martes, 20 de enero de 2015

700 ESCALONES


   
         Soy deportista teórico y por mis pecados sarcásticos fui en peregrinación al Faro del Caballo. Mi intrépida compañera, La Tour, que durante el verano intentaba convertirme al senderismo, preocupada por mi hipertensión rampante y por mis veinte kilos de sobrepeso, quería culminar las habituales caminatas playeras de olas tranquilas con un desafío, un mito costero: 700 escalones descendiendo en suicidio desde lo alto del acantilado hasta el borde del mar. Peligroso, casi imprudente, decía la publicidad. Para valientes, remataba.

            Salimos de Santoña a las diez y cuarto, por el camino más corto. El día era perfecto: sol, nubes decorativas, brisa agradable y atmósfera cristalina que permitía unas vistas panorámicas en 3D. Ni una pantalla de plasma te lo saca tan guapo. Como primera medida para no estropear tanta belleza, guardé el paquete de tabaco en la mochila de La Tour, que ya lamentaba haber emprendido aquella aventura con tan solo 33 centilitros de agua, una botellita de nada. El camino de cabras ascendía por el borde del acantilado con amabilidad, entre higueras, laureles, pajarillos, insectos varios y excursionistas que nos adelantaban y saludaban con un Hola.  Le hice saber a La Tour que su cálculo de dos horas y pico no era exacto, o que sólo se podía aplicar a aquellos montañeros bruñidos, pero no a nosotros, que somos de nivel del mar, pero una chica en bikini y un tipo con chancletas nos pasaron veloces por la derecha y tuve que renunciar a mi argumentación. El problema era de fondo, a La Tour y a mí nos costaba subir porque estamos quemados de tabaco y de sillón. Mucho libro y mucha tele pero en el exterior somos como selenitas acostumbrados a una gravedad más benévola.

            La Tour intentó compensar nuestras deficiencias demorando la marcha. Sacó la cámara de fotos y comenzó a dispararle a todo lo existente: bichos a la izquierda, un acantilado vertiginoso a la derecha, y allí abajo, diminutos, los barcos de pesca, los veleros pijos, la lancha de los turistas que pasaba tronando con su música excesiva, y al fondo la infinita playa de Laredo y el horizonte cada ver más curvado… Sacar fotos nos permitía descansar pero aminoraba tanto el ritmo, había tantos descansos confortables, que los tábanos me tomaron por su almuerzo. En el primer mirador maté cuatro de los veinte que tenía mordiéndome las piernas. Sudo a chorros, para los insectos debo ser como una golosina salada, sólo moviéndonos más rápido evitaría morir rascándome, así que aligeramos. En una hora y media habíamos subidos doscientos cincuenta metros, nos habían adelantado un centenar largo de personas, y yo no había fumado ni un solo cigarrillo, cuando lo normal serían cuatro o cinco.

            Las escaleras del Faro del Caballo surgen de repente, en una curva del camino. Es como entrar en una cueva pero sin techo, algo raro. Primero hay un tramo de unos veinte escalones, suaves, que te hunden en la roca. A continuación giras noventa grados y frenas en seco. Sientes vértigo, miedo, acojone explícito. Ves un número incalculable de escalones cayendo en picado hacia el abismo y te lo piensas un rato.  Te anima una barandilla de cable de acero y que bajan chiquillos y supones que sus padres no serán tan insensatos de poner su vida en peligro, o sí, nunca se sabe, te dices, pero no has llegado hasta allí para no bajar, así que bajas. He sido piloto de parapente, no deberían darme miedo las alturas, pero eso era antes de usar gafas progresivas y echar esta tripa cervecera y el escocés y la nicotina… La Tour bajaba delante, yo iba detrás. Los escalones eran altos y los que subían parecían trastornados por el esfuerzo. Malos presagios.

            Cuando llegamos al Faro de Caballo, que es poquita cosa, parece de juguete, La Tour y yo comprendimos el error logístico. Todo el mundo llevaba agua de repuesto, avituallamiento, una manzana, un bocata, una bebida isotónica, pero nosotros habíamos salido como el que va de birras. Miramos el mar, hicimos las fotos de rigor, me fumé un cigarrito para el mono y, sin pensarlo más, comenzamos la ascensión. Qué palo. Me paré en el escalón número diecisiete. La Tour en el veinticinco. Nos miramos como dos que acaban de llegar a urgencias y se temen lo peor. Acordamos detenernos cada diez escalones. Al llegar al doscientos, teníamos problemas cardiopulmonares. Tampoco a los demás escaladores les iba de cine, algunos optaban por gatear, otros se agarraban al cable de acero como Tarzán a su liana, y todos llevaban el gesto congestionado y al límite. A mitad de camino La Tour y yo nos sentamos junto a una señora al borde de las lágrimas. Mi marido vendrá a rescatarme, decía, pero su marido iba cien escalones más arriba y el amor no supera ciertas pruebas. Pero no había escapatoria. Sólo por eso subimos los 700 escalones. Y no lo cuento más en detalle porque me da vergüenza. Lo mismo que el regreso a Santoña. Cinco horas en total. Hechos polvo.

            Espero que alguien lea estas líneas y que no se le ocurra ir al Faro del Caballo. Lo único que averiguas es que la vida sana no merece la pena, que es mejor la barra del bar y la cerveza fría. Y que este mundo se está llenando de gente que no fuma, no bebe, come vegetales, llegará a los cien años y acabará con las reservas del planeta. Qué asco.

 
publicado en Revista Cantárida
 

sábado, 10 de enero de 2015

MÓDULOS PREFABRICADOS en Espacio Luke


  
          —Te voy a explicar la teoría del martillo. Un buen martillo, de los de toda la vida, con mango de madera y pata de cabra, sirve para clavar clavos y para sacarlos. Cuando sacas un clavo, primero lo sujetas entre las uñas de la pata de cabra, después apoyas en la tabla la parte maciza y, por último, haces fuerza en el extremo del mango y arrancas el clavo. Sencillo, verdad, una simple palanca. En teoría debe funcionar siempre. Pero en la práctica sólo funciona si el martillo es nuevo, el clavo pequeño y la madera blanda y delgada. En caso contrario hay muchas posibilidades de romper el mango. Lo cierto es que la mayoría de los mangos se rompen así. Pues bien, para que eso no ocurra, los profesionales sacan los clavos inclinando el martillo hacia un lado y con la mano a media altura en el mango. De esa forma tienen que hacer más fuerza y desprecian en parte las leyes de la palanca, pero salvan el martillo. ¿Lo entiendes? Las teorías sólo son fórmulas. La realidad está llena de martillos con el mango de madera.

             —¿Me estás diciendo que las paredes modulares no funcionan en el mundo real? No fastidies, Gerardo, América está llena de paredes de ese tipo...

            —Cierto, pero ellos tienen una tradición de construir casas de madera, y la madera les llevó a los paneles y los paneles a los módulos prefabricados. Pero hay que tener en cuenta que mientras esto sucedía tuvieron tiempo para crear una mano de obra especializada.

            —O sea, el factor humano, el mango de madera...

            —No, no acabas de entenderlo. El trabajador es la parte dura, el hierro, el hierro que golpea o saca el clavo. El mango de madera, lo que se rompe, es la realidad, este país, aquí, ahora. Si lo piensas bien, tú puedes vender módulos prefabricados y adiestrar gente que los monte, el paro está lleno, te saldría barato, pero lo que no puedes hacer es ir en contra de la tradición. Aquí se construye con piedra, ladrillo, y últimamente con bloque aglomerado... avanzamos a nuestro ritmo, seguimos nuestra propia trayectoria. Si una pared se agrieta, silbamos por la ventana y viene alguien y la repara, o si es preciso la tira y la vuelve a levantar. Y no hace falta que sea la misma persona que hizo la pared, ése puede estar muerto, quizás venga su hijo o su nieto o un albañil asentado en la zona. Eso es la tradición.

             —Una tradición un tanto chapucera que se opone al progreso...

            —¡A su progreso! No confundas su progreso con nuestras necesidades. Nosotros llevamos aquí miles de años, y ellos allí sólo cientos. Un gran territorio todavía a medio poblar, gente llegando de todas partes, el mismo espíritu y la prisa que en la época de los pioneros. Sólo que ahora aquellos pioneros son como los bisontes y los indios, y serán exterminados por la nueva hornada de conquistadores. El mundo latino, el relevo. Se van a quedar hasta sin idioma, que tampoco es suyo, que es prestado.

            —Entonces, resumiendo, según tu experiencia de constructor, no debo invertir en módulos prefabricados.

            —Ni un euro. No, señor. Olvida el tema, deja de imaginarte camiones que traen la casa dividida en galletas y la montan en una semana y tú recoges beneficios. La teoría funciona pero en la práctica... Pregúntate para qué necesitamos correr tanto. En este país las casas aguantan en pie siglos, pasan de una generación a otra, y no nace gente suficiente para que tengamos que hacerles una vivienda en media hora.

            —O sea, me arruinaría mientras los paneles se incorporan a nuestra tradición.

            —Por fin lo entiendes... Ojo, también podrías ganar mucho dinero. Pero yo te aconsejaría que dejaras ese riesgo para otros.

            —Entonces, ¿en qué invierto? Porque cada vez que hablo contigo me destrozas los esquemas...

            —En seguros. Están en alza, y mucho. Piensa que la gente está más acojonada que nunca y según las estadísticas lo que más les aterra es pensar en un futuro sin techo. Es fácil de comprender, mira la rueda, tú mira la rueda. Éramos esclavos, deseábamos la libertad, tuvimos la libertad, nos dieron trabajo, sudamos, llegamos al bienestar social, y ahora que estamos en crisis nos van a cobrar, y muy caro, nuestro miedo a perder los privilegios. Hazme caso, invierte en seguros porque ellos están en vanguardia, minimizan riesgos y capitalizan la incertidumbre, algo que hasta hace cuatro días sólo la religión sabía hacer… Cambiando de tema, ¿tú crees que ese tipo encaja con este sitio?

            —¿Quién, el peludo? Ya me había fijado en él, llama bastante la atención.

            —No me gusta, es desagradable. Incita.

            —Cómo que incita. ¿A qué?

            —Al mal gusto. Parece desaseado, troglodita, agresivo...

            —Por Dios, Gerardo, sólo es una característica física. Ese hombre lo único que tiene es mucho pelo por todo el cuerpo.

            —Apariencia, y ya sabes lo que son las apariencias. Detrás se esconde la brutalidad, la tortilla de patatas grasienta, el mal uso de las instalaciones, y de ahí a pensar en mi hija, sola, desamparada y frágil... No me importaría pagar un plus  y así evitarme la presencia de esa bestia.

            —Genial. Y a partir de mañana que para entrar en el club nos hagan a todos la prueba del ADN. No sea que parezcamos blancos y tengamos el corazón más negro que Machín.

            —Es una posibilidad. Cuestión de buen gusto.

            —¡Buen gusto! El buen gusto es la última dictadura.

            —Entonces... recapitulemos.

            —¡Qué!

            —Cuándo yo he cambiado bruscamente de tema y te he mencionado al hombre peludo, ¿qué es lo primero que has dicho tú?

            —Que te jodan...

            —No seas pardillo, Agustín. Céntrate.

            —¡Qué he dicho, a ver!

             —Que te habías fijado en él. Y yo he utilizado ese detalle para montar un discurso que te ha hecho reaccionar. ¿Lo coges? Esa es otra gran inversión, hacer reaccionar a la gente.

            —O sea, invertir en cinismo. O en odio, directamente.

            —Por ahí va la cosa. El odio es como el oro, siempre se revaloriza, es un valor seguro. Y la mejor cortina de humo para hacer buenos negocios.

 
publicado en Espacio Luke