jueves, 5 de septiembre de 2013

LA ESPADA


Los Reyes Magos de mi tía Lola llegaban siempre tarde. Ella padecía de un tipo de reúma que en invierno atenaza las articulaciones y convierte la sangre en plomo. Recorrer un kilómetro escaso le llevaba horas, pero se negaba a que nosotros fuéramos a recoger los regalos. Los Reyes de mi casa me traían cuadernos, libros mitad texto mitad dibujo, unas zapatillas de cuadros y un bolígrafo largo con abrecartas. Mi tía era la portadora de la espada.
            Cuando al fin llegaba, cerca del mediodía, yo le servía media copita de Aníbal, gran quinado, y ponía ojos de falsa sorpresa ante su regalo. Luego le daba una sarta de abrazos, besos y achuchones, desenfundaba la espada y salía de casa dando gritos. Cruzaba delante de mis amigos, que jugaban con sus mecanos, sus coches dirigidos por cable, los bota-bota con muelle para matarse y los patines de ruedas metálicas. Les decía que iba a jugar con mis primos de San Ignacio.
            A medio camino, en los zarzales de Sarriko, le quitaba a la espada su ridícula punta de ventosa de goma roja. Con un arma semejante no podía tener enemigos reales y el juego consistía en avanzar por la maleza haciendo una masacre vegetal. Como un conquistador en mitad del Amazonas. Más o menos a la hora de comer, la selva terminaba frente al muro de la Clínica 18 de Julio. Entonces yo preparaba mi única estocada, tiraba a matar y la espada de plástico se partía por la mitad.
 
                                                         de Silencios que me conciernen
 

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