Notaba el paso de los años por la
obediencia de sus gestos. Los días habían pulido sus aristas hasta domesticarlo y acoplarlo a
la realidad. Cada movimiento cuadraba consigo mismo como el fondo y la forma en
un poema perfecto. Se rascaba una ceja, se ajustaba el cinturón, se peinaba los
rizos del pelo con los dedos, se sentaba en el sillón y estiraba las piernas, y
todo parecía exacto a como debía ser. ¿Puedo rascarme mejor una ceja? ¿Existe
un modo más correcto de ajustarse el cinturón? ¿Hay algún peine que supere a
los dedos para el pelo rizado? ¿Quién sería capaz de sentarse en mi sillón y
estirar mis piernas como lo hago yo? Estaba
orgulloso de sí mismo. Convencido de que cualquier otro en su lugar lo hubiera
hecho muchísimo peor.
No era una persona fácil, lo había
tenido muy duro. De niño había sufrido acoso de los adultos por negarse a
evolucionar. No veía ventaja alguna en abandonar la infancia alucinante, las
explicaciones mágicas, las aventuras oceánicas en la bañera, la intimidad con
tus juguetes, la certeza de que si saltas al vacío te crecen alas… Y, sobre
todas las cosas, su enfrentamiento surgía de una pregunta constante y
atenazadora: ¿por qué tengo que ser yo mismo? Su madre se desesperaba cuando le
veía cambiarse la cuchara de mano aun sabiendo que con la otra derramaría la
sopa, sólo porque odiaba las repeticiones, los afianzamientos. Si tenía que
escoger entre moras silvestres negras, rojas o verdes, pocas veces escogía las
negras, por evidentes, o las verdes, por insuficientes, siempre eran las rojas,
dada su indeterminación, su estar a medio camino pero siempre en un punto
diferente y sorpresivo. Po eso no abandonó la infancia hasta que lo hizo su
cuerpo, hasta que creció lo suficiente para que el suelo quedara allá abajo, demasiado
lejos para dejarse caer en él, y sin posibilidades de goma que te permitan
rebotar. Un acatamiento por supervivencia física. Pero su pensamiento
permaneció a resguardo, agazapado, sin renunciar en absoluto a todo lo que
había descubierto por no rendirse voluntariamente. Le ganaron porque eran más y
más grandes, no porque tuvieran la razón. Como todo niño que se precie, juró que
jamás se convertiría en un adulto. Fuera lo que fuera, no quería Llegar a Ser.
Pero el destino ineludible de ser él
mismo, no se eludía eludiéndolo sin más; aunque la pubertad y la juventud son
el gerundio por excelencia, el reino de Hacer. No le quedó otra alternativa
biológica que ponerse en movimiento. Fueron los años de la iniciación al sexo,
el alcohol, las drogas, los coches, los accidentes, las resacas, los
arrepentimientos, y la certeza de estar echando su vida a perder. Exceso de
sensaciones. Desbordamiento. En esa edad piensas tanto que no piensas nada, sólo
gastas ropa y procuras darle a la selección natural una oportunidad para
aniquilarte. Si sobrevives, no has ganado tú, dejas a tu espalda tu cadáver. En
teoría, es el Paraíso para alguien que no quiere ser él mismo. Para él, fue una
oportunidad de no definirse. Y lo hizo a conciencia. Podemos localizar el fin
de su juventud una tarde de agosto, en la penumbra, desnudo ante el espejo, con
un rayo de sol escaneando su cuerpo: los brazos extendidos, las manos abiertas,
los hombros encogidos, preguntando: ¿Y
tú quién eres?
Fue algo parecido a la Felicidad. Logró
entrar en la adultez desconociéndose por completo a sí mismo. Algo elevado,
trascendente. Tan joven y ya había llegado a la meta. Por desgracia, la realidad
está aquí para jodernos la vida, y un día fue a renovar el carnet de conducir,
se sacó las fotos de rigor y no se parecía a sí mismo. El fotógrafo tardó una
eternidad en encontrar su retrato, y lo hizo por pura eliminación,
descartando el cincuenta por cien de mujeres, luego los rubios, los de nariz
prominente, orejas de soplillo o labios abultados. Él era normal, corriente,
anodino, sin nada que lo diferenciara del común denominador de rasgos físicos de
la zona. Aceptaron que era él por la ropa, ni un primo lejano se le parecería
menos. Repitieron las fotos, con idéntico resultado. Al llegar a casa, extendió
sobre la cama todos sus documentos y, siendo suyos, parecían falsificados. Como
la colección de carnets de un espía tonto que no cambia de nombre. Entonces
comenzó el drama. Los presagios. El miedo cerval a la disolución. A la
inexistencia. La enajenación.
De ese modo, al borde de la pérdida,
asumió que tenía que ser él mismo. Comenzar a definirse, a identificarse. Y a
repetir y a repetir cada gesto reconocido como propio hasta conseguir un
individuo sólido. Bien pensado, la vida es más cómoda replicando lo que
sabes que funciona, aunque falte el riesgo, y el doble beneficio que con
frecuencia emana de un error, pero eso son cosas de críos, se decía… Hablaba
solo, con frecuencia, desde que había madurado. Ya se estaba haciendo viejo. Su
mirada era opaca. Uno de sus ojos estaba triste, como aburrido; el otro
desdeñoso. Porque hay en el equilibrio, como en la sabiduría, algo de muerte y
rendición.
publicado en Revista Cantárida
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