martes, 24 de junio de 2014

PRESAGIOS


            Notaba el paso de los años por la obediencia de sus gestos. Los días habían pulido  sus aristas hasta domesticarlo y acoplarlo a la realidad. Cada movimiento cuadraba consigo mismo como el fondo y la forma en un poema perfecto. Se rascaba una ceja, se ajustaba el cinturón, se peinaba los rizos del pelo con los dedos, se sentaba en el sillón y estiraba las piernas, y todo parecía exacto a como debía ser. ¿Puedo rascarme mejor una ceja? ¿Existe un modo más correcto de ajustarse el cinturón? ¿Hay algún peine que supere a los dedos para el pelo rizado? ¿Quién sería capaz de sentarse en mi sillón y estirar mis piernas  como lo hago yo? Estaba orgulloso de sí mismo. Convencido de que cualquier otro en su lugar lo hubiera hecho muchísimo peor.

            No era una persona fácil, lo había tenido muy duro. De niño había sufrido acoso de los adultos por negarse a evolucionar. No veía ventaja alguna en abandonar la infancia alucinante, las explicaciones mágicas, las aventuras oceánicas en la bañera, la intimidad con tus juguetes, la certeza de que si saltas al vacío te crecen alas… Y, sobre todas las cosas, su enfrentamiento surgía de una pregunta constante y atenazadora: ¿por qué tengo que ser yo mismo? Su madre se desesperaba cuando le veía cambiarse la cuchara de mano aun sabiendo que con la otra derramaría la sopa, sólo porque odiaba las repeticiones, los afianzamientos. Si tenía que escoger entre moras silvestres negras, rojas o verdes, pocas veces escogía las negras, por evidentes, o las verdes, por insuficientes, siempre eran las rojas, dada su indeterminación, su estar a medio camino pero siempre en un punto diferente y sorpresivo. Po eso no abandonó la infancia hasta que lo hizo su cuerpo, hasta que creció lo suficiente para que el suelo quedara allá abajo, demasiado lejos para dejarse caer en él, y sin posibilidades de goma que te permitan rebotar. Un acatamiento por supervivencia física. Pero su pensamiento permaneció a resguardo, agazapado, sin renunciar en absoluto a todo lo que había descubierto por no rendirse voluntariamente. Le ganaron porque eran más y más grandes, no porque tuvieran la razón. Como todo niño que se precie, juró que jamás se convertiría en un adulto. Fuera lo que fuera, no quería Llegar a Ser.

            Pero el destino ineludible de ser él mismo, no se eludía eludiéndolo sin más; aunque la pubertad y la juventud son el gerundio por excelencia, el reino de Hacer. No le quedó otra alternativa biológica que ponerse en movimiento. Fueron los años de la iniciación al sexo, el alcohol, las drogas, los coches, los accidentes, las resacas, los arrepentimientos, y la certeza de estar echando su vida a perder. Exceso de sensaciones. Desbordamiento. En esa edad piensas tanto que no piensas nada, sólo gastas ropa y procuras darle a la selección natural una oportunidad para aniquilarte. Si sobrevives, no has ganado tú, dejas a tu espalda tu cadáver. En teoría, es el Paraíso para alguien que no quiere ser él mismo. Para él, fue una oportunidad de no definirse. Y lo hizo a conciencia. Podemos localizar el fin de su juventud una tarde de agosto, en la penumbra, desnudo ante el espejo, con un rayo de sol escaneando su cuerpo: los brazos extendidos, las manos abiertas, los hombros encogidos,  preguntando: ¿Y tú quién eres?

            Fue algo parecido a la Felicidad. Logró entrar en la adultez desconociéndose por completo a sí mismo. Algo elevado, trascendente. Tan joven y ya había llegado a la meta. Por desgracia, la realidad está aquí para jodernos la vida, y un día fue a renovar el carnet de conducir, se sacó las fotos de rigor y no se parecía a sí mismo. El fotógrafo tardó una eternidad en encontrar su retrato, y lo hizo por pura eliminación, descartando el cincuenta por cien de mujeres, luego los rubios, los de nariz prominente, orejas de soplillo o labios abultados. Él era normal, corriente, anodino, sin nada que lo diferenciara del común denominador de rasgos físicos de la zona. Aceptaron que era él por la ropa, ni un primo lejano se le parecería menos. Repitieron las fotos, con idéntico resultado. Al llegar a casa, extendió sobre la cama todos sus documentos y, siendo suyos, parecían falsificados. Como la colección de carnets de un espía tonto que no cambia de nombre. Entonces comenzó el drama. Los presagios. El miedo cerval a la disolución. A la inexistencia. La enajenación.

            De ese modo, al borde de la pérdida, asumió que tenía que ser él mismo. Comenzar a definirse, a identificarse. Y a repetir y a repetir cada gesto reconocido como propio hasta conseguir un individuo sólido. Bien pensado, la vida es más cómoda replicando lo que sabes que funciona, aunque falte el riesgo, y el doble beneficio que con frecuencia emana de un error, pero eso son cosas de críos, se decía… Hablaba solo, con frecuencia, desde que había madurado. Ya se estaba haciendo viejo. Su mirada era opaca. Uno de sus ojos estaba triste, como aburrido; el otro desdeñoso. Porque hay en el equilibrio, como en la sabiduría, algo de muerte y rendición.
                                                                          publicado en Revista Cantárida
 

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