Todavía soy joven, pero mi tiempo ya ha
pasado. Como todo el mundo, desde que existe el género humano, yo dispuse de
una parcela propia que abarcaba el espacio comprendido entre la generación
precedente y la posterior. Era consciente de lo limitado que estaba por mis cualidades
personales y por ese estrecho margen que se me concedía. Lo viví con
intensidad, me rebelé contra lo anterior, soñé con grandes mejoras e hice lo
posible por forjar los cimientos de un mundo acorde a lo soñado. Como durante
este proceso me vi obligado a analizar en detalle a los que habían intentado
algo semejante antes que yo, tampoco me llevé una gran decepción al ir
comprobando que la realidad era más poderosa que mis ideales y, al igual mis
coetáneos, poco a poco acepté el hecho de que debía pasar el testigo para que
los siguientes cargaran con su propio intento.
Ahora ya hay una, casi dos generaciones
detrás de mí. Las opiniones que se escuchan son las suyas. Las historias a las
que se les presta atención son las suyas. Y todo lo que yo pienso, el fruto de
todas mis reflexiones carece de interés porque hay estudiosos que han
desentrañado el significado de mi tiempo,
y han explicado no sólo qué es lo que yo pienso sino cómo, por qué e incluso en
qué circunstancias surge cada tipo de pensamiento que me ronda la cabeza.
Aunque mis neuronas se esfuercen al límite del derretimiento toda idea nueva
que logro crear está pasada, caducada y superada.
Realizo una actividad rutinaria, como lo son
todas cuando se repiten durante años, y gracias al fruto de ese trabajo logro
sobrevivir. Pero los años no pasan el balde, cada vez me canso más y necesito
más tiempo para recuperar las energías. No me puedo permitir el lujo de
consumir frívolamente mis fuerzas, ya que dejaría de rendir en el trabajo, y
tal y como va el mundo eso es más propio de estúpidos que de aventureros. En
cualquier caso, dedico el tiempo libre a realizar una actividad creativa,
artística, algo que completa mi existencia. Dicen que así se puede lograr la
trascendencia que rompe la cerca de mi parcela de tiempo. Pero tampoco puedo
decir que lo intente con mucho ahínco, a nivel profesional, ya que a mi edad,
dada la feroz competencia, lo más que conseguiría sería hacer el ridículo ante personas
más preparadas que yo, que comenzaron antes y teniendo las ideas más claras. Hago
esculturas de alabastro, pero son muy malas. Me queda, eso sí, el consuelo de
mis amigos.
Nos reunimos a menudo, hablamos, compartimos
experiencias y, para no variar, nuestros temas son los propios de la gente de
nuestra edad. Nos gustan las buenas lecturas, el buen cine, la buena música, la
buena mesa, y el análisis del mundo desde una perspectiva de amabilidad,
madurez y suprema tolerancia. Cualquier salida de tono es considerada infantil
y poco realista, en el mejor de los casos, en el peor peligrosa para la salud
mental, lo cual es de muy mal gusto, y provoca desavenencias, alejamientos y
salidas por la tangente. Nuestro círculo es estable y también se renueva
aunque, obviamente, toda persona que entra en el círculo lo hace por afinidad,
con lo que todo cambia pero sigue igual. Por suerte, la edad nos ha
proporcionado un talante mínimamente filosófico, conocemos teorías que
sustentan nuestra forma de pensar, y esos justificantes nos permiten caminar
con la cabeza alta. O al menos no tan humillada.
Ahora que Hernando ha muerto, que acabamos
de enterrarlo y los amigos estamos esparcidos entre las tumbas fumando un
cigarro, el que todavía puede, y aspirando el humo nostálgico los que tuvimos
que dejarlo, surge la duda metafísica de adónde ir a tomar algo. Un bar, una
tasca, picar cualquier cosa. No despedirnos sin más y dar una vida por
concluida con un puñado de tierra, no quedarnos a solas con nuestros vacios
respectivos porque, como no creemos en nada, nuestro miedo es puro y sin
expiación. Cada cual debe velar por su insignificancia, deprimirse hasta el
hueso, pero no hoy. A Hernando le quedaban dos años para la jubilación y
estamos afectados. Alguien lo menciona, y uno por uno decimos los años que nos
quedan para jubilarnos. Yo soy el más joven, pero tengo la misma pinta de
acabado que los demás. Propongo ir a la ciudad, a un japonés, no quiero morirme
sin probar el sushi. Todos aceptan. Es absurdo.
publicado en Revista Cantárida