El automóvil, la radio, el
teléfono, la televisión, internet, han comunicado a la gente y hoy en día “campo”
es lo que hay entre dos ciudades y “campesino” un individuo al que hay que
expropiar sus tierras para plantarle una autovía. El modo de vida rural ha
cambiado radicalmente. La mecanización, las cuotas impuestas, la vigilancia
estrecha del ganado, los controles de calidad, han entregado el campo a las
grandes marcas y corporaciones, y ahora una huerta sencilla sale más cara por
los necesarios pesticidas que comprar verduras de plástico en el hipermercado.
Los campesinos trabajan en fábricas, en la construcción, de temporeros, y en
nada se diferencian del urbanita salvo en el abandono de su entorno. La
ambición es la misma. Los pueblos se asocian en la actualidad a un
comportamiento tribal, endogámico, con corruptelas, impunidades, primitivismo moral
y necedad conservadora, y no se les augura otro futuro que el turismo selectivo.
Hace tiempo que las tradiciones en ellos depositadas dejaron de ser modelos a
seguir para volverse folklore de fin se semana.
Durante mucho tiempo se ha mantenido que la sociedad rural tenía algo
que enseñar a la urbana, que la huida masiva del campo hacia la ciudad dejaba
algo atrás, algo que una vez perdido ya no se recupera, y que regresar al campo
es volver a un mundo más auténtico y primordial. Pura nostalgia, romanticismo
de chimenea. El campo ya es pasado, nuestro pasado, y al pasado nunca se
regresa. Se evoluciona desde él, para bien o para mal. En consecuencia, los
personajes de El Maestro somos nosotros, disfrazados de campesinos en
vías de extinción. Y su fatalismo es espejo de nuestro pensamiento débil y
claudicante.
Después de lo dicho, cualquiera
podría pensar que es perversamente nihilista escribir una obra de teatro como El
Maestro, en estos tiempos en que la Esperanza es una deidad, y además dirigirla
en concreto a los jóvenes, teniendo en cuenta que es una edad en la que
fácilmente se los puede conducir al desconcierto, pero la realidad es desoladora
y cualquier revulsivo que incite a la reflexión y active el mecanismo de
respuesta razonada resulta de utilidad. Tenemos que pensar más, y mejor. Hay
urgencia en esta propuesta, tanta como hay en la sociedad actual por remover
los cimientos y generar un cambio substancial, el principio de algo nuevo para
todos. En realidad, El Maestro persigue que los actores le cambien el
final, que se atrevan a hacerlo, que la conviertan en un objeto de desguace. Y
que también lo haga el espectador, pero sin caer en la trampa de los
personajes, la trampa de nuestra sociedad, que es cambiar los hechos para
ajustarlos a nuestras necesidades, cuando no a nuestros caprichos. Para
lograrlo, el lenguaje de la obra es crudo, los personajes hablan sin tapujos, se
lo dicen todo a la cara, no hay intimidad y todos los secretos han sido
desvelados. Han cruzado el límite. Hay un muerto, y la muerte es siempre
concluyente. La muerte nos desnuda a todos. Es inapelable. Ni las explicaciones
ni las disculpas han resucitado nunca a nadie. El Maestro funciona como
un velatorio, te deja sin fuerzas y lo único que deseas es enterrar al muerto y
seguir con tu vida. Pero matar imposibilita ese proceso, nada vuelve a ser
igual. O no debería. Aunque la culpa es otro sentimiento que pertenece al
pasado, a la religión que ya casi nadie practica y es asociada a la esclavitud
de pensamiento. Hay en la obra un deliberado esquematismo cuyo objeto es
delimitar los altos muros del callejón sin salida. Es duro aceptar que uno es
la víctima y que vivir es lo único que ha hecho para merecerlo. Pero es lo que
hay.
Libro electrónico:
miércoles, 25 de septiembre de 2013
BAJO CUSTODIA
Al amanecer un camión cisterna saca
brillo a la carretera. Vicente abre los ojos. Anoche dejó abierta la ventana
porque la capacidad de la habitación era insuficiente para contenerlo y ahora lo
lamenta. Se levanta de la cama y cierra la ventana. El mundo pierde el volumen.
Baja la persiana y desaparece la imagen.
—Todavía no es miércoles —dice
Vicente—, a partir de hoy voy a decidir cuando comienzan y cuando acaban los
días.
Regresa a la cama. Intenta recuperar
el sueño pero le resulta imposible relajar los músculos. Su cuerpo se va
activando sin su permiso. Como se resiste, la vejiga le obliga a levantarse e
ir al baño.
—Un día de estos, voy a implantar un
mecanismo mental que me permita controlar la orina. Yo decidiré cuándo y dónde
mear.
Levanta la tapa, orina, y mira los
dibujos de la cortina de la ducha.
—Esta cortina es horrible, solo con
pensar en ducharme ahí adentro y que mi cuerpo se quede impregnado con esos dibujos...
Su voz sale del cuarto de baño,
rebota por la habitación y regresa inmaculada a sus oídos. Vicente está solo.
Si habla en alto es por obligación. Estar siempre acompañado es una norma
social y el que rehúye la compañía es castigado por la ley. Vicente está bajo
vigilancia para ver si se adapta a la realidad y encuentra compañía por sí
solo. Si no la encuentra, volverá al psiquiátrico, o deberá pedir que le
asignen un acompañante. Vicente cree que esta vez tendrá suerte, su psiquiatra
le ha inyectado suficientes medicamentos para que buscar compañía sea algo más
que un deseo. El único problema reside en controlar los nervios, los temblores.
La gente nota que lo suyo es químico, los grupos no lo aceptan, y las demás
personas solitarias a las que se acerca no tienen buena disposición. Nadie
prohíbe a los solos juntarse, pero la ciencia ya ha advertido que un individuo
que ha buscado una vez en su vida la soledad volverá a hacerlo y, salvo que se junte
con una persona gregaria, tendrá muy pocas posibilidades de no recaer. El Consejo
Médico considera que un solitario debe buscar alguien sólido cuyos lazos con el
grupo lo sometan a la disciplina de la compañía, de forma que aunque sienta el
impulso de abandonarse a la soledad siempre haya un familiar o un amigo cerca.
La soledad es una enfermedad, dice la norma, y el paradigma de lo correcto es estar
vinculado a los otros, que nuestros pensamientos más íntimos surjan de nuestras
bocas con naturalidad ante ellos. Que sean compartidos, entregados con
generosidad a los que nos acompañan. Los solos son egoístas y la sociedad debe
cuidarse de ellos. A los reincidentes se los enclaustra para que comprueben
hasta qué punto es dolorosa la soledad. Nadie que ha probado una celda de
aislamiento acolchada hasta el techo vuelve jamás a rehuir la compañía. Vicente
lleva tres años de visitas intermitentes a una de esas celda Allí ha aprendido
a volver a hablar en voz alta. Muy alta. Pero no consigue llevar el alma al
descubierto.
Vicente se viste y sale de su piso.
—Pues sí que es cierto que ha salido
una mañana preciosa –dice, por si alguien le escucha, para dar la sensación de
que continúa una conversación que puede ser retomada en cualquier momento. Para
que todos piensen que sus segmentos de soledad son tan breves que no merece la
pena guardar silencio.
Un
hombre sube por la escalera. Se miran temerosos.
—Voy a tomarme un café con leche y unos bollos
–dice Vicente, y el hombre se apresura a contestarle.
—Yo
he hecho lo mismo hace unos instantes y estaban deliciosos. Francamente, cada
día hacen mejores bollos, y uno se levanta contento de la cama pensando que en
alguna pastelería le está esperando esa alegría...
—Y
esas tazas humeantes –dice Vicente, y ambos se detiene uno frente a otro para
cumplir el protocolo, para que nadie esté solo ni cuando va de camino.
—Yo
adoro el café —dice el hombre.
—Y
toda mi familia –dice Vicente.
—Es
curioso que haya familias cafeteras y otras que no lo son.
—Cosas
de la libertad de elección.
—Somos
afortunados por vivir en una democracia.
—¿Verdad que es maravilloso?
Durante
unos segundos, ambos guardan silencio. Hay angustia en sus miradas.
—Será
mejor que nos separemos, esto es peligroso —dice Vicente.
El
hombre asiente con la cabeza y se separan. Pero siguen hablando a gritos para
que nadie sospeche.
—¡Las
dos últimas canastas fueron ilegales! –dice Vicente.
—Discrepo
con usted –dice el hombre—, pero podemos quedar para ver el vídeo.
—Gracias
por invitarme, lo pensaré –dice Vicente, y mira por el hueco de la escalera. No
se ve a nadie. Por si acaso, pone el piloto automático, y deja que su boca disimule
mientras su pensamiento queda a resguardo.
—Por
supuesto, claro, es evidente… Y algunas de las cosas que se pueden decir sobre
ese particular... No es sin embargo cierto... Yo mismo pienso que... ¿Usted
cree...?
Vicente procura acelerar el paso. Llega al
portal. Sus fórmulas verbales quedan flotando en la escalera. Sale a la calle y
respira aliviado. Ahora solo tiene que mover los labios y todos pensarán que no
es un solitario. Que es un gregario que va de transito.
publicado en Revista Cantárida
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