Hoy
hace tres semanas que me extirparon el riñón derecho. Estoy contento porque
anoche pude dormir sobre la herida de veinte centímetros que ha sido el eje de
mi sensibilidad durante todo este tiempo. Al principio, después de la
anestesia, la herida gritaba tanto que las enfermeras la obligaban a callarse
con litros de calmante líquido que me entraba directamente por la yugular.
Tenía también un drenaje saliendo de mi tripa, una sonda que me metieron por el
agujero del pito hasta la vejiga y una vía de acceso periférico en el brazo
izquierdo; toda una infraestructura que me mantenía inmóvil, oscilando entre el
dolor y el aturdimiento. ¿Y yo? ¿Dónde estaba yo mientras tanto?
Pequeñito, muy pequeñito,
estuve agazapado veintiún días en el oído izquierdo, junto a la salida, sujeto
a los pelillos y muerto de frío y de miedo. Desde allí he visto a las
enfermeras diligentes haciéndome las curas, lavándome con una esponja tibia,
cambiando el suero, las bolsas de antibióticos, tomándome la temperatura y la
tensión. He sido un enfermo muy silencioso. Hablaba poco porque el hablar lo
tenía en automático, función agradecimiento: supongo que les di las gracias
hasta por hacerme daño. Sus amables cuidados me proporcionaron el calor y la
confianza que necesitaba para regresar a la vida.
Hoy al levantarme he
comprobado que el hombre pequeñito ya ocupa todo el cuerpo. Lo sé porque sólo
noto la herida cuando estornudo o me río a carcajadas. La cabeza ha recuperado
al fin el gobierno y desde hace horas ordena los recuerdos. De esta primera
operación de riñón quedará, sobre todo, la imagen de una enfermera guapa, luminosa,
vista desde el refugio para el dolor que ahora tengo instalado en el oído
izquierdo.
de Silencios que me conciernen
0 comentarios:
Publicar un comentario