Al amanecer un camión cisterna saca
brillo a la carretera. Vicente abre los ojos. Anoche dejó abierta la ventana
porque la capacidad de la habitación era insuficiente para contenerlo y ahora lo
lamenta. Se levanta de la cama y cierra la ventana. El mundo pierde el volumen.
Baja la persiana y desaparece la imagen.
—Todavía no es miércoles —dice
Vicente—, a partir de hoy voy a decidir cuando comienzan y cuando acaban los
días.
Regresa a la cama. Intenta recuperar
el sueño pero le resulta imposible relajar los músculos. Su cuerpo se va
activando sin su permiso. Como se resiste, la vejiga le obliga a levantarse e
ir al baño.
—Un día de estos, voy a implantar un
mecanismo mental que me permita controlar la orina. Yo decidiré cuándo y dónde
mear.
Levanta la tapa, orina, y mira los
dibujos de la cortina de la ducha.
—Esta cortina es horrible, solo con
pensar en ducharme ahí adentro y que mi cuerpo se quede impregnado con esos dibujos...
Su voz sale del cuarto de baño,
rebota por la habitación y regresa inmaculada a sus oídos. Vicente está solo.
Si habla en alto es por obligación. Estar siempre acompañado es una norma
social y el que rehúye la compañía es castigado por la ley. Vicente está bajo
vigilancia para ver si se adapta a la realidad y encuentra compañía por sí
solo. Si no la encuentra, volverá al psiquiátrico, o deberá pedir que le
asignen un acompañante. Vicente cree que esta vez tendrá suerte, su psiquiatra
le ha inyectado suficientes medicamentos para que buscar compañía sea algo más
que un deseo. El único problema reside en controlar los nervios, los temblores.
La gente nota que lo suyo es químico, los grupos no lo aceptan, y las demás
personas solitarias a las que se acerca no tienen buena disposición. Nadie
prohíbe a los solos juntarse, pero la ciencia ya ha advertido que un individuo
que ha buscado una vez en su vida la soledad volverá a hacerlo y, salvo que se junte
con una persona gregaria, tendrá muy pocas posibilidades de no recaer. El Consejo
Médico considera que un solitario debe buscar alguien sólido cuyos lazos con el
grupo lo sometan a la disciplina de la compañía, de forma que aunque sienta el
impulso de abandonarse a la soledad siempre haya un familiar o un amigo cerca.
La soledad es una enfermedad, dice la norma, y el paradigma de lo correcto es estar
vinculado a los otros, que nuestros pensamientos más íntimos surjan de nuestras
bocas con naturalidad ante ellos. Que sean compartidos, entregados con
generosidad a los que nos acompañan. Los solos son egoístas y la sociedad debe
cuidarse de ellos. A los reincidentes se los enclaustra para que comprueben
hasta qué punto es dolorosa la soledad. Nadie que ha probado una celda de
aislamiento acolchada hasta el techo vuelve jamás a rehuir la compañía. Vicente
lleva tres años de visitas intermitentes a una de esas celda Allí ha aprendido
a volver a hablar en voz alta. Muy alta. Pero no consigue llevar el alma al
descubierto.
Vicente se viste y sale de su piso.
—Pues sí que es cierto que ha salido
una mañana preciosa –dice, por si alguien le escucha, para dar la sensación de
que continúa una conversación que puede ser retomada en cualquier momento. Para
que todos piensen que sus segmentos de soledad son tan breves que no merece la
pena guardar silencio.
Un
hombre sube por la escalera. Se miran temerosos.
—Voy a tomarme un café con leche y unos bollos
–dice Vicente, y el hombre se apresura a contestarle.
—Yo
he hecho lo mismo hace unos instantes y estaban deliciosos. Francamente, cada
día hacen mejores bollos, y uno se levanta contento de la cama pensando que en
alguna pastelería le está esperando esa alegría...
—Y
esas tazas humeantes –dice Vicente, y ambos se detiene uno frente a otro para
cumplir el protocolo, para que nadie esté solo ni cuando va de camino.
—Yo
adoro el café —dice el hombre.
—Y
toda mi familia –dice Vicente.
—Es
curioso que haya familias cafeteras y otras que no lo son.
—Cosas
de la libertad de elección.
—Somos
afortunados por vivir en una democracia.
—¿Verdad que es maravilloso?
Durante
unos segundos, ambos guardan silencio. Hay angustia en sus miradas.
—Será
mejor que nos separemos, esto es peligroso —dice Vicente.
El
hombre asiente con la cabeza y se separan. Pero siguen hablando a gritos para
que nadie sospeche.
—¡Las
dos últimas canastas fueron ilegales! –dice Vicente.
—Discrepo
con usted –dice el hombre—, pero podemos quedar para ver el vídeo.
—Gracias
por invitarme, lo pensaré –dice Vicente, y mira por el hueco de la escalera. No
se ve a nadie. Por si acaso, pone el piloto automático, y deja que su boca disimule
mientras su pensamiento queda a resguardo.
—Por
supuesto, claro, es evidente… Y algunas de las cosas que se pueden decir sobre
ese particular... No es sin embargo cierto... Yo mismo pienso que... ¿Usted
cree...?
Vicente procura acelerar el paso. Llega al
portal. Sus fórmulas verbales quedan flotando en la escalera. Sale a la calle y
respira aliviado. Ahora solo tiene que mover los labios y todos pensarán que no
es un solitario. Que es un gregario que va de transito.
publicado en Revista Cantárida
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