domingo, 27 de diciembre de 2015

RENGLONES TORCIDOS en Revista Cantárida




            Raquel siempre le había estado agradecida a su marido por el buen trato que le daba, por el cariño que desplegaba en todo momento hacia sus hijas y por la ternura con la que había sabido empapar su vida en común. No era su matrimonio, sin embargo, una relación apasionada, muy al contrario. Se habían casado para mitigar un futuro lleno de presagios de soledad después de sendas rupturas amorosas en las que ambos habían sido rechazados por sus respectivas parejas. De natural pusilánimes, se les había despreciado por su falta de iniciativa y empuje ante la vida. Los dos eran la parte sumisa de su pareja, y los cuatro se conocían desde niños. El novio de ella y la novia de él habían ligado sus orgullos dejándolos a ellos de lado y embarcándose en una relación tempestuosa que en breve tiempo terminaría en un divorcio con muy malas palabras de por medio. Ellos, forzados por la costumbre de ir los cuatro juntos a todas partes, como siempre habían hecho las dos parejas, se encontraron un día solos, al siguiente abrazados, al otro comprometidos, casados, encamados, y en el plazo previsto criando una descendencia. Habían tenidos dos niñas de cuerpo y mente suaves como el terciopelo. Cuando iban de la mano por la calle parecían el troquel de la Familia feliz.
Sin embargo, ninguno de los dos había superado el hecho de ser para la otra persona un sustituto del amor perdido. Cuando ocurrió lo del divorcio, cada uno por su lado, sin que el otro lo supiera, hizo de paño de lágrimas de los recién separados. Raquel, por piedad, se acostó con su ex novio, que en esta ocasión era la parte rechazada, pero siempre se arrepintió de hacerlo porque aquel sujeto era un infame, un mezquino que se merecía todo lo que le ocurriese. Ni tan siquiera tuvo la decencia, aunque sólo fuera por cumplir, de pedirle que dejara a su marido y regresara con él. Por supuesto, no hubiera aceptado, pero le habría gustado decir que no. Jacinto, por el contrario, no había querido acostarse con la pécora libidinosa de su ex novia, que ahora, después de haberse comportado siempre como una estrecha que capitalizaba cada polvo, le encontraba el atractivo morboso del hombre casado y feliz cuyo matrimonio le encantaría echar a pique. Le llamó zorra a la cara y después se fue a apagar el calentón con su mujer.
            Cinco años más tarde, Raquel se enamoró perdidamente de un compañero de trabajo de Jacinto. Era un hombre guapo, esbelto, enigmático y muy culto. Estaba dotado de una facilidad de palabra que subyugaba, y tenía tal magia a la hora de escoger calificativos para los objetos y sentimientos que su discurso envolvía y a la vez provocaba una suerte de alucinación. Una noche lo invitaron a cenar a su casa: los entretuvo, les hizo reír a carcajadas, les contó un cuento precioso a las niñas y, cuando éstas se durmieron, con la intimidad propiciada por un licor de cerezas, les manifestó que tenía envidia de su familia y del evidente amor que ambos se profesaban. Ellos se sintieron bastante avergonzados, porque no creían amarse, y les pesaba que su mentira hubiera alcanzado tal grado de perfección que a los ojos de los demás pareciera una verdad incuestionable. Aquella noche, a oscuras en la cama, Raquel lloró en el hombro de su marido. Jacinto también lloró, pero después de que ella se durmiera.
Durante casi seis meses, Raquel no pudo apartar de su pensamiento al compañero de su marido. Vivía con un apasionamiento que la delataba por completo, aunque no podía evitarlo. Veía a aquel hombre cada vez que acostaba a las niñas, cada vez que bebía una copa de licor de cerezas; llegó a verlo incluso en la espuma del lavavajillas, que le recordaba sus rubios y ensortijados cabellos. Pero donde más lo veía era en el cuerpo de su marido, cuando por iniciativa propia hacían el amor, con una frecuencia inusitada, alarmante. Su marido aceptaba la influencia de ese hombre, y amaba a Raquel imaginando que era él, dejándose invadir por la presencia de ánimo que tendría su compañero de trabajo en una situación similar. Practicaban así una suerte de adulterio consentido que hubiera vuelto loco hasta al más avispado de los abogados matrimonialistas. Amor en cuerpo ajeno.
Sin embargo, en contra de lo que pensaba Raquel, Jacinto adjudicó este apasionamiento de ella a que su compañero la había convencido hasta tal punto de que ellos se querían que había acabado creyéndolo. Fuera cierto o no, Jacinto, por vez primera, se enamoró de ella. Por su parte, Raquel, que nunca había considerado que su marido pudiera resultar un vehículo tan eficaz a la hora de amar en él, y a través de él, a otras personas, terminó olvidando al otro hombre. De este modo, su amor floreció como por ensalmo, y si bien a la hora de practicar el sexo terminaron por no poder precisar con quien lo estaban haciendo, infundieron a su matrimonio el toque justo de fantasía y enigma que precisaba para dar un empuje a sus apocados caracteres, convirtiéndose en una pareja sólida, de hombre y mujer maduros encaminados hacia una digna vejez.
Fue el caso más peculiar que he llevado ante los tribunales. Los implicados me contaron por separado lo que acabo de relatar y luego solicitaron el divorcio. Sus hijas ya estaban casadas, tenían nietos, rondaban los setenta años. Estaban de acuerdo en todo, los trámites fueron sencillos, salvo por el tema del domicilio. Seguirían viviendo juntos, no pensaban separarse ni locos: se amaban hasta la raíz. Lo hacían por romanticismo, porque tenían ganas de conquistarse.

publicado en Revista Cantárida




sábado, 19 de diciembre de 2015

TANGOMÁN de Kepa Murua en DLibros, Torrelavega


Esta tarde, en DLibros, Torrelavega, con Adolfo, Kepa, Javier, y los amigos que quieran acercarse a la librería.

martes, 8 de diciembre de 2015

SALIR DE LA CUEVA en El Mundo-Cantabria

Salir de la cueva


Con frecuencia subestimamos la lengua que nos sirve para comunicarnos porque la consideramos como propia, sin tener en cuenta que ya existía mucho antes de nacer nosotros y  por lo tanto contiene en su interior el esquema moral de nuestros antepasados. Por eso seguimos llamando maricón al débil de carácter, nenaza al pacifista, o puta a la mujer que se resiste al acoso machista. Si además tenemos un arrebato emocional, echamos mano de  las frases hechas y de los refranes, con fama de contener una sabiduría popular que no suele ser más que el acatamiento servil de las injusticias de la vida. De hecho, el refranero de un pueblo es el compendio de sus miserias.
Pero la lengua pertenece a la comunidad y la bondad o maldad de las cosas la determina el tiempo presente.  Un caballero de antaño puede ser un baboso de ahora, una madraza sería una controladora o castradora, y un hombre culto: un pedante. Nada bueno permanece, la maldad es más longeva, y los jueces se aburren intentando armonizar lo ancestral con lo nuevo a base de condenas ejemplarizantes. Dentro de poco habrá más gente en la cárcel por maltrato a sus semejantes que por tráfico de drogas. Y en muchos casos será maltrato verbal. Recordemos al actor de la popular serie Anatomía de Grey que perdió los papeles frente a un compañero de reparto, le llamó maricón por ser homosexual, le denunciaron y, a pesar de su indudable atractivo, sus dotes dramáticas y su rentabilidad, fue despedido por la productora y su brillante carrera terminó en el acto. Lo mismo que podría sucederle al alcalde de Carboneras (Almería), que mandó callar a una concejala con la afirmación arcaica de que Las mujeres deben cerrar la boca cuando habla un hombre.  Ahora piden su dimisión y, como la ley española persigue a los cargos públicos con discurso incendiario, podría costarle algo más que su poltrona.
Las palabras pueden traicionarnos, lo hacen a menudo, sobre todo si eliminamos la barrera de la buena educación. Pensamos con palabras, nos forjamos con ellas, y cuando las pronunciamos nuestro pensamiento queda al descubierto. La lengua puede ser torpe, inexacta, incompleta, pero es un espejo que nos refleja, y la fidelidad de la imagen proyectada depende del dominio que tiene cada individuo sobre su discurso.  Una mala expresión suele coincidir con un mal pensamiento, aunque luego la persona se deshaga en disculpas para encubrirlo. Se lo permitimos a los niños, a los analfabetos o poco cultivados, pero jamás debemos consentirlo a representantes públicos porque un micrófono mal utilizado es el arma ideal para la apología de la barbarie. La palabra amplificada conlleva una enorme responsabilidad, y dejar que ciertas personas hablen en público es como darle el mando de la tele al perro.
No por ello debemos tener miedo a la lengua, si nos desnuda es porque nos ama, y del mismo modo que nos pone en evidencia también habla en nuestro favor. Si nos encontramos en apuros, la búsqueda de la palabra exacta será determinante en nuestra salvación. Nadie grita mandarina cuando se está ahogando o será eso lo que le lancen en vez de un flotador. Y tampoco llamas casa a un piso escuálido cuyo alquiler ya no puedes pagar después de que te hayan cortado la luz y el agua. En rigor, porque intentas definirlo con exactitud, lo llamas cueva. La cueva. Asumes tu situación vital al decirlo. Y si al atardecer sales a tomar el aire, porque no tienes dinero para otra cosa, dices: salgo de la cueva; y cuando regresas taciturno: regreso a la cueva. El vocabulario te pone en tu lugar. Y le das las gracias porque cueva es una palabra dura pero mucho peor es intemperie.
Cada vez se emplean más palabras rupestres como signo de la involución humana actual. Tenemos jefes trogloditas, políticos cuaternarios, empresarios velociraptores, tribus urbanas… dicen que se han visto lobos en Chernobil. Antes de lograr civilizarnos del todo, ya regresamos a la caverna de los ancestros. La diferencia con la vez anterior, es que ahora los animales del exterior serán de nuestra propia especie. La lengua nos avisa, nos alerta, intenta despertar nuestra conciencia porque estamos desmadrados, como borrachos de soberbia. Con lo que cuesta una bala de fusil se hace un guiso de lentejas, y no es por citar la Biblia. Somos dioses tecnológicos pero demonios morales, como nos llamaba Lewis Mumford. Adoramos al Becerro de Oro en el glorioso Black Friday y así le reducimos el sueldo de un euro al día al esclavo de turno. ¿No vendrá después Moisés con las tablas de la ley y las cámaras de vigilancia? ¿Nadie te ha llamado primitivo por no tener una pegatina tapando la cámara del ordenador? ¿Qué te preocupa más, que te vigilen o no ser vigilado?
En los años setenta, que fueron para la sociología como la ciencia ficción para la literatura, hubo una película visionaria que convendría revisar. Se titulaba Themroc, dirigida por Claude Faraldo, con Michel Piccoli como protagonista. En ella, un ciudadano normal se encierra en su piso, tapia con ladrillos la entrada, tira la pared exterior y se convierte a grito pelado en un cavernícola urbano. Fue calificada como subversiva, irreverente, inmoral y pasada de rosca. Había incesto, pecado, revolución interior. En la escena culminante, Piccoli sale de noche a buscar alimento, caza un policía y se lo come asado en su cueva. Estaba cargada de simbolismo, en un desolador blanco y negro, pero ayudaba a pensar, condición necesaria entonces para rodar una película.
Es normal ser cenizo en las primeras décadas de un siglo. La gente alberga esperanzas de cambio y baja las defensas. Los poderosos aprovechan para reducirnos la cuota de plátanos, para enfrentarnos en guerras simiescas entre adoradores del sol o de la luna. El aire huele a caos cuando todo el mundo tiene la razón. La gente no sabe hacia dónde correr, salvo hacia sí misma.  Entonces la cueva se convierte en un espacio físico y emocional necesario. Porque te sientes animal, animal acorralado. Ya lo canta Vetusta Morla: No hay timón en la deriva, tendremos que inventar una guarida.
Si los fanáticos no logran de nuevo retorcer el curso de la historia, encontraremos una solución, una vía de escape hacia la mejora humana. No hay por qué hacer que todo salte en pedazos, como en 1914, 1936, 1939… La sociedad terminará implosionando, espachurrando sus defectos, tratándolos como virus y exterminándolos. En nosotros está la enfermedad y la cura. Cualquier iniciativa que intente flexibilizar la vida, que permita una mayor inclinación de las ideas nobles antes de que se vengan abajo, que aumente el margen de posibilidades de la realidad, nos ayudará a salir de la cueva. O al menos a no dirigirnos a zancadas hacia ella.


Publicado en El Mundo-Cantabria 7-12-15