Una mano asoma
entre los escombros. Los dedos sienten el aire fresco, se estiran, se agitan, y
tantean alrededor hasta detenerse en el hocico de un perro. La mano retrocede
asustada. Se escucha un silbato poderoso. Luego, voces urgentes que corren en
esa dirección.
El
equipo de rescate rodea a la mano. Un bombero le habla como si fuera una oreja
sorda y le pregunta a gritos por el estado del cuerpo. La mano se cierra en un
puño rabioso y golpea el suelo. Alguien pregunta: podemos hacer algo, qué
podemos hacer. La mano se abre, con resignación, y pide un bolígrafo. Un
policía le entrega un rotulador, y pone debajo un cuaderno de notas.
La
mano escribe una serie de números, separados por espacios en blanco, con varias
letras intercaladas. A continuación, una flecha y otra serie de números. El
grupo, cada vez más numeroso, duda de la cordura de la mano y hace un silencio
incómodo. Entonces el guía del perro comenta que se trata de cuentas bancarias.
Que la última voluntad del moribundo es una transferencia. Todos miran al
policía.
El
policía toma las riendas de la situación. Le pide a la mano su nombre y su
número de identidad, y la mano los escribe. Luego ordena a los presentes que no
se muevan de allí, en calidad de testigos, y deja la escena en suspenso. Camina
ligero hasta su coche, habla por la radio, informa, espera, y más tarde escucha
con atención las recomendaciones del abogado de su comisaría: saca de la
guantera una carpeta, escoge un impreso con el borde negro, y un tampón de
tinta, también negra. De regreso, pide a los testigos que firmen de su puño y
letra haber presenciado cómo aquella mano, cuyas huellas dactilares procede a
tomar ahora, ha manifestado su deseo de hacer aquella transferencia bancaria.
Enseña a los presentes, uno a uno, el papel con
los números de cuenta escritos por la mano, y todos asienten con la
cabeza. Aunque sólo se necesitan dos testigos, se forma una cola de veinte
personas.
Es difícil
presenciar esta escena sin echarse a llorar. Casi todos lo hacen, unos mientras esperan, otros al estampar su firma,
o al marcharse cabizbajos de la zona. Yo me contengo por oficio, para seguir
escribiendo, y me digo que la muerte forma parte de la vida, vana paradoja que
no consuela a nadie.
Cuando firma
el último testigo, hay en este lugar demasiada muerte y huele a soledad. El
perro de salvamento está nervioso, tira con fuerza en otra dirección. El guía
lleva un rato sujetándolo, para no faltar al respeto. Se ponen en marcha. El
equipo de rescate se aleja veloz, sin dar voces.
El policía se
queda hablando con la mano, que una vez cumplido su deber comienza a rendirse. Le
gustaría tocarla, estrecharla, pero no se atreve; en cambio le dice que tenga
valor, que tenga coraje, que tenga fe, templanza
hasta el final, amigo mío.
El policía y
la mano pasan juntos minutos dolorosos. Las palabras son apenas un sonido que
acompaña. Voz humana.
Con gran
esfuerzo, la mano pide de nuevo el cuaderno. Escribe el nombre de su mujer y, a
continuación, letra a letra, temblando, el de sus cinco hijos, pero no llega a
completar el último, tal vez Cristina, que se queda en Crist, como una invocación,
una plegaria.
La
mano ya no tiene fuerzas para sostener el rotulador y lo deja caer al suelo.
El policía lo
recoge. Luego masculla un lamento, y estrecha con firmeza la mano.
Se despiden
con un apretón.
El policía se
aleja unos pasos y guarda silencio.
Un instante
después, la mano tiembla, cae de lado, y queda abierta hacia el cielo, como un
cuenco pidiendo lluvia.