Un ángel de beicon se posa sobre mis zapatillas azul celeste. Sus alas de
lonchas veteadas salpican gotas de grasa minúsculas que brillan un instante y
desaparecen. Me da la espalda, con los brazos en jarras. Tiene el cabello de
fino cuero blanco y los pies con cascos de potrillo. No me muevo. Ni pestañeo. Miro
de reojo a la cámara que me está grabando e imagino la cara de capullo que
tendrá el médico que toma notas detrás del monitor. Otra vez se han pasado con
la medicación. Miserables.
—Hay que tener cuidado con las alucinaciones, abundan por estos lares…
El enfermero Marcos es tan ocurrente que dan ganas de crucificarlo en una
torre de alta tensión. Sin preguntarme si deseo compañía, aparca a mi lado a
una señora. No la conozco. Sus ojos y su boca me sonríen. Lleva el pelo blanco
cortado a lo Joan Báez. Me recuerda a mi profesora de griego, una feminista
declarada que comenzaba sus clases escribiendo en la pizarra un poema de Safo,
uno nuevo cada día.
—Parecemos geranios al sol… —su voz es firme, pero acogedora—. También
pasajeros que esperan su vuelo… definitivo.
—O nobles patricios que se dedican a
no hacer nada —añado, con sequedad. Luego le sonrío a medio labio y observo que
su silla de ruedas es una Splendor 12, con almohadillas antiescaras
incorporadas en asiento y respaldo. Se rumorea que la residencia va a pasar de
pública a privada por el método guarro de extender los privilegios. Son como
alimañas, recortan de todos lados para llenarse los bolsillos, pero nunca es
suficiente. Si además vives mucho tiempo, como yo, te odian. Y te investigan
para fijar patrones que eviten que otros duren tanto… Miro a la mujer con
recelo. Ella lo nota y entorna los ojos.
—Tranquilo. No soy una infiltrada,
soy del Trasvase.
Cierro los puños. Vigilo por encima
de su hombro y ella por encima del mío. Cualquier gesto o contraseña nos
delataría. Nos miramos con los ojos muy abiertos. Dejamos que la transparencia fluya entre
nosotros hasta que las miradas adquieran confianza. Pasado un minuto, le alargo
mi mano.
—Rubén.
—Estela.
—Bienvenida. Os estábamos esperando,
eres la primera. Al final, cómo acabó aquello…
—Mal. Muy mal. Dos años sin el
pantano y no ganaban para antidepresivos. Las familias que pudieron se llevaron
a los suyos, a casa o a la privada. Los demás nos quedamos allí, mirando a una
barranca donde antes había un lago. El primer mes, perdimos a cinco mujeres de
más de noventa años. Pura tristeza… Y así mes tras mes, cada vez más jóvenes,
hasta que reaccionamos. Hubo una petición unánime de traslado. Se negaron.
Entonces organizamos la Resistencia, nos hicimos fuertes en la cocina, nos
redujeron a jeringuillazos. A mí me han tenido dormida casi una semana, no sé
dónde. Luego me trajeron aquí.
—La cárcel de viejos. Felicidades. Esto es tan ultramoderno que da grima.
Es abrumador, sobre todo al principio. Aquí no hay nada que tenga más de dos
años. El centro cuenta con un beneficiario, potentado de la construcción, y
renuevan hasta los pomos de las puertas de un día para otro. Lo que no se vende por extravagante y pasado
de rosca, termina en nuestros salones. ¿Has visto las lámparas del pasillo de
entrada?
—He gritado al verlas.
Sobrecogedoras.
—Así se vengan de nosotros. De
nuestra rebeldía. No hay nada a que afianzarse…
—Y además muchas pastillas.
—Ejercen sobre nosotros un control químico absoluto…—me aproximo a ella y
le hablo entre paréntesis: (—… pero tenemos antídotos. Apoyo químico del exterior.)
—Los nietos.
—Los nietos… Sólo ellos impiden que acabemos siendo unos zombis.
Estela y yo cerramos los ojos. Cada uno piensa en su legado. Hijos y
nietos que no se han arrodillado jamás. Resistentes de raza.
—Si tenéis alguna acción inmediata, contad conmigo.
—Te veo rígida. No tienes mucha movilidad…
—Todavía puedo sujetar una espumadera con los dientes. Pero lo mío es la
intendencia. Les puedo robar cualquier cosa delante de sus narices.
—Perfecto. Andamos escasos de algunos suministros y solma… red… mesta…
La cara de Estela se divide en dos pedazos, luego en cuatro y se pliega
sobre sí misma. Me sube un colocón tremendo de la última pastilla. ¡Miserables!
—Me fas a disculpar, Eftela. El enemigo ataca… desde el interior. Hasta
el cambio de turno… no llega el antídoto…
La cara de Estela se materializa de nuevo. Asiente con la cabeza,
comprende. Hace calor. Y frío. Escucho un suave aletear cerca de mi hombro
derecho. El ángel de beicon extiende sus alas entre nosotros. Algo me dice,
pero no le entiendo.
Publicado en
Revista Cantárida
Foto Paula
Arranz
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