Los Reyes Magos de mi tía Lola
llegaban siempre tarde. Ella padecía de un tipo de reúma que en invierno
atenaza las articulaciones y convierte la sangre en plomo. Recorrer un
kilómetro escaso le llevaba horas, pero se negaba a que nosotros fuéramos a
recoger los regalos. Los Reyes de mi casa me traían cuadernos, libros mitad
texto mitad dibujo, unas zapatillas de cuadros y un bolígrafo largo con
abrecartas. Mi tía era la portadora de la espada.
Cuando al fin llegaba,
cerca del mediodía, yo le servía media copita de Aníbal, gran quinado, y ponía
ojos de falsa sorpresa ante su regalo. Luego le daba una sarta de abrazos,
besos y achuchones, desenfundaba la espada y salía de casa dando gritos.
Cruzaba delante de mis amigos, que jugaban con sus mecanos, sus coches
dirigidos por cable, los bota-bota con muelle para matarse y los patines de ruedas
metálicas. Les decía que iba a jugar con mis primos de San Ignacio.
A medio camino, en los
zarzales de Sarriko, le quitaba a la espada su ridícula punta de ventosa de
goma roja. Con un arma semejante no podía tener enemigos reales y el juego
consistía en avanzar por la maleza haciendo una masacre vegetal. Como un
conquistador en mitad del Amazonas. Más o menos a la hora de comer, la selva
terminaba frente al muro de la Clínica 18 de Julio. Entonces yo preparaba mi
única estocada, tiraba a matar y la espada de plástico se partía por la mitad.
de Silencios que me conciernen
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